Art Attack
Para algunos todo empezó en 1953 cuando Robert Rauschenberg le pidió a Wilhelm de Kooning un dibujo que pudiera borrar, presentándolo luego como "Dibujo de De Kooning borrado", ahora una de las obras más recordadas del neodadá estadounidense. Sin embargo, es probablemente en 1963, con la decapitación de la sirenita de Copenhague, obra del escultor Edvard Eriksen (basada en la fábula de Hans Christian Andersen) por mano del situacionista Jørgen Nash, que artistas y vandalismo entablan su duradero affaire. Entre los casos más recientes se destacan los siguientes. En 1995, el canadiense Jubal Brown, entonces un estudiante de arte, vomitó primero sobre un Raoul Dufy y cinco meses después sobre un Piet Mondrian, acusando a los cuadros de ser banales y necesitar color. En 1997, el ruso Alexander Brener pintó el símbolo del dólar sobre la tela "Suprematismo 1920-1927", de Kazimir Malevich, exhibida en el Stedelijk Museum de Amsterdam. En los dos casos, las telas fueron limpiadas sin problemas. En 1996 y otra vez en 2006, el performer radical Pierre Pinoncelli atacó con un martillo dos de las ocho réplicas autorizadas del urinal de Duchamp, dañando la segunda: su intención era liberar el espíritu anárquico original de la obra, atrapado en las redes comerciales del arte contemporáneo. También piezas de artistas vivientes han sido blancos de performances vandálicas. En 1994, Mark Bridger inyectó tinta negra en el formaldehído que salvaguardaba la oveja de Damien Hirst titulada "Lejos del rebaño", transformándola, según sus palabras, en "La oveja negra". Siguiendo con los Young British Artists, los chinos Yuan Cai y Jian Jun, en 1999, se desnudaron y saltaron sobre la notoria "Mi cama", de Tracey Emin, terminando la intervención con una batalla de almohadas. Finalmente, la artista francesa de origen camboyano Rindy Sam tuvo que pagar una multa de 2.000 euros y 100 horas de servicio comunitario por dejar rastros de rouge en un panel completamente blanco del díctico "Phaedrus", de Cy Twombly, exhibido en 2007 (y, aparentemente, nunca más recuperado), valuado en dos millones de dólares. En ninguno de los casos parece delinearse, más allá del afán destructivo, una verdadera resignificación de sus blancos: en efecto y sintomáticamente, los currículums de casi todos los perpetradores no suelen incluir muchas más obras que estos actos de agresión.
Para empezar, la crónica de uno de los accidentes sufridos por museos en las últimas semanas. El 8 de octubre, en la Tate Gallery de Londres, un hombre se agacha frente al célebre cuadro de uno de los más acreditados expresionistas abstractos y escribe directamente sobre el lienzo: “Vladimir Umanets ’12, una pieza potencial de yellowism” (algo así como “amarillismo”). Los responsables del museo tiemblan, Scotland Yard empieza la cacería. Al poco tiempo aparece un mensaje de reivindicación del acto del -supuestamente- mismo Umanets, un ruso (como Rothko, que se naturalizó estadounidense) que junto con otro ruso, un tal Marcin Lodyga, había fundado en 2010 el susodicho Yellowism, cuyo “manifiesto” recalca, embarazosa y fríamente, el espíritu dadá, sobre todo en sus excesos pletóricos, redundancias, anacolutos conceptuales (“no es arte ni antiarte”, “el contexto del Yellowism es solamente el Yellowism”). Umanets -que se declaró culpable frente a la Justicia inglesa- ha justificado su acción apelando a Duchamp y su “urinal” "Fountaine", firmado en 1917, aunque las dos “operaciones” disten mucho entre sí: si el francés quería mostrar cómo ennoblecer un objeto no artístico, incluso repulsivo, por mero desplazamiento del baño a la galería, en el caso de Umanets se optó por “re-a-firmar” un objeto artístico, placentero, ya de altísimo valor y dejándolo en su lugar legitimador. El elemento más interesante es quizá la alusión del vándalo-artista al seguro incremento del precio del cuadro debido a su “intervención”: señal de narcisismo trastocado, claro, pero también de que el nuevo gesto violento, de insubordinación y asesinato simbólico (el viejo “queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias” del futurista Marinetti) esconde hoy preocupaciones mercantilistas y mediáticas (aunque desquiciadas) e incluso amor por lo “asesinado”: en su entrevista-justificación a la BBC, el ruso mencionó la profunda estima que le profesa a Rothko.
Caso a caso
Vagamos, obvio, por las calles del más empedernido hiperposmoderno, considerando que algo similar había pasado en junio: en el Huston Museum, el mexicano-estadou- nidense Uriel Landeros aplicó el esténcil de un toro y la palabra “conquista” al cuadro de 1929 “Mujer sentada en un sillón rojo”, de Picasso, declarando en sucesivas entrevistas su gran admiración por el artista catalán (pero también desconcierto por los “robos” del patrimonio arqueológico latinoamericano por parte de Europa y Estados Unidos).
Uno se podría preguntar si la idea de acto vandálico, normalmente perpetrado contra objetos despreciados, ha tomado en las últimas décadas una dirección diferente de la llana y clásica negación y destrucción. Estas nuevas “provocaciones”, basadas en teorías livianas y sospechosas de ser más que nada imanes publicitarios, revelan la fragilidad del sistema de relaciones entre las sociedades tardocapitalistas y sus bienes simbólicos más apreciados.
Famoso es el caso de Tony Shafrazi: todavía un joven y desconocido artista estadounidense de origen iraní, Shafrazi escribió en 1974, en enormes letras rojas, la ambigua frase, inspirada por Joyce, “Kill Lies All” (“mata a todas la mentiras”, pero también “el asesinato miente a todos”) sobre nada menos que Guernica -otra vez Picasso-, expuesto en el MoMA. Como explicó años más tarde, se había tratado de una protesta contra la liberación de un militar, acusado de participar en la masacre de Mai Lay en Vietnam, vale decir, de un intento de revitalizar -sacándolo de la historia del arte y catapultándolo en la “actual”- a un cuadro como aquél, alegoría de las atrocidades de todo belicismo, no sólo el fascista. Emblemático es que Shafrazi se volviera, pocos años después, un marchand de fama internacional, todavía activo, que comercia con gigantes como Jean-Michel Basquiat, Keith Haring, Francis Bacon y, paradójicamente (¿o no?), el mismo Picasso.
Difícil entender si entre aquel gesto ilegal y apriorísticamente rebelde y la posición prominente de su hacedor en el mundo del arte actual hay una conexión, pero el lazo entre el derecho a desfigurar una obra y la adquisición y propiedad de piezas de arte sobresalientes se representó hace nueve años bajo una nueva forma, que catalizó la atención del mundo entero, disparando otra vez dudas sobre manipulación póstuma de obras maestras, derecho ontológico de la pieza a ser preservada de forma inapelable, o del hombre a cambiarla a gusto, y otras “quisquillas”. En 2003, los provocadores Dinos y Jake Chapman -hermanos británicos especializados en épater no sólo a los conservadores sino también a los progresistas, mediante una mezcla de sexualidad y niñez- adquirieron un raro set de grabados (impreso en 1937) de Goya de la serie Los desastres de la guerra (1810). Luego lo alteraron dibujando cabezas de clowns y gatos, calaveras y otras amenidades directamente sobre el antiguo papel, con el título de Insulto a la herida: pese a una recepción crítica benévola, hubo reacciones populares furiosas frente a la operación, apenas mitigada por el hecho de ser grabados (hojas producidas en varias copias, aunque artesanalmente) y no piezas realmente únicas.
Naturalmente la gran diferencia -además de ser artistas famosos- con respecto a los casos más recientes reside en la cuestión de la propiedad: “si uno lo ha comprado puede hacer lo que quiere con él”, parece sentenciar tácitamente el hecho de que los hermanos ingleses no tuvieron problemas legales a causa de su “distorsión”: ¿no pasa lo mismo con los edificios históricos, testimonios de estilos arquitectónicos destacados y a menudo en extinción, comprados y demolidos para construir, literalmente, cualquier cosa? Montevideo asiste a este tipo de “vandalismo” con inquietante frecuencia. Ya parece imposible desentrañar obras de arte, valor cultural y monetario, esfuerzos para preservarlas, pulsiones a arruinarlas.
La cuestión roza otro aspecto, relativo al proceso de creación. Además de decenas y decenas de casos de personas psíquicamente sufrientes que vulneraron varias obras a lo largo del último siglo -la piedra contra la “Gioconda”, el martillo contra “La piedad” de Miguel Ángel en 1972, el cuchillo contra La ronda nocturna de Rembrandt-, y de la profusión de desfiguraciones anónimas de monumentos públicos más o menos importantes, parece consolidarse la deformación en campo “aurático”, vale decir, directamente sobre el original y no sobre sus copias, tal vez estimulada por el progresivo proliferar de la impalpabilidad del digital, que parece excitar cierta avidez por ensañarse sobre the real thing.
El apropiacionismo, una de las formas de expresión más vivas y fecundas hoy en día, se vuelve en esta variante extremadamente peligroso, visto que actúa sobre un unicuum, imposible de recuperar y no solamente sobre su portada simbólica (ésa sí, perfectamente vandalizable). Se delinea así un problema ético trascendente, que si por un lado concierne la total libertad del artista, por el otro debería afirmar el derecho de defensa del “patrimonio cultural”, vale decir, el quid que nos separa, como ente político, del supermercado y de su lógica “rompé, pagá y punto”.