Vinculado como estudiante a la Facultad de Humanidades desde 1966, Introini fue a partir de 1969 ayudante de Lengua y Literatura Latinas, un área que dirigía Vicente Cicalese, el autor del manual de latín que todavía se usa. Alejado de la Universidad durante la dictadura, volvió a su antiguo cargo tras la recuperación democrática. Al tiempo que daba clases en secundaria, sumó a sus actividades la de docente en el Departamento de Literatura Italiana de la facultad, bajo la conducción de Lucce Fabbri.

-¿Cómo encontrabas tiempo para escribir entre tanta actividad docente?

-Empecé a escribir muy tarde, en los años 80; tenía ya 35 años. Publiqué mi primer libro, "El intruso", en el 89; en aquel momento había cumplido los 40 años y pico. Por más que toda mi vida estuve vinculado a la literatura, nunca se me había ocurrido que yo iba a escribir; después empezó esa cuestión, hice "El intruso", tuve otro período más o menos largo en que hice otros cuentos y en el 95 saqué ese otro librito, "La llave de plata". Son libros muy pequeños. Por el año 2002 publiqué "La tumba", quizá mi libro más ambicioso (muchos lo consideran el más logrado). Entré en otro período bastante convulsionado de mi vida y finalmente saqué "Enmascarado" en 2007, reuniendo algunos textos que tenía y el que yo considero el más ambicioso de ese libro, “El enmascarado”, que tiene que ver con [José Enrique] Rodó. Nunca me consideré un escritor, en el sentido de alguien que se dedica a escribir. El que se acerca más a esa especie de imagen profesional es [Mario] Vargas Llosa, el hombre que se levanta y tiene un régimen, dice “voy a escribir desde las ocho de la mañana a las dos de la tarde” todos los días. Yo nunca me senté en la mesa a decir “bueno, hoy tengo que escribir tres horas, salga lo que salga”; si tengo una idea y la idea crece, entonces sí.

-¿Sos de los que andan con libretita?

-No, alguna vez, cuando iba a la facultad, si se me aparecía una idea la anotaba, pero no siempre, porque creo que la elaboración pasa mucho por algo interior, hay momentos en que uno tiene una idea, que la trabaja; quieras o no vas pensando en ella. Hace unos días hablaba con unos amigos que son pintores y me decían que les pasa lo mismo, que muchas veces van por la calle pensando en la percepción -viste que ellos tienen una manera de mirar las cosas única- y antes de llegar al cuadro piensan muchísimo, antes de hacer ningún trazo. Creo, en cierto modo, en la inspiración y en que hay algo, que en un momento dado la cabeza se abre y vos sentís una voz, como un fluir que te va llevando, a tal punto que hay un momento en el que vos ya no dominás el relato, hay una coherencia interna del relato que te lleva a vos. No es verdad, me parece a mí, que el que escribe, el creador 
-esa palabra horrible, porque como yo soy creyente creo que el Creador es uno solo- puede hacer lo que quiere. No es verdad, hay una coherencia interna: si los personajes están vivos, ellos se imponen porque tienen un lenguaje, una historia, una presencia que vos no podés decir que podés cambiar totalmente. Cuando se logra eso es un fluir que te lleva, te lleva, te lleva. Ahora, en mi caso, creo mucho en el trabajo del lenguaje, en darle forma. Toda manifestación de arte es forma en gran medida, como les pasa a los pintores, es notable. Por ejemplo, yo miraba, en Italia, los innumerables cuadros de la Virgen con el niño y al final decís “toda esta gente está pintando siempre lo mismo”; sin embargo, las cosas que logran son tan distintas, marcan estilos, épocas, individualidades, es una cosa interesantísima de ver. Con el lenguaje pasa lo mismo, yo creo que uno tiene que luchar contra el lenguaje, porque es una lucha.

-¿Una lucha en el sentido en que a uno le cuesta decir lo que quiere decir?

-No, es decir, en lograr la expresión perfecta, o no, perfecta nunca, pero más exacta de lo que uno quiere decir.

-¿Corregís mucho?

-No, pero pienso mucho. Una vez que lo tengo no corrijo demasiado, porque creo que llegué más o menos a lo que yo quería decir. Corregir para muchos es una gran cosa y sí, está bien, hay que releer y todo lo demás, pero también corrés el riesgo de estropear (a veces por una idea de corrección gramatical o porque hubiera sido mejor decirlo de otro modo) lo que en un momento salió. Creo mucho en lo que en el momento salió, porque es cuando se te abre la cabeza, que no son tantas veces; es más, te diría que hay que aprovechar cuando uno es joven porque con los años la cabeza se va cerrando. Es inevitable. Yo creo en la creatividad…, el individuo tiene una frescura en la fuerza y en la creatividad que a los 20 y pico de años es tremendo y a los 30 y pico también, pero después ya… Con eso que los años te dan, más conocimiento, más lectura, más oficio, se pierde en espontaneidad; esa fuerza que es la frescura de ver el mundo se va gastando, lamentablemente. Pero eso no se elige, las cosas a veces se dan o no se dan. Yo creo mucho en eso, pero hay gente que se toma las cosas de otro modo, son escritores más profesionales. Una cosa me parece clara: una vez que empezás a escribir… [Jorge] Medina Vidal, que fue profesor mío en Humanidades, cuando saqué "El intruso" me dijo: “No sabés en lo que te metiste”. Y es así, una vez que empezás a escribir es como un vicio, vos decís hasta aquí llegué y sin embargo no, después apareció otra idea…

-¡Eso es bueno!

-No sé si es bueno [se ríe], porque cuando el escritor vive largamente corre el riesgo de hacer mamarrachos hacia el final.

-Con respecto a esta discusión que hay ahora sobre la vigencia o la funcionalidad de las humanidades para el modelo de país que se quiere, que se ve quizá en el presupuesto que le da el gobierno a la Universidad y, dentro de la Universidad, en el que le toca a la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. ¿Cómo lo ves, siendo justamente un profesor de Latín en esa facultad?

-Bueno, fue el tema de mi conferencia al asumir como miembro en la Academia Nacional de Letras. El fuerte de las humanidades es el humanismo, allí arranca el tema de las humanidades, son muchos siglos… Cuando yo entré a la facultad el plan de Letras tenía 24 materias, todas se aprobaban con monografías (salvo los primeros cursos de griego y latín) y tenías que hacer después una tesina. Había cuatro cursos de Lengua y Literatura Griega y cuatro de Lengua y Literatura Latina, anuales. Enseguida empezaron los cambios y se discutió y aprobó un nuevo plan que redujo lo obligatorio a un curso de Griego o Latín, en una especie de semestre, era anual todavía pero como un básico, que tenía cinco materias, y después había orientaciones (Literatura Española, Latinoamericana, etcétera). Si querías seguir Filología había más de un curso. Después vino un proceso de relegar las humanidades clásicas, después otro momento que coincidió con la vuelta a la democracia (pero ya había pasado mucho antes) en que se dio el triunfo del estructuralismo. Hubo dos cosas: por un lado, la ideología marxista, muy fuerte en aquel momento, en general juzgaba a los estudios clásicos como algo representante de la reacción; y el estructuralismo trajo, por más que se presentaba desde el punto de vista ideológico como algo aséptico, el furor por la sincronía, es decir, los estudios sincrónicos. El pasado, la diacronía, la evolución, no interesaban, todo lo que era esa especie de gran acervo del pasado no importaba demasiado; eso trajo profundísimos cambios. Paralelamente, con los años, se incrementó la actualización tecnológica y eso pasó en todas partes, y cada vez más las humanidades clásicas fueron una actividad a la cual podían dedicarse pocos. Después vinieron (en los 90 y pico) los estudios culturales. Ahí llegó el famoso discurso de la cultura popular, entonces se tiró por la borda todo lo que eran las humanidades clásicas y se pasó a eso que lleva a que, de algún modo, el asunto pase por el estudio de perspectivas mucho más relacionadas o más cercanas a las ciencias sociales. Como siempre, se pasó de un extremo al otro: de haber tenido, a principios del siglo XX, una posición central, las humanidades clásicas pasaron a ser algo igual a una antigüedad de museo. A mí me impresionó una vez que vino Beatriz Sarlo y habló con los docentes de Letras, fue un diálogo muy interesante porque es una mujer muy inteligente. Dijo: “Nosotros hicimos un gran esfuerzo por insertar los estudios culturales pero yo, con el tiempo, y viendo a los estudiantes que desfilan, pienso que fue un gran error tirar por la ventana los estudios clásicos porque ahora veo que gente formada en clásicos aporta, sabe cosas que se han perdido”. Todo eso coincide con un marco mucho más grande, hay una parte que es la lucha intelectual y después la lucha por los pesos, por el presupuesto. Cuando yo entré, que era la Facultad de Humanidades y Ciencias, siempre era una lucha descarnada por la plata entre las ciencias y las humanidades; entonces, claro, a caballo de lo tecnológico y de la importancia de lo tecnológico y de la ciencia, las humanidades han ido quedando relegadas. Fuera de lo tecnológico y de lo científico, sin entrar a discutir su importancia, ¿qué quedó? La parte relacionada con las ciencias sociales, que se apartaron con mucha fuerza, y la historia, que siempre tiene un peso indudablemente fuerte, en tal sentido que en algún momento se habló de que la propia facultad debería ser desmembrada y que, por ejemplo, buena parte de Historia podría integrarse a Ciencias Sociales y, luego, que Filosofía y Letras podrían quedar como un instituto para gente “light”, decían que había una parte de Letras que podía ir a parar a Bellas Artes. Entonces, por ese lado, eso lleva a una radical reformulación que termina con la facultad, pero desde el punto de vista argumentativo, ante la gente, claro, si vos le preguntás a alguien si hay que estudiar software para hacer funcionar centrales nucleares o estudiar a Horacio, es evidente que cualquier persona va a decir que te dejes de embromar con Horacio. En ese aspecto siempre se va a perder ante la argumentación de los pragmáticos, eso es inevitable, o ante la otra argumentación, la de los más directos, que quieren llevarle a la gente lo más popular. Personalmente pienso, en una total minoría, que es un gran error liquidar las formas de lo más teórico, en el caso de filosofía liquidar la estética, o las distintas literaturas y su conexión con todas las demás artes, todo lo que tiene la literatura nacional que a esta altura es una literatura rica, y decir que todo eso es una especie de “algo” para diletantes. Me parece un error, una profunda mutilación que después se paga, porque son campos que se abandonan, formas del gusto, de la sensibilidad, que la gente necesita. Hace dos o tres años fui a dar una charla a Salto, invitado por Leonardo Garet, egresado de la Facultad y escritor de mucha trayectoria; me acuerdo de que tratábamos diversos temas y al final -era un liceo pero había gente adulta también- se me acercó una señora y me dijo: “Estas cosas hacen bien para el espíritu”. Eso es muy difícil de medir, ¿cómo mostrar algo que hizo bien para el espíritu? El otro tema es qué pasa con el egresado de la Facultad de Humanidades; me acuerdo de que en el año 68, en la vieja biblioteca, me encontré con uno que era mayor que yo, empezamos a hablar y me dijo: “Veo que te interesás mucho por estas cosas, pero si vos querés tener alguna fuente laboral tenés que ir al IPA”. Me explicó y fuimos con un amigo al IPA a buscar las condiciones para el ingreso. Era todo muy gracioso, porque nosotros pensábamos que habíamos leído mucho, pero cuando nos dieron los autores que había que preparar, creo que conocíamos a uno, el IPA era muy bueno en ese momento.

-¿Te fuiste al IPA para tener una salida laboral y no por el “ambiente autoritario” de la Facultad?

-Yo fui al IPA para hacer el profesorado, para trabajar en algo. ¡Si la Facultad no te daba la más mínima posibilidad! Y después encontré que el IPA, en ese momento, era muy bueno, empezando por que había pruebas de ingreso: tenías que dar una prueba de tu especialidad, exigente, una de lengua española y otra de extranjera, y después entrabas. Era un número cerrado. Era demasiado, al IPA lo acusaban de elite. Pero en el IPA encontré profesores muy importantes, había muchos que eran de Humanidades y del IPA, pero había figuras como [Carlos] Real de Azúa que estaban sólo en el IPA.

Yo entré en el año 68, después tuve que dejar porque en el 69 entré a trabajar en Facultad, después volví, pero realmente no me arrepiento porque se complementaron mucho […] Es muy difícil para una facultad como Humanidades demostrar lo que hace, lo que significa, porque hay facultades que están ahí, la Facultad de Medicina no necesita demostrar nada, es la Facultad de Medicina y punto. Yo pienso que sólo hay una manera, que es demostrar calidad, demostrar que lo que hacés es algo interesante, algo serio, que vale, si no Humanidades está siempre corriendo el riesgo de que alguien diga “éstos son unos chamuyeros”.

-Pasa también porque la Facultad desde sus inicios era el lugar donde se “estudiaba por estudiar”.

-Claro, ése es el pecado original. Tenés que remontarte (Cicalese te hubiera explicado todo con detalles) al momento en que se creó, a la figura de [Carlos] Vaz Ferreira, al Colegio de Francia.

-¿Lo de la Academia Nacional de Letras te sorprendió? ¿Era algo que querías?

-Si te soy sincero, no era algo que quería, surgió por intermedio de amigos, me lo plantearon [Adolfo] Elizaincín [actual presidente de la Academia], [Wilfredo] Penco y [Jorge] Arbeleche. Claro, viste que el sistema de ingreso es muy particular, porque se somete a votación de los demás integrantes, nunca los ves a todos, hay una mayoría especial que se requiere para que te acepten, si tenés varios votos en contra ya sonaste (es un poco masónico). Me propusieron eso, yo dudé mucho, porque la vida tiene esas cosas... Yo hace años venía con una trayectoria más o menos regular y de repente se me vino la estantería abajo, pasan esas cosas en la vida, como terremotos. Viví un gran cambio y en medio apareció esto de la Academia y dije: “Bueno, ya que me jubilo, para mí, de algún modo, puede significar una apertura a algo para hacer”. No es fácil jubilarse. Me admitieron y ya he ido a algunas sesiones, después tuve que postergar este famoso discurso, que es parte de los requisitos, pero no puedo decirte mucho de la Academia porque por más que me han tratado muy bien, veo que cuenta con gente muy valiosa, figuras de mucho prestigio, veo que Elizaincín está tratando de hacer cosas, sobre todo para tratar de quitarle a la Academia ese aire acartonado, que es muy siglo XIX. El año que viene están pensando en hacer un concurso, sobre todo para historiadores, que se encarguen de contar la historia de la Academia, que, por lo que dijeron, parece que tiene sus luces y sombras, como que es una institución discutida. Algunos la ven como algo del pasado, más bien de derecha.

-Bueno, la promoción de los clásicos por lo general está asociada a la derecha. ¿Durante la dictadura, en la Facultad, se promovió más el latín?

-Lógicamente, porque después de ese plan del 60, cuando viene la dictadura lo que hace es implantar enseguida una cantidad de cursos de griego y de latín, porque en el contexto de la época son vistos como un antídoto contra lo ideológico, o sea, “vamos a poner todo esto, que la gente estudie griego y latín y no lea a Marx, a esto, a aquello”. Pero el griego y el latín no son culpables de eso, es decir, como pasa siempre con los clásicos, el asunto es cómo vos los instrumentás, cómo los estudiás. Si vos ponés siete cursos de latín con un criterio como se usaba siglos atrás, memorialista, estudiás una cantidad pero… Cicalese siempre ponía el caso de un profesor alemán que había dado el “Edipo Rey” de Sófocles, una obra riquísima, y que cuando terminó el curso el tipo dice: “Bueno, hemos estudiado un texto magnífico, un magnífico ejemplo de verbos, esto, aquello”. Entonces, ése es un modo de agarrar una obra y acabar con ella, porque si vos en el “Edipo Rey” sólo ves ejemplos de verbos y cosas gramaticales es un asco. Es decir, el criterio de la dictadura (yo no estuve en la dictadura, pero por lo que sé) fue ese “vamos a dar esto”, declinaciones, verbos, etcétera, como algo aséptico. Porque no hay período de la vida humana que sea aséptico, si vos te acercás a la antigua Grecia o al Imperio Romano o a cualquier período que quieras, está la lucha ideológica. Todo eso en las humanidades más clásicas se perdía, el criterio más puramente filológico era “vamos a ocuparnos de las lenguas”, sin contextualizarlas. Entonces, si vos le quitás todo eso es una cosa inocente, digamos. Es inevitable que se transmita un modelo cultural. Cuando Marx y Engels estudian el problema de la familia, toman el período de la primitiva república romana, cómo se estructuraba la familia entonces, pero ésa es otra manera de mirar las cosas. Por eso creo que es injusto quedarse en esa visión de “vamos a hacer esto porque es algo que no molesta” y bueno, creo que con la Academia pasa un poco eso, las instituciones no son de por sí [buenas o malas], son en gran medida lo que los hombres hacen de ellas.