En menos de 15 años el director y productor Jay Roach ha conseguido volver su nombre sinónimo de éxito en lo que de comedias se trata y ha estado detrás de fenómenos de taquilla como las sagas de La familia de mi novia y de Austin Powers, así como (en su rol de productor) en las películas de Sacha Baron Cohen (Borat, Brüno). Pero, a diferencia de su contemporáneo Judd Apatow -generador de una auténtica escuela de comedia-, es difícil distinguir rasgos de gran personalidad en las numerosas películas del prolífico y no pocas veces inteligente Roach.

Hilando fino se puede decir que es un cineasta del contraste, cuyas comedias giran alrededor del conflicto generacional-temporal, como en la trilogía de Austin Powers, o del antagonismo entre familias conservadoras y liberales -la trilogía de La familia de mi novia-. Es muy característico de sus películas la solución de estos conflictos, que parecen insuperables a primera vista, mediante una síntesis humana en la que se expresa simpatía hacia ambos lados, lo cual puede ser el secreto de su éxito pero que también es su característica más frustrante.

Hablando en serio

Militante demócrata preocupado, Roach dirigió dos películas sobre una campaña presidencial en 2012, año electoral en Estados Unidos. La primera de ellas, Game Change, fue una producción especialmente hecha para HBO, y aunque es un producto muy específicamente dirigido en sus intenciones políticas, es a la vez uno de sus mejores trabajos y una excelente reconstrucción de la historia reciente. Game Change trata de las elecciones presidenciales de 2008 y, para ser exacto, de la elección in extremis del think tank republicano -ante el fenómeno popular del surgimiento de Barack Obama- de la gobernadora Sarah Palin como candidata a vicepresidente de John McCain. Una auténtica maravilla histriónica, Game Change conseguía un trío de actuaciones de Woody Harrelson, Ed Harris y, sobre todo, Julianne Moore, quien siendo una mujer muy diferente de Palin en lo físico se convertía en su auténtica doble.

La película funcionaba como comedia involuntaria, retratando el horror del estratega de campaña Steve Schmidt (Harrelson) al percatarse tardíamente de la monumental ignorancia de Palin, a quien había descubierto sin investigar adecuadamente, pero también como una advertencia tenue acerca del tipo de personajes que está emergiendo en la derecha populista estadounidense. En realidad, lo único que podría reprochársele al film es que demuestra, tal vez por miedo a parecer demasiado sesgado, un cierto exceso de empatía hacia los personajes -esencialmente todos del Partido Republicano-, particularmente hacia el candidato John McCain, quien aparece como un hombre digno, valiente y demasiado inocente en relación a su candidata a vice (aunque siendo honestos, el pobre McCain posiblemente haya sido el candidato más decente y moderado que los republicanos hayan presentado en los últimos 30 años).

Pero en su intento de ser justo y balanceado, Roach terminaba apenas sugiriendo algo que tal vez es más evidente para una mirada no estadounidense: Sarah Palin era (y sigue siendo) una fanática de ultraderecha capaz de hacer parecer a George W Bush un trotskista por comparación y su fanatismo e ignorancia (que hizo renunciar durante la campaña de 2008 a muchos republicanos moderados, además de significar la irrupción del Tea Party -o de su mentalidad- en el panorama político estadounidense) no es un simple inconveniente electoral, sino una señal horrible acerca de ciertos cambios en la ideología de los habitantes del país más poderoso del mundo. Una lectura atenta puede encontrar elementos de auténtico horror en la historia narrada en Game Change y tal vez por eso mismo Roach decidió volver a un territorio más familiar con La campaña.

Frente a frente

La campaña, nombre justo y descriptivo, se ve que le pareció demasiado serio a algún esforzado distribuidor de la Warner en Hispanoamérica (seguramente el mismo genio que transformó The Hangover -la resaca- en ¿Qué pasó ayer?), así que ha llegado a nuestras carteleras bajo el sonoro título de Locos por los votos. Como ese título nos parece una reverenda cagada y un insulto a la inteligencia de los lectores, nos referiremos a la película durante el resto de la nota como La campaña, pero si la buscan en las carteleras está bajo esa otra denominación tan divertida e imaginativa.

La campaña reúne por primera vez en forma explícita los dos intereses esenciales del director Jay Roach, la política y la comedia, y presenta la tendencia al equilibrio y la tibieza que es distintiva de sus películas. El argumento gira alrededor de un exitoso e inescrupuloso gobernador demócrata de Carolina del Norte (Will Ferrell), que luego de un escándalo sexual pierde el favor de los millonarios que lo apoyan, quienes deciden apostar por un candidato nuevo del ala republicana (Zach Galifianakis), quien comienza su campaña tímidamente siendo vapuleado por los ataques más bien sucios de su experimentado oponente, hasta que decide contraatacar convirtiendo la contienda electoral en una suerte de lucha en el barro moral.

La campaña cuenta desde el arranque con un punto a favor: es la primera comedia en tres años que tiene a Will Ferrell como protagonista; en el medio tuvo su excelente rol central de la adaptación de Raymond Carver Everything Must Go (Dan Rush, 2010), pero se lo extrañaba en su rol de comediante. Ferrell, el dueño de la mirada más plácida y estúpida que se haya visto en un bípedo, sigue siendo el actor más gracioso de la actualidad (o al menos de Hollywood). En esta ocasión, encarna a un gobernador sexópata y sin el menor sentido de la ética; Ferrell rinde más en los personajes de niño adulto o de perdedor con poca autoconciencia que en los de hombre poderoso, y su personaje es por momentos deliberadamente odioso, pero alcanza verle la cara de sorpresa e incomprensión cada vez que comete uno de sus innumerables errores para sentir que valió la pena pagar la entrada.

Un caso muy distinto es el de la otra estrella presente en La campaña: Zach Galifianakis. Tal vez el talento más brillante de una generación de comediantes de stand up “alternativos” surgidos durante la década pasada (Patton Oswalt, Brian Posehn, Maria Bamford, etcétera), lo de Galifianakis depende muchísimo del guion y la construcción de su personaje. En sus shows de stand up definió un personaje absurdo, algo dañado mentalmente pero con arranques de brillo excéntrico, independencia y hasta algo de furia; si Sam Shepard se hubiera dedicado a la comedia, posiblemente su personaje hubiera sido similar al del rechoncho y extraviado Galifianakis.

Pero ese personaje tan insular y extravagante no es precisamente fácil de trasladar al cine o la televisión, no obstante lo cual, Todd Phillips lo consiguió a la perfección (dejándole muchas libertades a Galifianakis) en La resaca, que convirtió al comediante en una estrella cinematográfica instantánea. Por desgracia esa magia no volvió a conjurarse en las dos películas que Phillips y Galifianakis hicieron a continuación -la floja secuela de La resaca y la innecesaria Due Date-, ni tampoco en la promocionada serie Bored to Death de HBO. No hay duda de que Galifianakis tiene un talento único, pero es muy difícil de capturar.

En ese aspecto La campaña tiene éxito a medias; el personaje de Galifianakis no se parece, por una vez, ni al que construyó en los escenarios ni al Alan de La resaca. Aquí personifica a un hombre felizmente casado (aunque sumamente amanerado), conservador y medido en sus gestos, aunque subestimado por los suyos. El resultado tal vez no es un personaje tan memorable, pero funciona muy bien durante buena parte del film, aunque se cae -como toda la película- en sus algo sensibileros minutos finales.

Más allá de la atractiva propuesta de la reunión Ferrell-Galifianakis, prácticamente toda la película puede considerarse un ataque frontal hacia los siniestros hermanos Charles y David Koch, un dúo de multimillonarios de derecha de peso incalculable en la escena política estadounidense actual, representados aquí por los hermanos Motch (John Lithgow y Dan Aykroyd), quienes son retratados como lo más maligno que puede imaginarse. En cierta forma el mensaje es explícito y es parte del discurso actual de los demócratas progresistas 
estadounidenses, un mensaje más bien dirigido a los votantes republicanos y que consiste en señalar el giro de la derecha de este país hacia un capitalismo aún más brutal, orientado exclusivamente hacia los más poderosos y de un falso nacionalismo, ante el que se contrapone la figura del republicano interpretado por Galifianakis, un hombre conservador y religioso pero aún con lazos con la clase media y los trabajadores.

En este aspecto a la visión de Roach le falta el filo y la mordacidad que suele ser habitual incluso en los programas humorísticos televisivos actuales, y su afán conciliatorio termina debilitando un comienzo vitriólico y poderoso, pero durante buena parte de sus más bien breves 85 minutos La campaña acumula unos cuantos gags muy buenos (incluyendo uno memorable en el que una trompada dirigida por Ferrell a Galifianakis termina aterrizando en la mejilla de un bebé). En el fondo es eso -y ver a estos dos monstruos en acción- lo que se pide y lo que la película, durante buena parte de su extensión, da.