En tiempos en que la palabra “artista” y su versión amplificada de “artista popular” están más bien deterioradas, suena especialmente trágica la noticia de la muerte de quien realmente fue un gran artista popular en el sentido más amplio del término. Un hombre capaz de encabezar las listas de éxitos musicales con canciones pop no mucho más elaboradas que las que en los mismos días producían músicos como Leo Dan, pero a la vez un cantante poderoso que convirtió en éxitos temas de artistas en su tiempo emergentes, como Luis Alberto Spinetta o José Carbajal. El hombre que utilizaba las ganancias que le producía su faceta de cantor para dirigir películas intensamente personales, imposibles de clasificar dentro de ninguna escuela o movimiento. El hombre que quedó atrapado sobre el escenario, en medio de la balacera de la Masacre de Ezeiza.
Fuad Jorge Jury, nombre extraordinariamente sonoro pero que sacrificó comercialmente por el menos exótico de “Leonardo Favio”, fue un artista alejado de cualquier tipo de academia, que como Jean Genet llegó al arte desde la pobreza y la delincuencia. Alguien que ni siquiera en sus obras más complejas perdió nunca un extraordinario sentido del oído para el habla popular, pero a la vez carente del menor sentido del distanciamiento irónico: para Favio el arte era el idioma de las pasiones más grandes que la vida misma, y la misma se puede descubrir igual de vibrante tanto en sus canciones similares a jingles, como en sus alocuciones políticas (peronistas, por supuesto) o en las películas con las que deslumbraba a unos críticos que apenas podían creer que el autor de “El dependiente” (1969) fuera el mismo que cantaba. Era el mismo; el excéntrico que, coqueto, se cubría la calvicie con un pintoresco pañuelo mientras dirigía maravillas como “Gatica, el mono” (1993), que falleció ayer tras un agravamiento pulmonar de su polineuritis y que se merece una nota más extensa y detallada que ésta, en la que apenas consignamos su partida.