Si hay algo que ha servido para poner a la ciudad de San Diego en el mapa de Estados Unidos, siendo una urbe que a pesar de ser la segunda mayor de California siempre careció de un carisma especial, ha sido su convención de cómics anual (Comic-Con), la decana en este tipo de eventos y la mayor del mundo, que hoy en día hasta tiene su versión montevideana. Establecida como un lugar de intercambio y comunión de gustos en 1970, cuando algunos coleccionistas de cómics y vendedores decidieron hacer una reunión en la que pudieran conversar sobre sus gustos, intercambiar revistas y conocer personalmente a los autores de sus historietas favoritas, la Comic-Con de San Diego ha crecido hasta convertirse en uno de los mayores eventos de cultura popular en el mundo entero.

Desde aquellos lejanos días en los que unos 500 fanáticos se reunieron por primera vez hace ya más de cuatro décadas, la Comic-Con se convirtió en un monstruo que reúne anualmente a más de 150.000 visitantes de todas partes del mundo en lo que más que un simple encuentro entre coleccionistas y fans se ha vuelto una gigantesca celebración de una de las tribus urbanas más difusas, secretas y numerosas, la de esos adultos fantasiosos y algo 
inadaptados que los estadounidenses suelen denominar con los términos intraducibles de geeks o nerds. Una suerte de carnaval de una semana de duración en la que los asistentes no sólo adquieren objetos y conocen a sus ídolos, sino que también dan rienda suelta a sus fantasías de disfrazarse como sus personajes favoritos y comportarse de la forma más infantil posible durante siete días en los que andar por la calle vestido de dios vikingo con un martillo de plástico o ataviado como el cazador de recompensas espacial Boba Fett es perfectamente admisible y hasta admirado. Un evento que suele ser mirado en forma socarrona por los representantes de lo cool o de la alta cultura, pero que se ha ganado una respetada legitimidad a fuerza de desenfado, espontaneidad y una idea de la diversión y la autorrealización que se caga olímpicamente en cualquier concepto social de ridículo o madurez. Un espacio de libertad, digamos.

Semejante fenómeno cultural es objeto de atención mediática desde hace años y abundan las referencias en las sitcoms con personajes nerds, pero hasta ahora no se había hecho una aproximación seria de él. El documental "Comic-Con Episode IV: A Fan’s Hope" (cuyo título es una clara guiñada a los fans de la saga de George Lucas) no es exactamente un estudio “serio”, pero es algo muy distinto a los acostumbrados chistes sobre treintañeros que viven con sus madres y tienen como única meta de superación ir a San Diego vestidos como un arquero elfo de 95 kilos.

Forever young

La idea de hacer un documental sobre la Comic-Con de San Diego le fue sugerida a Morgan Spurlock nada menos que por Stan The Man Lee -el amado/odiado capo máximo de Marvel Comics y posiblemente la figura más identificada con este tipo de convenciones- al encontrarse con el director en el transcurso de la edición 2009 del evento. Spurlock se había hecho de una cierta fama con los documentales "Super Size Me" (2004) y "The Greatest Movie Ever Made" (2011), en los que en una especie de documentalismo gonzo él mismo se convertía en el generador y el sujeto de prueba de dos irónicos estudios sobre la comida chatarra y la financiación de películas, respectivamente. Pero en esta ocasión, Spurlock, en un bienvenido acto de modestia, está completamente ausente de la pantalla, y deja su lugar a un variopinto grupo de asistentes a la convención de 2010, a los que sigue mientras éstos persiguen sus particulares agendas.

Todo está intercalado con una enorme cantidad de testimonios fragmentarios de dibujantes, actores y directores de cine afines a la convención. Es muy llamativo cómo Spurlock deliberadamente “desaprovecha” los testimonios de muchos de sus entrevistados, reduciéndolos a una o dos intervenciones aun cuando se trata de nombres del calibre de Frank Miller, Matt Groening, Guillermo del Toro y Todd McFarlane, pero ésa es una de las decisiones más sanas del director. Aun cuando cada uno de ellos es un entrevistado interesantísimo (y tal vez merecedor de un documental propio), Spurlock deja en claro que la película no es sobre ellos -que cumplen un rol referencial- sino sobre los fans de a pie, sobre un conjunto de don nadies con algunos atractivos diferenciales: una diseñadora de ropa que monta una exhibición de trajes calcados del videojuego Mass Efect, un coleccionista de juguetes que se muere de ansiedad por conseguir el nuevo muñeco de Galactus, un soldado que sueña con ser dibujante de cómics de superhéroes, un vendedor de cómics vintage que está a punto de desprenderse de un ejemplar rarísimo valuado en 500.000 dólares... No son exactamente los más comunes de los asistentes a la Comic-Con, pero de cualquier forma son figuras más bien identificables con el grueso de los visitantes, tal vez con la excepción del mercader de cómics Chuck Rozanski, que siendo propietario de una de las mayores tiendas del ramo en el mundo es una especie de celebridad menor (además de ser de los pocos que estuvieron presentes en la convención de 1970). La única estrella que tiene un rol un poco más preponderante es el egocéntrico director Kevin Smith (un hombre que suele decir las peores idioteces con el convencimiento de estar revelando la luz divina), pero este rol tiene que ver justamente con su intervención en una de las historias principales, la de un joven enamorado que le propone matrimonio a su novia mediante una intervención en la conferencia de prensa de Smith.

A Spurlock le encanta todo esto y lo celebra con humor, dividiendo la pantalla en cuadros para asemejarla a las viñetas de un cómic, y revelándose como un insider, uno más de los que disfrutan ese espacio de tolerancia a la adolescencia tardía o permanente, siguiendo a sus retratados -que evidentemente tuvieron una preselección estricta y condicionante de los resultados del documental- con respeto y comprensión. Al fin y al cabo, se trata de un cineasta que se hizo famoso engordando 11 kilos frente a cámaras para probar una idea. Es decir, lo que un estadounidense llamaría un geek.

Casa tomada

No es todo festejo en el documental, aunque sea lateralmente se da cuenta también de cómo el crecimiento del evento ha significado -como suele suceder en casi todos los fenómenos privados al popularizarse y comercializarse- su desnaturalización y la pérdida del foco en su excusa original: los cómics. Aunque éstos mantienen el valor fetichista de sus ediciones originales, varios de los entrevistados reconocen que el evento ha sido cooptado por la industria cinematográfica, los vendedores de juguetes y las compañías de video-juegos. Lo que era un evento de inadaptados, obsesivos y soñadores diurnos de pronto se convirtió en la apoteosis del distanciamiento irónico y el lugar donde los hermosos y los triunfadores van a encontrarse con su público de las trincheras. En donde antes la mayor celebridad era un Jack Kirby o un Sergio Aragonés, ahora es habitual encontrar conferencias promocionales a cargo de Ryan Reynolds, Harrison Ford, Sylvester Stallone o Angelina Jolie, ya que es el público de las comic-cons el que valida (y paga las entradas) de las películas de superhéroes y ciencia-ficción, los dos géneros más rentables en el Hollywood de hoy.

Un par de entrevistados repite una frase que se ha hecho popular en los últimos tiempos: “The geeks have inherited the Earth” (los geeks han heredado la Tierra), paráfrasis de la premonición bíblica de que los mansos (meek, en inglés) heredarán la Tierra. Una afirmación difícil de discutir en tiempos en los que alguien como Mark Zuckerberg es percibido de la misma forma en la que antes se trataba a una estrella de rock o de Hollywood, pero que al mismo tiempo da cuenta de una inocencia perdida en los engranajes del consumo irreflexivo y cada vez menos identitario.

¿Son las comic-cons la celebración más brutal y ridícula del consumismo más infantil, fetichista y rudimentario o, por el contrario, son el mayor espacio de libertad individual frente a la lógica de adaptación social del consumismo, convirtiéndolo en algo innecesario y sólo validado por la pasión absoluta? Es difícil tener respuestas definitivas, y Spurlock ni siquiera se molesta en hacer las preguntas; su documental -en el cual hay humor autoobservativo pero nada de ironía- es básicamente una declaración de amor en la que no hay un distanciamiento crítico con respecto a esta cultura que poco a poco, a medida que es aceptada, se va volviendo más convencional. La visión de Spurlock es informativa pero tan parcial y metonímica como los documentales anticapitalistas de Michael Moore. Spurlock predica para los conversos y el espectador no interiorizado -ése que no considera la muerte de Gwen Stacey como un hecho cultural importante o que no puede diferenciar el uniforme de un stormtrooper motorizado de La guerra de las galaxias del de un soldado de a pie-. Tal vez no tenga más claro cuál es el atractivo de las comic-cons de lo que un simple aficionado al fútbol puede sacar sobre el concepto de “hincha” viendo Manyas, la película.

“Cuando una mujer te dice que tenés que madurar, es la forma que Dios tiene de decirte que te consigas otra mujer”, dice el veterano Rozanski en uno de los momentos más graciosos y orgullosos del documental, mientras le saca el cuero al actor Nicolas Cage por haber vendido su colección de cómics por pedido de su pareja. Hay otros momentos sensibles y que Spurlock trata con inesperado pudor, como la decepción dolorida de uno de los aspirantes a dibujante al no recibir ninguna respuesta realmente entusiasta con respecto a su trabajo, y es en esos momentos en los que “Comic-Con Episode IV: A Fan’s Hope” trasciende la visión pintoresca y rasca la superficie de cosas más importantes. Porque hay cosas que son comunes a cualquier base de intereses y -si uno no quiere colocarse en un muy cuestionable sitial de superioridad cultural- puede reconocer en estos personajes, aferrados a fantasías inmaduras, subestimados e incomprendidos, la belleza inconfundible y cada vez más rara de la auténtica pasión.