Año 1927. Primer plano de un hombre en impecable frac siendo torturado con ultrasonido por científicos rusos con auriculares en un laboratorio aséptico. Cuando es llevado al calabozo, tras haber resistido al sonido ensordecedor, un terrier lo rescata y el protagonista -ahora enmascarado-, a su vez, libera a su dama de otro calabozo. Los tres escapan, primero en un Bugatti y luego en aeroplano. The end. Las últimas escenas del film A Russian Affair, intercaladas con tomas de un teatro con orquesta y público y, detrás de bambalinas, con la presencia del actor de la pantalla y su crew que esperan nerviosos el aplauso final abren The Artist (2011).
Pese a un principio ampliamente déjà vu (pero estamos en un film exacerbada y abiertamente citacionista, que juega con los clichés), un desarrollo de una linealidad aterradora y un final dudoso, la película dirigida por el francés Michel Hazanavicius se ha vuelto el caso cinematográfico del momento, concretando además ese estatus con tres Globo de Oro, el premio del público en el Festival de Cine de San Sebastián, y diez nominaciones al Oscar (lo cual produjo, entre los candidatos favoritos de la Academia, un quiasmo curiosísimo: un francés construye The Artist como homenaje al cine mudo estadounidense y Martin Scorsese incluye en Hugo a Georges Méliès, homenajeando al cine mudo francés en general).
Tanto éxito -sólo parcialmente justificable por un aparato de propaganda imponente montado por Harvey Weinstein, considerado el “cerebro” tras el fenómeno de The Artist- se debe a que para contar su historia el film eligió utilizar las técnicas del mismo cine mudo, algo que corta con ciertos automatismos del público actual: publicitada como película silente (en realidad casi, si tenemos en cuenta el final), está filmada en estricto blanco y negro, con placas de intertítulos en lugar de diálogos, en formato 1.33, y con una banda sonora que recuerda a las que hasta los años 30 se tocaban en las salas.
El experimento es el resultado de un repertorio cinematográfico vasto que incluye, según una lista de influencias que el director elaboró para la prensa curiosa, las sofisticadas Underworld (1927), de Josef von Sternberg, The Unknown (1927), de Tod Browning, Sunrise: A Song of Two Humans (1927) y City Girl (1930) de FW Murnau, The Crowd (1928), de King Vidor y City Lights (1931), de Charles Chaplin, al tiempo que instala efectivamente en su trama -ampliando la cronología- claras referencias a Nace una estrella (1954), citas musicales de Vértigo (1958) y un remake del famoso montaje del desayuno de Citizen Kane (1941).
Si éste era el futuro...
Quizá uno de los secretos del éxito de The Artist se halle en la sencillez de su trama y recursos, lejanos de las megaproducciones pomposas y aturdidoras a las que estamos acostumbrados, con el agregado de un apretón al acelerador de los sentimientos. Se podría forjar un eslogan para resumirlo: homenaje y registro del pasaje del silente al sonoro transformado en trauma individual.
Sintetizando: un actor del mudo, Georges Valentin (Jean Dujardin, un actor popular en Francia por los dos films de parodias de espías OSS 117, también dirigidos por Hazanavicius), que en el pico de su carrera se niega al “reciclaje”, y una actriz joven, Peppy Miller (Bérénice Bejo), que se incorpora rápidamente al nuevo escenario, se “conocen” (boy meets girl); sigue la caída de él y la ascensión de ella, con el rescate final de él, gracias a ella, integrado en la floreciente industria de los musicales (en la última escena, ambientada en un set cinematográfico, Valentin baila con Peppy y asiente -sonoramente- al pedido de repetición del productor, interpretado por John Goodman). Un aire nostálgico y azucarado por esa “prehistoria” del cine (y lo que conlleva) sopla durante todo The Artist y disiente, se ha citado hasta el cansancio, con el llamado al olvido del silente de Singin’ in the Rain (1952) o la amarga e inteligente liberación de fantasmas de Sunset Boulevard (1950).
El homenaje a los viejos tiempos abre toda la paleta de recursos: la reconstrucción algo estereotipada del mudo (dudosa cuando se recurre a gags chaplinescos, se exagera la risa de él, las poses coquetas de ella o las reacciones en cadena del público; más lograda, por ejemplo, en la escena de la “repetición de escena” entre los protagonistas); la inserción de citas auténticas (en una de las últimas secuencias el actor ya arruinado mira, como si fuera suya, una retocada versión de The Mark of Zorro, de1920, interpretada por Douglas Fairbanks, un poco como se había visto en Forrest Gump y, más recientemente, en Vincere, de Marco Bellocchio, que utiliza material auténtico de Mussolini en el tejido del film, proponiendo un encuentro rarificado entre ficción e historia) y la reapropiación directa de la gramática cinematográfica muda, de los modos de su funcionamiento (el uso del “clima” silente es algo que hace, frecuentemente, el director canadiense Guy Maddin y que activó en clave siglo XXI, notablemente, Pablo Stoll, cuatro años atrás en la uruguaya Hiroshima).
Una de las mejores apropiaciones de la sintaxis “silente” es una escena de pesadilla. El protagonista se ve inmerso en un mundo donde todo tiene sonido (los objetos, las coristas en los estudios y hasta su terrier) menos su voz: su mudez cinematográfica se convirtió, en ese sueño, en mudez “real”. Es una escena que cambia las reglas del film (el espectador escucha por primera vez efectos sonoros) y propone una recurrencia con variaciones (muy propias del mudo): Georges Valentin aterrado por los desajustes entre silente y sonoro es duplicación de su personaje torturado por ultrasonido del principio. El interés de la secuencia, además, reside en que se presenta, freudianamente, como elaboración de restos diurnos: precede sintomáticamente la proyección en los estudios de las primeras experimentaciones con el sonoro fijadas, extrañamente, el 12 de mayo de 1929, y da paso al intertítulo “¡Si ése es el futuro, puedes quedártelo!” que el actor pronuncia desafiante. Valentin, aunque parezca risible, no estaba solo: “Gris y blanco, blanco y gris, gris y blanco. Y de repente, gangoso como un borracho, el sonoro y parlante, diciendo esas gansadas que sólo a los americanos del norte les está permitido decir a todos los vientos en la vida”, dijo, en una conferencia de 1930 en el Cine Club de Montevideo, el vanguardista Alfredo Mario Ferreiro.
El sonido y la crisis
La datación abre una grieta diegética bastante significativa y lo que es uno de los hallazgos narrativos de El artista (aunque hay otros) introduce uno de sus límites. El 12 de mayo de 1929 preanuncia el proyecto bizarro de conjugar, sólo algunas escenas después, la micro y la macro historia: el estreno (y fracaso) del último film mudo del actor (paralelo, para completar el cuadro, a la exitosísima película hablada de la nueva estrella femenina) se hace coincidir aquí con el día de la caída de Wall Street, el 24 de octubre de 1929. Un antes y un después; una línea limpia que unifica el fin de dos eras. Colocar el pasaje del silente al sonoro en el icónico 1929, además de alterar fuertemente lo que pasó, supone confirmar divisiones de manual entre la historia del mudo y del sonoro.
La furia por la coincidencia emblemática (es fácil recordar que con la bolsa cayó el silencio) simplifica, en realidad, una mutación compleja y progresiva, borra la sucesión de ensayos para la coordinación entre imágenes en movimiento y sonido que comparte la cronología, codo a codo, con los inicios del cine mismo. De finales del siglo XIX son los primeros experimentos de sincronización fonográfica: a los de Edison en 1891, le siguieron los de Lumière en 1896, las patentes de Bretón, Dussaud y Jubert en 1897, cuando el microfonógrafo se combinaba con el cinematógrafo para la reproducción de escenas breves. Desde principios de siglo proliferaron en el mundo las patentes de aparatos que daban sonido más o menos imperfecto a las sombras proyectadas (los primitivos cinemacrofonógrafo, quinetófono, sincronoscopio, cronófono, etcétera) y, más aun, el público pudo ver desde temprano exhibiciones con tecnologías que oscilaban entre el sound-on-disc (grabación de los sonidos de la película en discos fonográficos, como el de Dream Street, de 1921, de D W Griffith) y el sound-on-film (sonido óptico grabado en la película misma, actual método de sonorización, como Concha Piquer, de 1923, rodada por Lee De Forest -y redescubierto en 2010 en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos- o Love's Old Sweet Song, de 1924, de J. Searle Dawley, siempre con la tecnología de De Forest).
Pero si todo esto puede considerarse prolegómenos -aunque la familiaridad de cierto público con estos experimentos hace tambalear la escena entre desafiante y sorprendida del profesional Valentin ubicada en ese 12 de mayo de 1929- y puede también admitirse que la película plantea un universo apócrifo en el que las referencias al cine son oblicuas y no se mezclan (a no ser filtradas) con la historia del cine “real”, interesa que en semejante homenaje se retrasen tanto las fechas simbólicas “oficiales” del cambio estructural de Hollywood, cómodamente instaladas en el imaginario colectivo. A saber, el mojón del Don Juan (1926), de Alan Crosland en el camino hacia la sonorización completa por su música y efectos sonoros sincronizados -aunque The Better 'Ole (1926), de Charles Reisner, y Amanecer (1927), de FW Murnau, también ofrecieran efectos similares-, y sobre todo The Jazz Singer (1927), de Crosland, el part-talkie y parte sólo musical (de sistema Vitaphone), cuyo éxito decidió efectivamente a la industria a invertir en los “rumores y diálogos” y determinó que para 1930 casi todos los cines de Estados Unidos (y cuatro años más tarde los montevideanos) estuvieran cableados para sonido.
Esta especie de error histórico, o forzamiento, parece orientado por proyectar, sobre el artista avasallado y aquel año maldito, al entristecido público de hoy y la crisis actual dejándolo así gozar de imágenes fantásticas (auspiciadas, parecería, por la más famosa marca de refrescos, cuyo nombre figura nítidamente en el film) y del rescate final del protagonista, a través de la aceptación de las “nuevas tecnologías”. Hollywood (el director es francés, pero la película es producida por estadounidenses y de hecho participa en el Oscar como norteamericana), aunque fugazmente silencioso, parece triunfar y los espectadores comprar, satisfechos, cada uno de sus sueños.