Para los menores de 40 años tal vez su figura esté algo difuminada por el tiempo, pero Margaret Thatcher fue hace unos veinte años una de las figuras dominantes de la política internacional, y una de las personas más odiadas dentro y fuera de su país. El arte británico reaccionó contra ella con una energía y furia mayor que la que sufrieron personajes tan negativos como Richard Nixon o Ronald Reagan. Pink Floyd escribió un disco -The Final Cut (1983) que podía considerarse esencialmente como una gran acusación sobre el rol de la primera ministra durante la Guerra de las Malvinas. Elvis Costello cantó sobre su deseo de que se muriera y de poder apisonar la tierra encima de su tumba, aclarando además, "Cuando Inglaterra era la puta del mundo / Margaret era su madam" ("Tramp the Dirt Down"). Los Hefner aventuraron "vamos a reirnos el día que Thatcher muera / aunque sabemos que no está bien / vamos a bailar y a cantar toda la noche" ("We Will Laugh the Day that Thatcher Dies"). Morrissey suspiró, "anoche tuve un sueño maravilloso / Margaret en la guillotina" ("Margaret on the Guillotine"). Paul Weller formó un colectivo de artistas -Red Wedge- tan sólo para operar en su contra. Y estamos hablando de músicos que no se caracterizan por su militancia política, ni hablemos de las opiniones que le dedicaron personajes como Billy Bragg, la banda punk Crass o el tercamente comunista Robert Wyatt. Pero se sabe que los cantantes son unos quejosos, ¿quién fue realmente Margaret Thatcher?

La historia de Margaret Thatcher tiene muchas aristas de gran interés precautorio para un espectador uruguayo: a pesar de haber sido electa tres veces como primera ministra, la Thatcher fue una política terca, insensible y en muchos aspectos mediocre, cuyo éxito definitivo se debió mucho más a los errores de sus adversarios que a sus propias virtudes. Tal vez más que nadie en la segunda mitad del Siglo XX, Margaret Thatcher encarnó a la perfección las ideas de la derecha democrática, introduciendo con pasión -como si fuera una heroína de una novela de Ayn Rand- una lógica de individualismo despiadado en el que cada enfrentamiento con un gremio se correspondía con una modificación impositiva regresiva, cada presión diplomática hacia un país tercermundista con un apoyo a aliados tan impresentables como el gobierno del apartheid sudafricano o Augusto Pinochet, cada conscripto argentino ahogado en el Atlántico Sur con un militante del IRA dejado morir de inanición. Su desmantelamiento del Estado de bienestar británico -calificado por el historiador marxista británico Eric Hobsbawm como uno de los sistemas políticos más justos y equitativos del Siglo XX- fue total y sólo parcialmente beneficioso en términos económicos para algunas minorías durante su tercer mandato, alcanzando durante una década las peores cifras de desocupación que Inglaterra conociera.

Pero a pesar de sus incapacidades, su visión dogmática y autoritaria y el rechazo visceral que despertó en la prácticamente totalidad de la clase intelectual, nadie fue primer ministro más tiempo -incluyendo al mismísimo Winston Churchill- durante el siglo pasado que Thatcher, lo que se debió fundamentalmente a la inapreciable ayuda que le prestaron sus enemigos, principalmente un trío variopinto formado por los sindicatos públicos, el IRA y la Junta Militar argentina. Los primeros se lanzaron (en lo que se conoció como “el invierno del descontento”, 1978-79) a una serie de conflictos irrazonables contra el gobierno laborista previo al de Thatcher, provocando una fuerte aversión en el resto de la población, que decidió apoyar a los conservadores y a las medidas represivas que la Dama de Hierro proponía contra ellos (y que le permitieron más tarde aniquilar con crueldad inaudita toda la fuerza operativa de los sindicatos ingleses, fuerza que ni aún hoy en día han recuperado); los segundos realizaron una serie de atentados causando numerosas bajas entre la población civil inglesa y generando una reacción de odio contra las milicias irlandesas que Thatcher también aprovechó a su favor, presentándose como la opción intransigente, de mano fuerte y militar contra los insurgentes; y los últimos no tuvieron mejor idea que invadir las Malvinas, dándole a la primera ministra una oportunidad única de explotar el nacionalismo belicista que yacía adormecido desde la Segunda Guerra Mundial. En cierta forma la carrera de Thatcher es absolutamente ejemplar en relación a la capacidad de la derecha de aprovechar los miedos de la clase media, incluso para operar en su contra. Pero ésa fue la Thatcher de hierro, miedo e historia, veamos la de celuloide.

Imitación de la vida

No es casualidad que la primera película de la directora Phyllida Lloyd (Mamma Mia!, 2008, también protagonizada por Streep) haya sido un musical; toda esta biopic está planteada en términos visuales de musical, con grandes salones en los que la Thatcher no sólo ocasionalmente baila, sino en los que todos los presentes están dispuestos en grupos coreográficos, que se mueven en forma conjunta (formando grupos masculinos que orbitan a la figura central). El énfasis en los cambios de vestuario y peinado también parece salido de una comedia musical, así como los planos cenitales que revelan la disposición simétrica de los presentes en una sala o los contrapicados que denotan asombro y pequeñez ante la imponencia de las salas del poder político. Un lenguaje bastante efectista y tosco, que termina, más que nada, tiñendo de irrealidad a lo que se supone es un retrato histórico. Por otra parte el basarse en imágenes emotivas, en el montaje fragmentario y los titulares a la hora de referirse a hechos históricos, le permite a la película torcer bastante los datos, sugiriendo por ejemplo un rol de la Thatcher en la caída del comunismo mucho mayor del que en realidad tuvo.

La actuación de Streep posiblemente le haga acreedora de un nuevo Oscar y parece diseñada para ello. Más allá del excelente trabajo de maquillaje que le permite envejecer decenas de años de una escena a la otra, la directora deja espacio libre para que Streep haga uso de todo su arsenal histriónico, incluyendo numerosos primeros planos pensados exclusivamente para que la actriz transmita profundos cambios de ánimo apelando a sus expresiones faciales. Pero el despliegue de sus habilidades consigue lo opuesto del efecto ideal de una actuación (a no ser que se siga la escuela deliberadamente anti naturalista de Mike Leigh): uno no puede olvidarse de que se trata de una actuación, de una “gran” actuación, y jamás vemos a Margaret Thatcher. Vemos a Meryl Streep cambiando de acento y proyección de voz con virtuosismo, alterando conscientemente cada rictus de su rostro, cuidando en detalle su imitación del lenguaje corporal de la primera ministra, ganando un Oscar, pero sin dejar nunca de ser la actriz Meryl Streep.

En realidad Thatcher no importa mucho en esta película, que se plantea más que nada como un relato de ascenso femenino en la adversidad. Pero como relato feminista La dama de hierro deja mucho que desear; no sólo la primera ministra fue absolutamente nula en relación a los derechos de las demás mujeres y a la inclusión de su género en la política inglesa, sino que los preceptos que maneja la película -estableciendo la renuncia a la vida doméstica y subordinada prácticamente como el sacrificio por excelencia que puede hacer una mujer- demuestran una escala de valores de pura cepa patriarcal. La película insiste a posteriori con las enormes penurias y la titánica lucha que tuvo que pasar la Thatcher para llegar hasta donde llegó, pero en la práctica no puede ilustrar mucho más que con el hecho de que de joven atendiera el almacén de su padre (y que las muchachas de clase más alta la miraran en forma condescendiente) y ciertas incomodidades producidas por ser la única mujer en el ámbito parlamentario británico. El resto es simplemente la historia de una mujer que, como virtud por lo menos relativa, siempre fue admirada por ser aún más despiadada e intransigente que los hombres que la presidieron.

La dama de hierro consiguió un extraño efecto entre la crítica de Inglaterra, ya que molestó tanto a sus admiradores como a sus detractores. Los primeros se ofendieron por el énfasis puesto en su actual estado senil (algo que no hay que ser seguidor de la Thatcher para sentirse irritado) y los segundos por el carácter de “triunfo humano contra la adversidad” que impregna el filme, dejando de lado las trágicas consecuencias humanas de sus tres gobiernos. Es más fácil comprender a los segundos, ya que aunque el retrato de Thatcher no esquiva algunas de sus aristas más oscuras, en la práctica la película tiene todas las características épicas de lucha, triunfo y sacrificio que parecen ser obligatorias para cualquier biografía hollywoodense de un personaje histórico notorio, con la posible excepción de Adolf Hitler. Y la conclusión meditabunda que la película machaca durante interminables minutos es la de “hasta los más poderosos terminan débiles, más o menos solitarios y seniles al final de sus días”. Sí, es cierto: el resto de los no poderosos también, incluso algunos incluso se vuelven locos antes que viejos. La mujer inglesa más poderosa del Siglo XX, la que despedazó a la clase trabajadora británica, ahora está viejita y con problemas para saber en qué año vivimos. ¿A quién le importa? No es eso lo que nos hizo odiarla con tanto fervor y no es eso lo que va a hacer que dejemos de hacerlo. Esto es un baile, aquello fue tragedia.