Si estuviera vivo habría cumplido en estos días 100 años, pero es mejor empezar con su muerte. Ocurrió el 11 de agosto de 1956, en una carretera de Springs, en el condado de Suffolk, cerca de los ultrachic Hamptons y de donde vivía: destrozó su Oldsmobile -ícono de los autos norteamericanos de la época- contra una hilera de árboles que flanqueaba la vía y falleció una vez que fue extraído de los restos metálicos. Como justamente subraya en un estimulante ensayo Estrella de Diego, fue un fin muy parecido al de otra figura de culto del entretenimiento yanqui del período, James Dean, acaecida pocas semanas antes. Muertes “modernas” y mediáticamente apetecibles: velocidad, motores, estro, juventud (relativa en el caso de Jackson, de 44 años, absoluta para Jimmy, de 24), sello perfecto de vidas “simbólicamente” exorbitantes, en plena campaña “propagandista” de la American way of life, amenazada por el gigante soviético.

Pollock, por otra parte, nunca se alineó totalmente con el frente de artistas que abrazó la causa del Congreso por la Libertad de la Cultura (la lucha que la CIA condujo en el campo cultural para eliminar cualquier partícula socialista y comunista del tejido de la nación); sin embargo, se benefició considerablemente de ella, gracias a los apoyos económicos que el grupo de los expresionistas abstractos (principalmente Mark Rothko y Willem De Kooning) recibía regularmente de la institución gubernamental y del mismo Rockfeller, que llegó a comprar más de 2.000 piezas de los varios artistas del grupo. Paradójicamente, las figuras que más influyeron en el arte de Pollock fueron todas, por lo menos episódicamente, de matriz marxista.

Los amigos socialistas

Nacido en Wyoming y criado por los vecinos de casa de los padres naturales, que habían muerto prematuramente, Pollock transcurrió su niñez y adolescencia en la costa oeste estadounidense, entre Arizona y California -experimentó de primera mano la cultura de los indios navajos-, pero empezó a interesarse por la pintura sólo después de su llegada a Nueva York, a los 18 años. Allí, junto con su hermano Charles (seguidor de los muralistas mexicanos y luego también expresionista abstracto, pero todo sensatez y medida), estudió con Thomas Hart Benton, al principio de su carrera simpatizante socialista y luego figura lejana a cualquier compromiso directo.

Esencialmente pintor antimodernista que cultivó un estilo, el regionalismo, impregnado de escenas cotidianas de las más sensibleras, románticas y empalagosas, Benton le sirvió al imberbe pintor sobre todo como antimodelo. Salido de la Art Students League of New York, Pollock se involucró -estamos todavía cerca de la crisis del 29- en el ala “decorativista” del New Deal rooseveltiano, el Federal Art Project: decenas de artistas llamados a ornamentar edificios públicos, crear afiches y murales. Es justamente en ese crisol que se topó con Diego Rivera, Gabriel Orozco y sobre todo con un ferviente estalinista, David Alfaro Siqueiros: en su taller manejó técnicas (aerógrafo) y materiales (pinturas industriales) nuevos, pero también una libertad total que volvió suya y que -según palabras del “venerado” curador Robert Storr- la historia del arte norteamericana niega que haya surgido de su encuentro con el mexicano.

Otra estudiosa, Irene Herner, sostiene desde hace un tiempo que los mismos procedimientos que lo volvieron famoso, el dripping, el all-over, provienen directamente de ideas y acciones desarrolladas en el taller de Siqueiros: ahí aparentemente los alumnos solían usar todo el cuerpo para pintar y vertían, perpendicularmente a la tela, los colores, de forma “casual”; consideraban el azar un must del proceso pictórico. Un vistazo a obras del mexicano como Suicidio colectivo o Cosmos y desastre, de mediados de los 30, confirman que algo del muralista absorbió el joven Pollock.

También a Siqueiros se debe la aproximación de Pollock al psicoanálisis (y sus derivados estéticos, automatismo y surrealismo) que encarnó en largos períodos de visitas a diferentes analistas para superar el problema del abuso de alcohol y de la acongojada relación con las mujeres, sobre todo su esposa Lee Krasner, otra sobresaliente expresionista abstracta y notoria trotskista. Ese lado oscuro de Pollock sirvió a la propaganda norteamericana, en sentido antisoviético: el solitario atormentado, embebido del propio yo, violentamente individualista, con toques misóginos era un modelo de contraste perfecto con la retórica altruista y “limpia” del realismo socialista, cuyas piezas dejaban además márgenes enormes de interpretación al espectador, que en los cúmulos furiosos de pigmentos de sus cuadros podía leer sus mismas frustraciones (por ejemplo, el terror a la guerra atómica, citado a menudo por el mismo Pollock) y 1.000 otras cosas, sin sentirse apretado por la claridad de las “fábulas” rusas, por ejemplo, los estatuarios Lenin o los acontecimientos bolcheviques, como en los mejores Isaak Brodski y Alexander Dejneka.

Corporal y frenético

Empero, la fuerza del gesto pollockiano logra superar la simple “manifestación redonda” de arte capitalista -promovida por la CIA, con empuje “conquistador”, a través de masivas exposiciones colectivas en los grandes centros de la vieja Europa, pícaro twist del enredo burlador-burlado, acá en clave “colonialista-colonizado”- gracias, entre otras cosas, a una verdadera revolución técnica. Además de sus novedosos y caprichosos chorros y goteos, Pollock pasa por ser el primer artista que sistemáticamente pinta la tela desde arriba, a veces caminando encima de ella; asimismo, no usa sólo pinceles, sino otros elementos (por ejemplo, palitos de madera) que carga de acrílico y deja lagrimear. En lugar de ponerse frente al caballete o debajo de la superficie preparada (como en el caso de los frescos en bóvedas y techos) el artista, luego de siglos de relativa “distancia” entre hacedor y obra, entra literalmente en el lienzo, pisándolo y recorriéndolo a los costados, mientras lo (y “se”) hace.

Igualmente, la originalidad de este procedimiento ha sido cuestionada: la “invención” del drip painting se debería a Janet Sobel, una autodidacta de origen ucraniano que Peggy Guggenheim incluyó en una colectiva “femenina” de 1945 y que el mismo Pollock, junto con el crítico-vate Clement Greenberg, admiraron, como atestigua este último: sin embargo, la versión patriarcal de la historia ganó y la contraparte femenina del “genio” del expresionismo abstracto, quedó olvidada (aunque a principios de los 2000 un par de muestras neoyorquinas revaloraron la posición histórica de la naïf Sobel). Fue la misma Guggenheim, por otra parte, quien decretó la fortuna de Pollock -tras cierta resistencia y luego del consejo de Piet Mondrian- organizándole varias muestras y comisionándole el célebre Mural de 1943.

El alcance simbólico del procedimiento del action painting fue explosivo: la potente fisicidad de la caminata del artista en la tela y del pincel u otro objeto (fálico) que larga sus jugos trazando un desdibujo a la vez rabioso y armónico, eyaculando sensaciones en chijetes, la fusión energizante entre productor y producto, se revelaron a la vez como una formula mágica de creación y una “imagen” increíblemente seductora para los medios de comunicación. Con Pollock la santificación laica del artista maldito, corporal y frenético entra prepotentemente en el reino de la sociedad del espectáculo ya antes de su muerte precoz: para el enterteinment culto era como poder filmar y fotografiar a Van Gogh.

En este sentido, la consagración pasa por tres fases: en agosto de 1949 Life Magazine -cuyo dueño era Henry Luce, figura clave de la ultraderecha republicana, empeñado en una férrea lucha contra el comunismo- le dedica cuatro páginas preguntándose (ampulosamente): “¿Es el más grande artista americano viviente?”; luego, se difunde una serie de fotos “heroicas” en blanco y negro de Hans Namuth, sacadas en 1950 en el estudio/hogar del pintor (ahora abierto como museo), mientras produce un cuadro de grandes dimensiones; en 1951, ocurre lo propio con los fotogramas del documental sobre el artista, filmado mientras trabaja, por Paul Falkenberg y el mismo Namuth.

Aunque en los últimos años de actividad su producción había tomado nuevos rasgos, generando algunas sospechas por parte del mismo Greenberg -que con su culto a la pintura pura lo había apoyado con vehemencia desde el principio-, su fama nunca llegó a ofuscarse y parece haberse renovado en la última docena de años: en 2000 el actor Ed Harris, algo obsesionado con la figura del artista, produjo, dirigió e interpretó una película biográfica (bastante claudicante) sobre Pollock que recogió un oscar (mejor actriz), mientras que en 2003 Miltos Manetas abrió un sitio, jacksonpollock.org, que ha ganado varios premios y que permitiría a todos crearse el Pollock propio, “chorreando” con el mouse a través del PC o con el dedo en su versión Iphone y Ipad: jueguito patético, expresión de la liofilización de la experiencia en su forma más trivial.

Finalmente, la actualidad y vigencia de la obra pollockiana se concreta en forma pecuniaria: la pieza más cara de la historia del arte de todos los tiempos es su cuadro No. 5, de 1948, vendido por Sotheby’s en 2006 por 140 millones de dólares. Es cierto que cualquier tela grande de Pollock, sobre todo o quizá exclusivamente admirada en vivo, es un laberinto sensorial e intelectual urticante y difícil de olvidar, pero parece ser su inextricable conexión al Capital su más íntimo secreto.