Desde hace por lo menos seis siglos, movimientos comerciales y artistas han cruzado sus caminos: ya en la parte final del medioevo, y más aún en el Renacimiento, la Iglesia encontró en el protoburgués un rival en cuestiones de mecenazgos. Un lindo cuadro, una buena escultura, eran medios de prestigio que disparaban la cotización social de sus comisionarios, algo sin duda bastante banal y hasta execrable y que sin embargo ha llenado los museos de medio mundo de obras más o menos maestras. La cuestión, por supuesto, se ha complicado considerablemente ya que hoy dependemos de la alta finanza -esa masa informe plasmada, según conveniencia propia, por una oligarquía transnacional- con su hermetismo artificial, su “mística”.

Síntoma de dicha distancia entre las vueltas virtuales de trillones de dólares y la gente es la adopción generalizada de un neo idioma anglófilo que se torna popular, aunque no entendido, hecho de trust funds, default, cashflows, derivatives, mib, nasdaq, etcétera, que llena diarios, noticieros y cabezas y que ha invadido también a la jerga de los opositores más o menos indignados (la definición es un poco molesta, ¿se debía realmente esperar que todo se fuese al carajo para indignarse?): austerity, occupy, la nuevas palabras de orden en España, Italia y otros países.

En este escenario híper capitalista a la deriva, el arte también se vuelve fuente de mera especulación y vale, como está en mano de empresarios, bancarios y jugadores de bolsa, tanto como una stock action o un hedge fund, ya definitivamente despegado de cualquier valor críticamente basado en su contenido e historia, pero inflado según el valor financiero (momentáneo) del autor. Por supuesto que ya en el siglo XX los coleccionistas seleccionaban no sólo guiados por sus gustos, sino también por el valor monetario adjunto, pero ahora, en el mercado de las obras millonarias, sólo sobreviven mínimos intereses culturales atrás de las compras.

La elite y la ultra elite

El paisaje en este principio de 2012, de todas formas, es poco claro. A fines de diciembre del año pasado Il Corriere della Sera salía con una nota sobre el tema donde se proclamaba definitivamente rota la “burbuja del arte”: en 2008, cuando estalló la depresión económica de los países “ricos”, el mercado del arte (que se mide sobre todo en los resultados de los grandes remates, Christie’s y Sotheby’s a la cabeza, pero también por las ventas en las ferias más importantes como Basilea) se hundió de forma terrible, bajando un 58% en pocos meses. Aunque ya a partir de 2009 se habían notado mejorías sustanciales, según Pierluigi Panza, autor del artículo, varios eventos recientes revelarían un descenso preocupante: el 1º de noviembre de 2011 Christie’s no pudo vender una célebre escultura -Bailarina de 14 años- de Degas, evaluada entre 25 y 35 millones de dólares (sin embargo, la subasta determinó un nuevo récord para Max Ernst, cuyo Espejo robado fue adquirido por un comprador europeo anónimo por 16,3 millones); el mismo mes ambas Christie’s y Sotheby’s totalizaron un 40% de no vendido en los remates neoyorquinos; finalmente, aunque la bajada general del mercado no parece tan “desesperante” como la de hace 4 años, rozaría de todas formas el 21%, algo significativo.

Empero cambia la fuente, cambia el paisaje: The Art Newspaper, el diciembre pasado, salía con otra nota, esta vez in bono, firmada por Olav Velthuis, con un título cristalino: “¿Qué crisis? Los súper ricos todavía compran”. Abría subrayando que Sotheby’s en su remate del 9 de noviembre había recolectado 17% más sobre el estimativo más alto, volviendo, en apariencia, a los tiempos dorados pre crisis. La explicación residiría en que los billonarios en el mundo -que según la revista Forbes y contra el sentido común (por lo menos aquél manipulado por los medios) crecieron en 200 unidades, pasando de 1.000 a 1.200, en un solo año, el “maligno” 2011- gastan bastante en arte, ya que suele ser, si bien hecha cautelosamente, una inversión más segura con respecto a acciones y similares. Globalmente entonces, la elite ya no tiene nada que ver, las maniobras las hace la ultra elite.

El punto sobre el que las dos notas coinciden es la emergencia, virulenta, en los mercados más pujantes, de coleccionistas del BRIC, o sea los “países emergentes”, Brasil, Rusia, India y China. Los describen como endiabladamente agresivos -por ejemplo, recientemente arrasaron con todos los Gerhard Richter disponibles en Nueva York- y se mantienen, por lo general, anónimos (tremenda excepción, entre equipos de fútbol y novias vistosas, es el mediático Roman Abramovich), tanto que entre los primeros 30 coleccionistas más importantes del mundo, de la famosa lista de 200 que ARTnews publica anualmente, sólo el turco Halit Cingillioglu, el jeque Saud bin Mohammad bin Ali al-Thani del Qatar y el mismo Abramovich no son europeos o norteamericanos.

Pero los “otros” existen y tienen un peso; los más sistemáticos serían los chinos -que tienen planeada, entre otras cosas, la apertura de 1.000 museos en el inmediato futuro- y se nota, como en otros ámbitos, un cierto nerviosismo occidental, porque, a fin de cuentas, China es el segundo mercado mundial en cuanto a arte (es más, según algunos analistas ya pasó a ser el primero).

¿Pero, qué compran, veteranos y nuevos ricos, euronorteamericanos y BRICanos? Llama la atención el avasallante interés común por el arte contemporáneo (vale decir, entre 1950 y hoy), que ha superado al arte “clásico” desde hace un tiempo: por ejemplo, Renacimiento e impresionistas, una vez estrellas de las subastas, parecen encaminadas hacia el crepúsculo. Se trata, siempre según ARTnews de trophy art (arte trofeo), pintores o escultores reconocidos que pueden ostentar el “factor reconocibilidad”, tanto como piezas clave de la historia del arte que como alférez de estabilidad en las cotizaciones. A los usuales Warhol, Bacon, Rothko, Freud, Giacometti, se suma un puñado de “vivientes”: Richter, Murakami, Polke, mientras Hirst ya parece en caída libre. Una posible explicación para la fijación sobre el contemporáneo, además, sería leerla como parte de la “nostalgia del presente”, falta de perspectiva histórica, que aflora doquiera y pasaría, en este caso, de la cultura de masa al highbrow: sólo una hipótesis.

Finalmente, en este panorama borroso y hasta contradictorio, América Latina se encuentra -desde la visual comercial- en una posición saludable: es el interés principal de varios coleccionistas de primer plano y los mismos chinos se están acercando a él cada vez más; la última edición de la hermana de Basilea, Art Basel Miami, ha registrado profusas compras por parte de sudamericanos, sobre todo brasileños, colombianos y peruanos. El New York Times en octubre ha destacado el enorme interés del artworld -vale decir críticos, galerías, museos, coleccionistas estadounidenses (¡es el NY Times, después de todo!)- para el arte pasado y presente de nuestro subcontinente. Suerte y maldición, Uruguay, en los análisis, por lo general, no emerge. Sin embargo, la “euforia” económica (y no sólo) que parecería vivir el país tal vez lo empujará al gran salto de la internacionalización (como “objeto”, obviamente, porque tenemos muchos artistas, pero ningún billonario): si para bien o para mal, habrá que verlo.