Los conciertos llevados a pantalla no son cosa demasiado nueva ni siquiera para nuestros cines, donde variadas generaciones deben recordar acudir a salas para ver Woodstock (Michael Wadleigh, 1970) o The song remains the same (Peter Clifton, Joe Massot, 1976) como un acto iniciático fundamental, casi un ejercicio de afirmación ideológica que iba mucho más allá de lo que sucedía en la pantalla. A la lista se puede agregar otras bandas y músicos, como Pink Floyd o Michael Jackson, pero lo que tienen en común es que se trata de un evento, algo que suele ser un poco más que ir al cine, un interregno entre el verdadero show y la presencia de espectador.
Por esta razón, había que pensar qué era lo nuevo que podía proponer, al menos técnica y conceptualmente un concierto de The Chemical Brothers, una banda que, si bien fue una de las marcas de ola de los 90, tampoco llegó en Uruguay al impacto de la vida cotidiana de las anteriormente mencionadas. La respuesta podría estar en los aspectos técnicos, con un sonido Dolby 7.1 que prometía volarle la cabeza al público que asistiera a la sala, cuando no un aprovechamiento de la calidad de imagen y efectos especiales -llama la atención cómo este show llevado al cine se salvó del actual (y bastante molesto) fetiche de presentarse en formato 3D. El cine, con un régimen de descargas que posiblemente no cese -independientemente de a cuántos gordos como Kim Dotcom se encarcele-, debe proponer nuevas formas de ser espectador que rivalicen con la ventaja de ahorrarse una entrada y poder verlo en HD en la comodidad del living de la casa.
MDMA
Saliendo del tema propiamente cinematográfico y centrándonos en la performance en sí, The Chemical Brothers, como lo indica el nombre, ha sido para el consumo recreativo de drogas de los 90 lo que The Doors para las drogas de los 60 y 70. Más allá de que por los 90 y bastante antes el rave británico rebosaba de una escena predominantemente drogona (que incluía como centros de operaciones las acid house parties y los toques de la Factory Records en el club The Haçienda), el dúo de Manchester fue posiblemente uno de los mascarones de proa del movimiento, no tanto por la cultura que abrazaba -que, una vez más, no era algo demasiado novedoso- sino por acoplarse a un proyecto audiovisual arrollador que concentraba en su videografía varios de los mejores y más citados videoclips de esa década (cabe recordar a Sofia Coppola haciendo de gimnasta artística en Electrobank, el mundo de duplicados y escenografías empotrables de Let Forever Be, o los esqueletos ravers de Hey Boy Hey Girl). Si Yellow Submarine definió la cultura (mainstream) de ácido de los 60, los videoclips de The Chemical Brothers diseñaron la imaginería base de los 90 y del éxtasis. Si a esto le sumamos sus conciertos de alta factura, el despliegue del famoso Fuji Festival, en Japón, y el director británico Adam Smith (muy adepto a cierto estilo de filmación recurrente en planos cercanos y estética ágil y trepidante), un producto cinematográfico como Don’t Think resulta completamente razonable.
Tres religiones
Un problema de escribir sobre un show como el representado en Don’t Think es que uno siempre siente que se está perdiendo algo a la hora de contarlo (como explicarle una pintura a un ciego). El show empieza con un enfoque casi, por así decirlo, minimalista -un término cuyo uso resulta paradójico para hacer referencia a un evento como el Fuji Festival-, concentrándose en unas pequeñas bolas luminosas que de a poco comienzan a corporizar de manera exacta y bastante compleja los beats del dúo de Manchester. Pero luego de ese juego tan insigne de in crescendo y eventual explosión -algo de lo que se podría decir que Rowland y Simons hicieron (ab)uso a lo largo de su carrera-, la pirotecnia visual se enciende y se nos enfrenta con insectos proyectados más allá del escenario, pastillas voladoras y payasos malévolos.
Más interesante que señalar lo que aparece en escena sería pensar en la forma de presentarlo y en la relación que tiene esto con el perfil de la banda. Las comparaciones son odiosas, pero al analizar en conjunto las presentaciones en vivo de The Chemical Brothers y las de los franceses Daft Punk y Justice (tres bandas que se caracterizan por no estar tan endogámicamente metidas en el mundo de la electrónica, ya que extienden un montón de ventosas al rock y el pop), uno puede ir extrayendo otro tipo de conclusiones más allá del “pah, loco, te vuela la cabeza!”.
Tres dúos, cada uno de ellos con una relación particular con lo que es su presencia escénica en tanto personas de carne y hueso y a la imagen que se despliega detrás de ellos. Es así que, además de la conformación de dúo, hay una duplicidad entre foreground y background, performer y suplemento visual. Sin embargo, en referencia a sus shows, también podemos notar algo que une y diferencia a las tres bandas, vinculado a cierta experiencia de rito religioso que envuelve a sus mismos shows.
Justice, con su insigne cruz de luces, es algo así como la versión monoteísta de este tipo de shows en vivo. Ellos están por delante de la cruz, sufren, disfrutan y se entregan al público -y lo documentan, casi como si cumpliesen con los mandatos divinos-, son ídolos bastante cristianos. Ante esa presencia omnipotente de la cruz y la pasión del intérprete, The Chemical Brothers vendrían a ser ídolos paganos o profetas de un éxtasis religioso panteísta. Así, no hay una metáfora clave, un dios específico al que todo se remita, sino que todo lo que se presenta, en torrente disuelto, es parte y todo de lo mismo, sin que se establezcan diferenciaciones. Todo es divino, todo gatilla el cuelgue alucinógeno, todo se presenta de una manera más o menos desordenada, de primera, directo a la cabeza, sin intentar regular los tiempos.
Daft Punk, por el contrario, hace una deconstrucción de esta iconografía religiosa y la reduce al mínimo. En sus shows en vivo suele concentrar toda su imaginería a un mero objeto que se va permitiendo ver de a retazos hasta que aparece en todo su esplendor como mera figura geométrica, una ecuación pura, reducida a un par de aristas iluminadas (en el ya famoso concierto que hicieron en Buenos Aires, la escenografía se limitaba a una gigantesca e impactante pirámide que iba cambiando con las luces). Quizá, en este sentido, Daft Punk es posreligión, es el evento catártico de la electrónica reducido a sus estados puros, la mitología devenida geometría.
Lejano Oriente
Señalando esto último, por momentos parecería, más allá de lo impactante de las imágenes (entre ellas, el caballo poligonal está en uno de esos momentos altos, en el que se genera un espectáculo tan impresionante como abrumador), que la imaginería desplegada en Don’t Think es la más irregular, por hacer con todo una especie de guiso pirotécnico de referencias típicas a las drogas psicoactivas (incluso las sombras bailarinas ya se ven como demasiado conocidas, como salidas de un aviso de I-Pod).
Sin embargo, uno de los puntos más interesantes del documental es que Adam Smith alterna la filmación del escenario con registros del público. A veces, al presenciar el rostro desencajado de los japoneses -posiblemente con la ayuda extra de ciertos químicos navegando por su torrente sanguíneo- uno se pone a pensar qué es lo realmente abrumador o extraño, si lo que se presenta en la megapantalla del festival o en la cercanía casi microscópica de aquellos primeros planos. Don’t Think -en esto tampoco parece ser el primero ni en último- se centrar en el público asiático; ya lo había hecho Radiohead en su documental Meeting People is Easy (Grant Gee, 1998) e incluso en la más reciente banda Anvil! The Story of Anvil! (Sacha Gervasi, 2008), en la que la bajoneante banda canadiense daba su concierto final en el país del sol naciente.
Hay una particular fascinación de Occidente en el retrato de los japoneses en tanto público, y quizá su referencia deba buscarse en el Chris Marker de Sans Soleil (mítico documental que coloca un pie en Japón y otro en Guinea Bissau) cuando cita a Racine: “Lo remoto de los países en cierto punto balancea su proximidad en el tiempo” y “Cuanto más ves televisión japonesa… más sentís que ella te está viendo a vos”. En cierto punto, Occidente ha tomado a Oriente como un objeto extraño en el que se pueden registrar de forma diferente, quizá más pura -justamente por lo diferente-, aquello que tenemos demasiado naturalizado en nuestros ritos.
Lo que se puede extraer de Don’t Think y su particular público es cómo los grandes eventos psicotrópicos se han vuelto ritos en los que se potencia lo multitudinario, pero en celdas separadas, privilegiando el viaje interno. Esto se ve no sólo en el público sino también en el lenguaje cinematográfico empleado. A diferencia de los planos generales de Woodstock en 1969, en los que se intentaba señalar una especie de unión colectiva -casi política, en algún sentido-, en Don’t Think, casi como indica el título, lo que se presenta es a los espectadores en bandeja, viviendo la intensidad de la procesión en los compartimentos limítrofes de sus cabezas y, más que nada, en donde parecen, más que personajes activos del espectáculo, seres que son atribulados y poseídos por una fuerza mayor, la fuerza de la música y las imágenes proyectadas en una pantalla.