Los logos de las empresas productoras transcurren sobre un envolvente diseño sonoro de trenes, que paulatinamente van dejando lugar a los tic tacs de múltiples mecanismos de relojería. Es sobre estos sonidos de relojes que tendremos la primera imagen (¿diegética?), el detalle de un engranaje llenando la pantalla, reemplazado pronto (o transformado en) un panorama nocturno de París, con el Arco del Triunfo ocupando el punto central de los rayos del engranaje. Sobre esta París de 1930, reconstituida digitalmente, tenemos un movimiento de cámara imposible, durante el cual pasamos aceleradamente de la noche al día, enfocamos la Gare Montparnasse, entramos en ella, volamos por entre dos trenes y los pasajeros de la plataforma y finalmente nos acercamos a un reloj elevado cuyos números están troquelados, y por el agujero del 4 vemos el ojo de un niño, detrás de la “esfera”. Desde adentro, tendremos otro movimiento de cámara (supongo que trucado digitalmente), que sigue a Hugo por un laberinto de escaleras angostas (de las rectas y de las helicoidales), pasillos, engranajes, movimiento éste que supera en virtuosismo al famoso plano que Scorsese hiciera en "Buenos muchachos" (cruzando la cocina del bar Copacabana). Éste es más complejo, y su efecto está acentuado por el 3D, que vuelve aún más vertiginoso este tránsito laberíntico.

Cada uno de estos increíbles chiches auditivos, visuales y técnicos, es más que eso, y nos están presentando algunos de los ejes temáticos de la película. La transición sonora de los trenes a los relojes es parte del cotidiano de Hugo. La metáfora visual del engranaje-París se va a verbalizar más adelante (Hugo tiende a ver el mundo como si fuera un mecanismo, en el que cada pieza cumple una función y nada carece de sentido). El panorama de París condice con el punto de vista cotidiano de Hugo desde lo alto de la estación de trenes, además de presentarnos al ambiente en que transcurre la historia. La mirada del niño detrás del reloj nos introduce a su extraña situación. Y el laberinto que recorre da una idea de las múltiples dimensiones y los caminos impredecibles que la película va a asumir.

La narrativa pospone en muchos minutos una explicación de qué hace ese niño ahí, que vive detrás de los relojes, generando una intriga sobre su naturaleza, que puede hacer pensar en esos seres de ciencia-ficción (o de la religión) que tras ciertas fisuras de la realidad visible inciden sobre nuestro acontecer cotidiano, dejando apenas algunos rastros (como los croasanes y botellas de leche desaparecidos, robados por él para alimentarse, o las pequeñas piezas robadas de la tienda de juguetes). Pronto habrá para eso una explicación naturalista, rara pero plausible: ese niño huérfano fue adoptado por su tío borracho, que trabaja de relojero en la estación, a cargo del complejo mecanismo que, por la naturaleza del lugar, es esencial que esté siempre correctamente sincronizado y puntual. Una vez que el niño aprendió el oficio, el viejo pudo sencillamente desaparecer, alcoholizándose en los márgenes del Sena. El niño vive solo ahí, en su laberinto de engranajes, tratando de pasar lo más desapercibido posible para que no lo internen en un orfanato, mientras intenta realizar el objetivo de hacer volver a funcionar un autómata que su papá estaba empeñado en arreglar cuando se murió.

En el principio fue la luz

La primera mitad de la película consiste en desvelar esta situación, en algunos momentos de suspenso en que corre el riesgo de ser pillado, y en el misterio sobre la naturaleza y el origen del autómata, acentuado por el perverso interés que parece tener en el asunto el viejo de la juguetería. Lo que ni siquiera entrevemos hasta la mitad es todo un nuevo mundo que se abre cuando se conoce la identidad del “papá Georges” de la juguetería, que resulta ser Georges Méliès, gran pionero del cine, entonces olvidado, empobrecido y deprimido. Ya habíamos tenido en la primera mitad algún toque colateral de homenaje cinéfilo (Hugo e Isabelle se cuelan en un cine para ver "Safety Last!”, Hugo le comenta a la niña la imagen que su papá le describió de la primera película que había visto, en que un cohete se clavaba en el ojo de la luna). Pero nada nos hacía pensar que el resto de la película sería, al mismo tiempo que la resolución de los conflictos y misterios de la primera parte, esencialmente uno de los más sensibles homenajes al cine ya filmados. Quienes hayan podido ver el documental de Scorsese "Mi viaje a Italia" (1999) habrán pasado por la experiencia de sentir volar sus más de cuatro horas de largo mientras el director nos trasmite en forma aguda, cálida, sencilla, absorbente, convincente y contagiante, su amor por el cine italiano. Acá es lo mismo, aplicado a las imágenes maravillosas engendradas por Méliès entre 1896 y 1913, algunas de las cuales podemos apreciar en fragmentos de copias impecables con su coloreado a mano original. De paso, a través del personaje de Tabard (ficticio temprano historiador de los orígenes del cine) y de Hugo mismo, tenemos en paralelo el homenaje a la multitud de archivistas, restauradores, historiadores, cineclubistas y espectadores curiosos, gracias a quienes estos tesoros pudieron ser rescatados y varios de ellos son accesibles (una causa para la cual Scorsese viene siendo de mucha ayuda, en cuanto fundador y auspiciante de The Film Foundation y The World Cinema Foundation).

Los datos presentados sobre Méliès son esencialmente verídicos, con algún pequeño torcimiento de cronología y alguna simplificación a efectos de encajarlos en la anécdota. Pero a diferencia de "Mi viaje a Italia", esto no es un documental, sino una ficción que ejerce su cinefilia en forma aún más dinámica, interactuando con el sustrato histórico. Éste está presentado, además, en forma más global que el cine: hay mucho aquí de "Medianoche en París" en la fascinación por esa época en esa ciudad. Quien observe bien las primeras imágenes de dentro de la estación podrá vislumbrar fácilmente a Django Reinhardt sentado tocando la guitarra, y menos en evidencia, a James Joyce y a Salvador Dalí, además de un sueño que recuerda el descarrilamiento de un tren en la Gare Montparnasse en 1895. El homenaje al cine trasciende a Méliès y se extiende a todo el cine mudo (imágenes múltiples de Potter, Griffith, Keaton, Chaplin, Pabst, "El gabinete del doctor Caligari", y mucho más). Y no sólo en la aparición concreta de películas: las subtramas con personajes de la estación recorren la imaginería y el tipo de anecdotario que va del cine “primitivo” hasta las películas sonoras con Jean Gabin: gendarmes persiguiendo niños chorros, el romance con la florista, los perritos adiestrados actuando como componente cómico, las picardías del niño huérfano callejero. Por supuesto, la escena de Hugo colgado del reloj es el eco de lo que había visto en "Safety Last!”

Plano versus 3D

El empleo del 3D es quizá el más brillante y pertinente que se haya hecho hasta ahora, superando incluso, quizá, proezas como Avatar, Up y Pina. Scorsese maneja tremendamente bien los ángulos, movimientos y ritmos, para que el efecto de profundidad actúe en forma considerable (la película está integralmente filmada en 3D, no se trata de una conversión a posteriori). Hay imágenes notables en este sentido: la estación vista desde las cornetas-parlantes colgadas de lo alto, las fauces del dóberman ladrándonos, el acercamiento del policía en primerísimo primer plano casi frotando su nariz contra la nuestra. El entorno de buena parte de la película es adecuado para poner de relieve la tridimensionalidad: los mecanismos de relojería, todos los objetos de la juguetería, las pilas de libros de la biblioteca del Sr. Labisse, el propio mecanismo expuesto del autómata. El sueño en que Hugo se ve a sí mismo como un autómata tiene mucho más efecto en un contexto en que uno siente que podría extender la mano y tocar sus resortes y engranajes.

Pero además, hay una interesante contradicción en homenajear en 3D a un director caracterizado por su uso de un visual casi plano, con profundidades mayormente dibujadas. Nunca pensé que tendría alguna vez la experiencia tan vívida de entrar al estudio de vidrio de Montreuil en que Méliès filmó sus delirantes fantasías belle époque y mirar sus escenografías desde atrás. En un momento de fantasía, el travelling in sobre la luna (que precede a la imagen famosa descrita por el padre de Hugo) la vemos convertida en 3D. Y, aún más interesante, la anécdota de los primeros espectadores de feria asustados con el acercamiento del tren filmado en las primeras proyecciones públicas de los hermanos Lumière gana efecto cuando vemos, en 3D, a los espectadores asustados delante de la imagen plana. Luego (preparados por el sueño referido al descarrilamiento) tendremos un gran momento de suspenso en que veremos el tren asustador acercarse a nosotros y amenazar aplastar a Hugo, reproduciendo con la tecnología y el modo narrativo vigentes el terror que podrán haber sentido los no preparados espectadores de Lumière hace 117 años. (Hablando de años, el estreno comercial absoluto, en Estados Unidos, se hizo faltando 11 días para el 150º aniversario del nacimiento de Méliès, cumplido el último 8 de diciembre.)

Hugo tiene un reparto imponente, con Ben Kingsley, Sacha Baron Cohen haciendo de villano (provisorio), un tierno Christopher Lee, Michael Stuhlbarg como Tabard (el nombre refiere a un personaje de Cero en conducta), un pequeñísimo pero importante lugar para Jude Law. Asa Butterfield está notable.

Aunque el 3D está mejor que nunca, es una pena que no tengamos en Uruguay ninguna chance de ver la versión llana, que seguramente permitiría apreciar mejor otros aspectos: la textura fina de la imagen, y sobre todo el colorido, al parecer inspirado en las primeras fotos en color de Lumière, con su pobre contenido en rojos, pero que queda muy deslucido (literal y figurativamente) con los lentes 3D.