El refulgente Lancia Aurelia B24 sobrepasando a una velocidad infernal, entre bocinazos y gritos, a todos los autos de la ruta; los twists de Pepino di Capri bailados por un montón de jóvenes en shorts y bikinis en un muelle veraniego; Maurizio Arena declarándosele por los altoparlantes de un coche de anuncios a Marisa Allasio (un año antes de que se casara con un conde y dejara definitivamente su carrera actoral); Sophia Loren subiéndose, con las piernas cruzadas, a la vespa de Ignazio Bolognini; una modelo/escort que habla mal el inglés y que intenta ocultar un diente negro; Vittorio Gassman bailando con una blonda y diciendo “Modestamente…” después de que su pareja de baile le dice “Oh la lá”, al palpar algo que se abulta en la proximidad. Dino Risi, más que un gigantesco comediante, es un gran artesano de escenas, de ésas que quedan en la memoria colectiva y que se reinventan tantas veces que uno ya olvida de dónde provienen.

Fallecido en 2008 -a sólo unos meses de diferencia de Mario Monicelli, su otro gran par de la commedia all’italiana-, recién en sus últimos años, pese a tener un montón de éxitos de taquilla que le posicionaban como una suerte de Billy Wilder italiano, fue reconocido por la crítica internacional y recibió el León de Oro a la carrera en la 67ª edición del Festival de Venecia. Especialmente en sus inicios, sus obras, comparadas con el neorrealismo italiano de la posguerra, eran conceptualizadas como muestras de un “realismo rosa”, entretenimiento para el gran público, generalmente más volcado a una comedia que lo colocaba como un director menor a los ojos de los entusiastas de los dramas áridos y austeros de De Sica y Rossellini. Sin embargo, siendo psiquiatra e hijo de padres antidictatoriales que se refugiaron en Suiza tras el ascenso de Mussolini (lugar donde Risi se formó como cineasta), sus películas, especialmente bajo el lente de la actualidad, distan de ser el equivalente de las chatas comedias románticas que se exhiben hoy en día. Prácticamente lo contrario, por momentos, el cine de Dino Risi llega a paroxismos de crítica social que doblan en efectividad y fuerza a los de sus antecesores y contemporáneos más serios. El ciclo en el que actualmente Cinemateca exhibe parte de su filmografía (inabarcable en su totalidad, con más de 80 títulos) es una buena oportunidad para pensar en las más grandes obras del director y cuestionarnos qué pueden decirnos de nuestro presente.

La Italia próspera

Antes que nada, sería necesario colocar a Risi en su tiempo y junto a sus contemporáneos claves. Los años 60 marcarían uno de los grandes períodos de prosperidad de Italia, donde el modelo de Estado de bienestar, las migraciones del sur más rural al norte industrializado, la expansión del mercado y los nuevos modelos de vida, a lo que se sumó una explosión de modelos importados del extranjero -especialmente el twist y la movida del swinging London- y una necesidad bastante marcada de olvidarse de los errores y responsabilidades de la última guerra, cambiarían completamente el mapa mental de las masas italianas. La commedia all’italiana se presenta, en este marco, como un oportuno producto de mercado y como un síntoma de esta época.

Sin embargo, a diferencia de otras celebraciones del consumo más o menos hedonistas (por ejemplo, en Estados Unidos, Los caballeros las prefieren rubias ha sido conceptualizada como una suerte de Acorazado Potemkin capitalista), los directores más célebres de dicha filmografía generalmente tenían ciertas inclinaciones críticas evidentes, cuando no una afiliación explícita a algún partido político. Es éste uno de los puntos más interesantes del grupo integrado por figuras como Ettore Scola, Luigi Commencini, Mario Monicelli y Pietro Germi. En la mayoría de sus obras la modernidad, que es marco o figura de las tramas, termina colisionando con los antiguos valores, a veces subvirtiéndolos, a veces siendo tapados por ellos.

Un ejemplo notable de esta contraposición de valores, casi como si fuera presentada como una verdadera fórmula, puede verse en Divorcio a la italiana (Pietro Germi, 1961); Marcello Mastroianni, que quiere casarse con su prima (pero debe enfrentar el hecho de que todavía no está permitido el divorcio), planea hacer que su esposa cometa adulterio -con un conocido al que él mismo prepara- para así poder matarla con cierta justificación. En Italia, por aquellos tiempos, el asesinato pasional por adulterio estaba tan contemplado que prácticamente dejaba al perpetrador fuera de la cárcel, por lo que el divagante plan parece maquiavélicamente perfecto. Cambiando el tono dramático de la obra original por uno más cómico, Germi intentaba coligar el absurdo del plan con otro absurdo más de basamento: el hecho de que las personas no pudieran divorciarse en Italia. Éste es el álgebra base de la commedia all’italiana (justamente, el término se puso en honor a la obra de Germi): absurdo más absurdo, que termina haciendo una lectura certera y distinta sobre la realidad social.

La fórmula

Posiblemente, esta fórmula de absurdo + absurdo llega a su punto máximo en el cine italiano con la obra de Risi Los monstruos (1963), que tendría una suerte de secuela con Los nuevos monstruos (1977), film en el que compartía autoría con segmentos de Mario Monicelli y Ettore Scola. Entre los múltiples segmentos que inundan los dos films, pueden recordarse La educación sentimental, en la que un padre le daba cátedra a su hijo de todas las formas para ser vivo y aprovecharse de las mejores situaciones; Testimonio involuntario, en la que un pobre hombre, al intentar dar testimonio en la corte de un asesinato, era asediado y humillado por el abogado defensor del acusado; o Latin Lovers, que, como pocas veces en el cine, había mostrado el homoerotismo latente, presente en las comunes celebraciones chic de los livianos coqueteos heterosexuales.

En Los nuevos monstruos hay un contrapunto y uno puede percibir -tal como se ve en la obra de Risi- que los 60 pasaron y nos ubicamos en unos 70 marcados por un pesimismo y un horror más palpables, que terminan por corporizarse en uno de sus segmentos más fuertes y crueles, que es Sin palabras. En éste, un extranjero seduce a una azafata italiana y, tras un hermoso y fugaz romance, al despedirse en el aeropuerto le regala una radio en la que suena la azucarada y dramática "All By Myself". En la escena siguiente vemos al galán viendo el informativo, en el que se anuncia que un avión explotó por medio de un dispositivo de bomba colocado en un objeto que transportaba una de las azafatas del vuelo. Un segmento tan oscuro dentro de una película que es, en definitiva, una comedia parece algo realmente extraño y difícil de digerir para el espectador acostumbrado a los cánones comunes del cine. Sin embargo, esta ambivalencia es prácticamente moneda común en los films de la commedia all’italiana y en especial en los de Dino Risi.

Con piñazos en la quijada casi siempre en los últimos minutos del film, las comedias italianas dejan a uno mal parado, desorientado y colocándoselo en evidencia de que aquello que festejaba revela su lado oscuro y poco agradable. Pero, por lejos, la más sorpresiva de todas, en sus efectos y en contraposición a lo que es el resto del rodaje, es Il sorpasso. En ella, Vittorio Gassman (como Bruno Cortona) le imparte una suerte de educación sentimental al apocado Roberto Mariano (Jean-Louis Trintignant), obligándolo a que le acompañe en cada una de sus andanzas.

Es posiblemente el mejor papel que haya interpretado Gassman: un playboy que sólo parece ir para adelante, llevándose por delante todo lo que encuentra a su paso. Es también, en una primera instancia, una de las celebraciones más explosivas de la nueva forma de vida italiana, un disfrute a la romana, con los autos de lujo, el levante constante y el festejo perpetuo. Sin embargo, el final mismo, marcado por un trágico accidente automovilístico, posiblemente señale uno de los conflictos inherentes del film (y de la commedia all’italiana en general): la carrera entre la Italia consevadora y populista representada por el Fiat 500 y el “nuevo italiano” representado por el veloz Lancia Aurelia B24.

La educación sentimental a cargo de una forma de padre obsceno y excesivo (y atractivo en la misma medida) se retoma con el mismo Gassman en Perfume de mujer (1974), en la que Ciccio (Alessandro Momo) tiene que acompañar desde Turín a Nápoles a un ex capitán del Ejército que quedó ciego tras una explosión. Contraponiéndola con la versión hollywoodense actuada por Al Pacino, en la que el ciego es un personaje en el fondo querible y que reduce sus enseñanzas a una suerte de carpe diem, Gassman es un personaje mucho más oscuro y menos querible, que en el fondo no enseña tanto sobre cómo vivir la vida como sobre cómo convivir con la muerte.

Instrucciones para el nuevo uruguayo

Si algo define a Risi es esa ambivalencia subrepticia. El film En nombre del pueblo italiano culmina con una de las escenas más evocadoras y anticipatorias de Risi. El justo policía llevado a escena por Ugo Tognazzi tiene en las manos evidencia que resultaría en la absolución del sórdido magnate Lorenzo Santenocito (representado por Gassman), pero al ver la chusma italiana festejando un triunfo futbolístico -representada en su máxima obscenidad y ridiculez por Risi-, duda si deshacerse del material liberador. En esta decisión, que de golpe coloca al héroe moral en un debate, vemos la gran duda sobre el futuro de Italia. A fin de cuentas, un hombre como aquel magnate, más allá de haber cometido el asesinato, fuera de la cárcel puede ser más perjudicial para el pueblo italiano.

Risi en esta escena se adelanta a la Italia de Berlusconi, a la Italia de la RAI y de las bellinas, de la Cicciolina y los programas de chimentos. Es casi como si fuera un ejercicio metacinematográfico y saliera de cuadro para preguntarse: “qué estamos haciendo?”, “¿a dónde vamos?”. Pero cuando desmonta el populismo tano para hacer una lectura de él y criticarlo, nunca puede evitar ese plus, ese sedimento aparte que es la celebración de éste.

Ver la Italia próspera de Risi (pero con sus ojos tapados como jugando a la gallinita ciega sobre un pretil) no sólo es un buen documento de época, sino algo para hacernos pensar en nuestros propios años de prosperidad económica y triunfalismo deportivo. Sirve para dar una mirada diferente al “nuevo uruguayo” que se agita en el fondo y del que tan bien escribió Sandino Núñez.