Un libro monstruoso, tanto por su asunto como por su abordaje. El tema son los crímenes cometidos por el gobierno de la antigua Unión Soviética contra sus ciudadanos: asesinatos, aprisionamientos políticos, hambrunas programadas, exilios forzados. La manera de encararlo que encontró Echavarren es la aglomeración en un gran volumen de testimonios, traducciones, biografías, ensayos históricos, políticos, antropológicos (con estrictas notas al pie). Son 800 páginas, pero podrían ser el doble o triple, ya que hay tres o cuatro núcleos que reaparecen constantemente, en una repetición que le debe tanto a un impulso estilístico como a la idea de que un problema de magnitud debe atacarse de forma igualmente extensa.
Las noches rusas: materia y memoria, de Roberto Echavarren. La Flauta Mágica, Montevideo, 2011. 798 páginas
Esfuerzos semejantes suelen ser obras colectivas, como El libro negro del comunismo (por citar una referencia clara, aunque no mencionada, de este trabajo), y suelen estar amparados por universidades o gobiernos. Resulta doblemente raro, entonces, que un solitario investigador cosmopolita pero uruguayo al fin, como Echavarren, haya emprendido (hace diez años, además) un trabajo de campo en un territorio lejano (Petersburgo y Moscú) sin apoyo institucional evidente.
Más inusual, en apariencia, sería el tema mismo atacado por Echavarren. Poeta, narrador, traductor, podría pensarse que hasta ahora sus preocupaciones como ensayista habían tocado la literatura (entre muchas otras cosas, publicó un ensayo capital sobre Felisberto Hernández, El espacio de la verdad, en 1981 y es uno de los compiladores de la más importante antología sobre poesía neobarroca, Medusario, de 1996) y la relación de la literatura y el arte con la sexualidad menos convencional (el mejor ejemplo es su estudio Fuera de género); lo puramente histórico o lo tradicionalmente político parecían estar fuera de su órbita.
Good Year
El 2011 fue un año importante en la carrera de Echavarren: además de publicar Las noches rusas, en el que venía trabajando desde hacía un década, aparecieron también en Argentina su estudio-traducción Foucault: una introducción (Biblioteca Nacional-Editorial Quadrata), sobre los últimos cinco seminarios del pensador francés, y el poemario Ruido de fondo (Cuarto Propio). Además, en diciembre resultó ganador en la categoría Ensayo del Premio Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura por Porno y posporno (Hum), un libro que había compilado el año anterior y que coescribió junto con Amir Hamed y Ercole Lissardi.
Y tal vez siga siendo así.
Porque quizás la mejor manera de leer un libro tan ambicioso y tan difícil de encasillar en clasificaciones previas -ya que canibaliza una multitud de formatos, aunque no de tonos: una camarera puede, sin transición alguna, empezar a hablar como un doctor en historia- sea entenderlo como un alegato principalmente estético.
Vidas de los artistas
Las noches rusas tiene evidentes rasgos literarios, pero uno resulta fundamental: hay una primera persona que viaja, realiza entrevistas y protagoniza algunos episodios callejeros. Su voz es la del investigador, y no está muy distante de la del narrador gay de la novela El diablo en el pelo (publicada por Echavarren en 2003). Este “fuera de género” (Roberto Echavarren persona-personaje) denuncia una lista kilométrica de atrocidades soviéticas, pero hay una a la que vuelve de distintas maneras: la represión de la homosexualidad en la URSS. Ésa es la clave que sostiene la desmesurada arquitectura de esta obra y su punto de sutura con los trabajos anteriores de Echavarren.
Paradójicamente, el libro puede impresionar y conmover por múltiples motivos, pero si de algo no convence es de lo innecesario o arbitrario del prejuicio hacia la homosexualidad entre la dirigencia soviética. Más bien, al contrario: si uno acepta su tesis de que el PCUS estaba dominado por líderes que no toleraban la más mínima disidencia, entonces resultará comprensible que sus autoridades hayan combatido una práctica que desde hace siglos venía desestabilizando la disciplina del ejército y que en los años inmediatamente posteriores a la revolución amenazaba con convertirse en un ámbito de toma de decisiones paralelo en varios círculos artístico-políticos.
Ciertamente, las biografías de artistas tienen un lugar central en Las noches rusas. Las vidas de decenas de teatreros (Meyerhold, Stanislavski), y sobre todo de poetas (Ana Ajmátova, Marina Tsvietáiva, Lermontov, Mijail Kuzmin), son visitadas con especial atención a los padecimientos que sufrieron por parte de las autoridades, y a sus cualidades como “fuera de género” en el sentido acuñado por Echavarren. Estas biografías, que deben mucho a la impresionante investigación Los archivos literarios del KGB, de Vitali Chentalinski (1993), se contraponen a las de numerosos testigos “comunes” de la época soviética, especialmente sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial, cuyos testimonios en primera persona conforman islotes narrativos sólidos, aunque también muestran un patrón de “heroísmo involuntario-injusticia comunista” que los asemeja demasiado entre sí (pero, después de todo, fueron precisamente académicos rusos los que hace un siglo investigaron la repetición de aspectos formales en los cuentos populares). La fuerza de estos testimonios, en los que no falta la guiñada homoerótica, residiría en la acumulación, y el encadenamiento de variantes de un mismo relato entra en juego con experimentos narrativos que Echavarren practicó previamente (el enquistamiento de historias dentro de historias en El diablo en el pelo y la sucesión de pinceladas aparentemente inconexas en Yo era una brasa, de 2009).
Los más conocidos dirigentes de la URSS integran un tercer grupo de biografiados. Echavarren está entre los que no aceptan que el stalinismo haya constituido una desviación de los cometidos revolucionarios originales, y acumula cargos tanto psicológicos como políticos contra Lenin, a quien describe como el cabecilla de una facción golpista que en octubre de 1917 le arrebató el poder al gobierno provisional que se había constituido legítimamente tras el derrocamiento del zar seis meses antes. Además, Echavarren recuerda cómo el retorno a Rusia del futuro líder de la revolución fue financiado por el gobierno de Alemania, que buscaba debilitar a la monarquía rusa, con la que estaba en guerra. Aquí, Lenin es el fundador de un régimen genéticamente criminal y Trotsky es uno de los más brutales agentes represores de la historia.
Más allá hay leones
En este plano histórico es tentador repetir las críticas que se le hicieron al Libro negro del comunismo (aparecido en Francia en 1997 bajo la coordinación del historiador Stéphane Courtois): se achaca a los soviéticos millones de muertes por hambre sin compararlas con las que causa el sistema capitalista, se desestima la inestabilidad social que sucede inmediatamente a la revolución y se dejan de lado factores externos, como la guerra contra el nazismo, que ayudarían a entender procesos internos, y se ignora el tipo de alternativa binaria que se configuró durante la Guerra Fría. Sin embargo, esto sería eludir el punto principal: la memoria sobre la clase de terrorismo de Estado que se practicó en la Unión Soviética. Se pueden discutir cifras de muertes, pero para justificarlas -aunque sea una sola- hay que colocar los derechos humanos por debajo de los objetivos políticos, algo absolutamente fuera de lugar en el Uruguay de hoy.
Ahora, dada esta referencia temporal y locativa, sí cabe, en cambio, preguntarse desde dónde escribe Echavarren. En un capítulo titulado “El chancho” describe cómo es prepoteado a punta de pistola para que abandone la cola de un cajero automático; luego reflexiona: “Refutar a alguien que saca un revólver es, a la vez, pragmáticamente irrisorio e incluso absurdo. ¿Por qué? Porque, en efecto, a fin de cuentas hay una elección. Elección individual, pero a la vez también elección histórica: hay tradiciones. Está nuestra tradición, la cual, primero en Grecia y después en Europa Occidental, opto por una interrogación sin límites, optó más o menos, hasta ahora, por la libertad, la igualdad y la justicia. Más bien menos que más, pero bueno, las ideas están ahí y ellas trabajan la sociedad. Y luego hay otras sociedades que optaron por otra cosa y están al lado de nosotros”.
Por un lado, entonces, el compatriota ilustrado, humanista, liberal, y por otro, una nación perdida. Los rusos, parece decirnos -y efectivamente lo dice en varios tramos-, están condenados de antemano por su pasado tan violento como incomprensible. Pero, de ser así, ¿qué sentido tiene advertir sobre la maldad del comunismo ruso, si en definitiva fue la encarnación de una idea occidental, el marxismo, fuera del mundo civilizado?
En lo profundo, Echavarren aborrece lo estético (todos los objetos soviéticos le parecen feos, como observó María José Santacreu en Brecha), pero también es lo único que rescata de Rusia. Por eso, en sus mejores momentos, Las noches rusas es un portentoso trabajo de traducción, y especialmente -tal es el cometido del sello con el que Echavarren autoeditó el libro, La Flauta Mágica-, de invalorable traducción de poesía.