-¿Quién es Roberto Mascaró?

-Buena pregunta. En este momento es una persona que no tiene muchas raíces en ningún lado y que viaja bastante, así que siempre está soñando con quedarse en los países en los cuales conoce e incluso en su país de nacimiento, que es Uruguay. Una vez un poeta italiano en un festival me dijo que no me preocupara más por ese problema porque ya no tiene solución: “Ustedes no son de ningún lado, los que salieron al exilio y que se enraizaron por otro lado, los que encontraron y descubrieron y construyeron un mundo por otro lado, nunca más van a decir ‘ésta es mi patria’”. Tenía razón. Pero él lo veía como una ventaja. Porque él es italiano, vivía en Italia, viajaba y tenía sus raíces.

-Volvamos el tiempo hacia atrás, antes de ese exilio que tanto te marcó. El café era un emblema de los intelectuales montevideanos.

-Ya a fines de los 60 y principios de los 70, no sólo con la debacle política sino con el inicio de esta era de comunicaciones más dinámicas (que culminan con la era de internet y del mundo globalizado), los cafés comenzaron a desaparecer. En verdad, me vuelvo siempre a preguntar por qué desapareció el Tupí Nambá, por qué desapareció el Sorocabana. Por ejemplo, el Pombo de Madrid no desapareció, está ahí intacto. En Viena estuve en un café de intelectuales del siglo XIX y por ley no lo pueden destruir. Acá destruyeron porque creo que no hay protección ni ley de bienes culturales. Sin ir más lejos, anteayer pasé por el teatro Solís y me parece un mamarracho lo que hicieron… Le pusieron puertas de acero. ¿Cómo puertas de acero? ¿No hay maderas en el país? ¿No hay artesanos? El café era un centro de comunicación, y ese centro de comunicación no dejó de ser necesario porque haya venido esa revolución de las comunicaciones. Creo que los escritores e intelectuales necesitan un lugar de reunión. Y dudo de que hoy existan lugares similares en el sentido de que era tan barato y tan práctico, y un café costaba lo mínimo y era como una forma de la igualdad intelectual. En esa época yo era amigo de Michelena, Ricardo Prieto, Horacio Meyer, Marosa y Saúl Pérez Gadea. Esa comunicación sustituía el celular. No había celular pero queríamos encontrarlos y estaban ahí. El celular me parece un aburrimiento.

-Tu exilio fue en Suecia, un país distante no sólo físicamente sino también por su idioma. ¿Te adaptaste?

-En verdad nunca me adapté. Llegué y me interesé por la literatura y fundamos una revista que se quedó trunca y se llamó Saltomortal pero recibió muchos elogios y colaboraciones (de Cortázar, por ejemplo). Fue una buena época que seguramente no supimos aprovechar. Cada uno se fue por su lado. Ana Valdés, cofundadora de la revista, se fue a trabajar en periodismo en sueco y ahí yo seguí con mis libros siempre escribiendo en español, salvo artículos y festivales de poesía latinoamericanos, y entre todas esas cosas también comencé a interesarme por la traducción. Es entonces que comienzo a traducir a Tranströmer. En esa época era muy famoso y prestigioso, aunque no, claro, candidato al premio Nobel. Tendría alrededor de 50 años, estaba como establecido pero era medio misterioso, porque él siempre fue un poeta que no daba entrevistas a nadie, no le interesaba figurar en nada; su profesión era psicólogo y escribía paralelamente pero siempre fue muy modesto y tímido. Después vinieron otros, claro. Empecé a traducir poesía de la minoría suecoparlante en Finlandia. Por supuesto que el finlandés no lo manejo, pero el noruego, el sueco y el danés son idiomas emparentados. También trabajé con la poesía de las islas Feroe, que son un archipiélago autónomo que hay en el Mar del Norte. También he traducido un poco del inglés, del italiano, del portugués...

-Y algunas de tus traducciones se hicieron presentes en Uruguay.

-La primera traducción de Tranströmer al español sale en 1986 en Montevideo por Ediciones de Uno bajo el título El bosque en otoño. Es una traducción primaria porque yo todavía no dominaba el sueco y usé esos textos para una edición en España para la editorial Hiperión que se llamó Para vivos y muertos, de 1989. Esa edición no me conformó hasta el año pasado, cuando el editor de Nórdica Libros de Madrid me pidió una antología. Corregí todo y trabajé duro para que saliera la mejor versión posible y se llamó El cielo a medio hacer, en 2011. El año pasado salió en Nórdica Libros otra antología que encaja con esta última para completar la obra total de Tranströmer. Ese libro se llama Deshielo a mediodía; es un volumen bilingüe y los dos libros encajan. Y hay dos o tres poemas que no traduje porque considero que son imposibles de traducir. Sólo dos o tres. Además, hay memorias que son truncas porque Tranströmer tuvo un derrame cerebral que lo dejó afásico hace 20 años y ahí se detuvo todo, él ya no puede escribir.

-También tradujiste los haikus en Ediciones Imaginarias, con Eduardo Roland.

-Hicimos dos o tres libros suecos con Ediciones Imaginarias. Esos haikus de Tranströmer eran inéditos en sueco porque él me los había dado para traducir y ya había salido de sus manos la edición porque ya estaba asfásico.

-¿Cómo es el trabajo de traducción, ese salto de un lenguaje a otro, de un lenguaje tan distante a otro tan cercano?

-He estado haciendo 30 años ese trabajo de traductor y ahora hago un taller de una semana, un workshop que hace poco dicté en El Salvador. Yo he sido un autodidacta en la traducción. No he leído toda la teoría de la traducción que se ha desarrollado en los últimos 50 años. Ya los estructuralistas empiezan a razonar sobre el papel de la traducción, después vino la hermenéutica y todos ésos tienen su punto de vista. La Torre de Babel de Steiner…

-Y Octavio Paz.

-Octavio Paz también teorizó sobre la traducción, aunque a mí no me parece un buen traductor porque es de esos traductores que embellecen el texto. Pero volviendo a la traducción, es una labor que ha estado mucho en la oscuridad. Borges dijo en cierto momento que nadie sabe qué es traducir pero todos quieren leer literatura rusa en español. Para mí, siguiendo la escuela de Inglaterra, el traductor es un escritor y la traducción es un género literario. Un género literario fantasma, extraño. Es una especie de fotocopia, de copia, de imitación, de servilismo; tiene algo de servicio pero no es nada de eso, es un arte. Este taller que yo hago se llama “Arte de la traducción” y me gustaría dictarlo aquí. Hay una supuesta ciencia que se llama “traductología” y que en los últimos años se ha oficializado. Hay posiciones, por ejemplo, que dicen que la traducción es la tarea de un lingüista, cosa que me parece una locura porque no se trata de un lingüista sino de un escritor; Steiner dice eso. El traductor no sólo es un escritor sino un comunicador entre culturas. Porque no se puede traducir sin tener y conocer un background cultural. Vos no podés escribir sobre Volvo y Suecia si no entendés la relación. Porque los suecos tampoco son muy orgullosos de su tradición, porque son tímidos y están convencidos de que no tienen tradición cultural. En ese sentido, se han rendido bastante.

-Debés de conocerlos bastante, porque tradujiste a varios.

-Sí. Ahora salió una antología de una poeta sueca finlandesa que se llama Edith Södergran, de fin de siglo pasado, amiga de Nietzsche y contemporánea de Delmira Agustini, que escribe una poesía feminista. Ella es nacida en Rusia pero de familia finlandesa. Y después se traslada a Suiza porque tiene tuberculosis e ingresa a una clínica durante diez años, y ahí se cartea con Nietzsche. Su lengua natal eran el ruso, el alemán y finlandés y termina escribiendo su obra en sueco. Porque ella era hija de finlandeses pero de la minoría sueca que hay en Finlandia. El idioma finlandés es imposible, difícil y aislado, pero tienen grandes poetas. La antología se llama El país que no es y se publicó el año pasado por la editorial Chancacazo de Chile.