Los 60 fueron años complejos: además del sexo, las drogas y el rock and roll, del compromiso político, esa década tuvo, por un lado, una efectiva cubanización de muchos de los integrantes de la generación del 45 y por otro, en lo específicamente poético, una incorporación de lenguajes marginales como el tango y la copla (Cantares, de Nancy Bacelo; Contracanto, de Amanda Berenguer) que devienen en una suerte de lírica coloquial.

La vida y la obra de Nancy Bacelo es un fiel reflejo de esa década: una personalidad que se mostraba en dos círculos: en el círculo público, con su labor de gestora cultural -Rosario Peyrou dixit-, con la fundación de la feria y con el impulso otorgado al Teatro y la Galería del Notariado entre los años 60 y 90, y el círculo privado, que encierra a una poeta, a un puñado de amigos y familiares y a un gato llamado Manú Kamal.

A este círculo pertenece una poesía que baraja lo esotérico de un modo superficial, como si la poeta estuviera jugando al juego de la copa, no como definición de lo sagrado. Una poesía intimista, cuyos poemas parecen arrancados de las páginas de un diario propio (el tema del espejo es clave en las páginas de este libro, como también el vuelo y la acción de volar). Una poesía que construye un puente entre el pudor y la confesión, y bajo cuya sombra transcurre el dolor cotidiano.

Un dolor construido mediante ausencias, pérdidas, esperas. Un dolor macho, tal y como enseñan algunas letras de viejos tangos. Un dolor que distorsiona hasta las mismas palabras: “perdí Kamal / que mal perdí / perdí Manú Kamal / que pérdika perdí”.

Una poesía a clef en la que el destinatario a veces se pierde, como si estuviera dibujado en el fondo de una neblina y que puede emerger bajo el simbolismo de la llave cuyo significado, para el crítico Echavarren, se asocia de esta manera con el útero y justifica así el amor lésbico: “no voy a preguntarles nada / porque tu llave es igual a mi llave / inauguraste una verdad”, dirá Nancy en uno de sus poemas.

También una poesía confabulada desde dos vertientes: desde una, un caudal de palabras de las que podríamos decir que son aristocráticas y dignas de poetas como los integrantes del 27 español: “sortilegio”, “alma”, “magia”, “esplendor”, “vuelo”, “jazmín”, “fuego” y, desde otra, un río de palabras sacadas de algún tango que asordina, como “vintén”, “chato”, “mala noche”, “fuelle” y la insistencia en la conjugación popular de los verbos. Y esas dos vertientes nunca se concretan, salvo en algunos libros finales y, más especialmente, en De sortilegios (2002), como condensación vital de toda una trayectoria. De esta manera, y por todas las afirmaciones anteriores, Bacelo construye una poesía que, como afirma Echavarren: “Dentro del panorama poético oriental, Nancy Bacelo es percibida como una poeta menor. Sin embargo, su obra, si bien no es enorme, tiene unos picos de calidda sin duda considerables. Al revisar sus libros nos queda en las manos un polvillo dorado, un polen que se pega a las yemas, como los pigmentos de las alas de la mariposas”.

El vuelo magistral que esconde todo no muestra una poeta menor, sino una poeta silenciosa que libro a libro construye un universo hermético y personal. Un libro que encierra no sólo la obra reunida, sino también la bibliografía, los trabajos críticos, las notas de prensa, las semblanzas afectivas, las fotografías tanto de cada una de las carátulas de los libros como las suyas personales.

Un libro único en el país por lo que esconde: un silencio que se descubre a medida que se lee, estableciendo la textura singular de sus poemas, su intensidad, sus fuegos perdidos. Porque, y sobre todo en los recuerdos de Jorge Arbeleche como los de Ana Tiscornia, deconstruye aquella imagen totémica, hierática y cerrada que era Nancy para traernos una Nancy de carne y hueso. Pero también es un libro único porque establece un comienzo, un principio, una marca con aquellos poetas y escritores que se encuentran perdidos, o en vías de perderse, como la mayoría de la literatura uruguaya, ya sea en librerías de viejos, en estantes particulares o en la emérita Biblioteca Nacional.

Por estas razones, el esfuerzo de la compiladora Silvia Guerra es ciertamente impar y acaso el comienzo de una celebración. Una celebración mayor. Cabría una sola objeción acerca de la edición: que no sea tan comercial; es decir, que si bien existen los dibujos de Sclavo sobre Manú Kamal, la letra manuscrita de Bacelo y algunos poemas manuscritos, que la tapa fuere más artesanal y se deje llevar por la tentación y el juego de diferentes tipografías en el interior del libro.

Como decía la propia Nancy: “Me planteé el libro como objeto desde toda la vida. Alrededor de los 60, en Cantares, empecé a insistir en que el libro tenía que estar ilustrado, acabar con el eterno convencionalismo de las tapas blancas con las letritas allá arriba [...] Un libro es todo. El papel, la tinta, el tiempo que uno se toma para elegir hasta los números de cada página. Si lo que lo va a imprimir es un amigo. Tiene que haber una corriente con la persona. Esos son los valores del alma. La poesía es una corriente”.O simplemente magia. Sólo eso.