La Guerra Fría no tuvo hazañas ni héroes evidentes y desarrolló más bien sus acciones en la incertidumbre, el secreto y una operativa de objetivos oscuros que casi nadie podría reivindicar como heroicos o patrióticos. Tan sólo los agentes secretos y los espías que cruzaban a un lado y el otro del Telón de Acero fueron susceptibles de ser romantizados como una suerte de guerreros sutiles, llenos de valor y habilidades marciales. Buena parte de este romanticismo se debió a la obra de Ian Fleming, creador del supermacho occidental James Bond, glamoroso, mujeriego y con "licencia para matar", lo que es todo un eufemismo para un ejecutor.

A diferencia de Fleming, que estaba considerado una suerte de héroe por su participación en la Segunda Guerra Mundial como oficial de inteligencia de la Marina, el también escritor John Le Carré -álter ego de David John Moore Cornwell- vio cortada su carrera en el espionaje británico cuando un doble agente llamado Kim Philby -y que sería su inspiración para el personaje a descubrir en “El topo”- incluyó su nombre entre los que descubrieron a la KGB. Tal vez este final abrupto y poco épico fue lo que llevó a optar por una óptica bastante distinta a la de su colega a la hora de convertir en novelas sus experiencias en el servicio secreto británico. Los espías de Le Carré son generalmente hombres inteligentes y, en su medida, valientes, pero a la vez son una especie de burócratas estatales, con vidas muy alejadas de los casinos y los autos de lujo, frecuentemente inseguros de las causas a cuyo servicio actúan, amorales, cornudos y no pocas veces derrotados en sus empresas. Es una visión más bien lúgubre del mundo del espionaje que, sin embargo, convirtió a Le Carré en un autor muy popular que a partir de su tercera novela -la espléndida y amarga “El espía que vino del frío” (1963)- se convirtió en uno de los escritores más conocidos de Gran Bretaña.

De alguna forma, tal vez por lo prolífico de su obra (algo no frecuente en los escritores de calidad), pocas veces se ha considerado a Le Carré un autor serio, encontrándose sus libros con frecuencia intercalados -dependiendo de en qué década- entre los bestsellers de Harold Robbins o Tom Clancy. Sin embargo, sería mucho más adecuado considerarlo un escritor popular pero a la vez profundo -y un gran estilista-, mucho más cercano a Graham Greene, con quien su obra tiene muchos puntos de contacto, al menos con el Greene de narrativa más contemporánea y politizada como la de “El americano impasible”, “Nuestro hombre en La Habana” o el guión de “El tercer hombre”. Pero a diferencia de Greene, Le Carré rara vez se aventuró temáticamente fuera de su universo de espías y su manejo de los conflictos éticos y morales de sus personajes siempre fue mucho más sutil que el del autor de “El poder y la gloria”. Por otra parte, tampoco hay nada del cristianismo culposo de Greene en sus libros, manteniéndose de costumbre apegado a un férreo agnosticismo.

Entre sus 22 novelas se destacó un ciclo de cinco libros -incluyendo su primera obra, “Llamada para el muerto” (1961)- que giraban alrededor de un personaje, George Smiley, que muchos críticos han denominado "el anti-James Bond". De mediana edad, bajo, gordito y mal vestido, no es un personaje de acción con un número clave, sino un organizador de oficina casi siempre subestimado y ridiculizado por sus compañeros, atormentado por la infidelidad de su mujer pero dueño de una rara inteligencia que le permite desarticular casi sin moverse de su escritorio intrincadas tramas de engaños de las que dependen decenas o miles de vidas. Un personaje formidable cuyas novelas constituyen lo mejor de la obra de Le Carré, entre las cuales se destaca particularmente una llamada -en relación con una rima infantil muy conocida entre los ingleses- “Tinker, Tailor, Soldier, Spy” (1974), pero que en castellano se conoce como “El topo” y que puede considerarse una de las mejores novelas de espías que jamás se haya escrito. Nada raro, entonces, que un libro tan poderoso siga siendo adaptado, casi 40 años después de su publicación y a varias décadas del fin de la Guerra Fría.

Cambiando lo cambiable

El topo de Tomas Alfredson -el director sueco de la colosal película de vampiros adolescentes “Let the Right One In” (2008, conocida aquí con el feo nombre de “Criatura de la noche”)- puede considerarse casi una película de tesis sobre el concepto de versión cinematográfica. Cuando Hammer films decidió hacer una versión en inglés de “Let the Right One In” (“Let Me In”, Matt Reeves, 2010), Alfredson expresó su disgusto diciendo que “las remakes deberían ser hechas de películas que no son muy buenas, lo que te dé la chance de arreglar lo que haya salido mal”, dando a entender -con cierta razón, aunque la versión de Reeves no era mala, sólo innecesaria- que su visión de “Let the Right One In” era la definitiva. Una declaración complicada, ya que “El topo” había sido adaptada anteriormente en 1979 para una miniserie de la BBC protagonizada por Alec Guiness, y esta adaptación era considerada casi perfecta, lo que haría a la película de Alfredson tan innecesaria como la que tanto le molestaba de Reeves. Pero -y aunque es igual de fiel a su fuente literaria- “El topo” de Alfredson es algo completamente distinto de la miniserie que la precedió, y los recursos utilizados por el director sueco son una lección de lenguaje cinematográfico.

Aunque el guión está basado en una adaptación teatral de la novela, “El topo” es cine desde que comienza hasta que termina. Alfredson no esquiva los extensos diálogos sobre los que se estructura el libro, pero siempre que puede los convierte en flashbacks visuales o en imágenes lo bastante elocuentes como para ahorrarse la explicación verbal.

Condensación de una novela larga y compleja, “El topo” puede resultar excesivamente intrincada para quienes no hayan leído el libro o no estén familiarizados con la jerga de los espías de Le Carré. Alfredson -al igual que había hecho con “Let the Right One In”- no hace nada para simplificar la trama y uno puede pasar un buen rato antes de llegar a discernir que el “Circo” es el M-16 (el equivalente inglés de la CIA), que el “topo” que es necesario descubrir es un espía infiltrado desde hace años en los altos círculos de la inteligencia británica y que “Karla” es el pseudónimo por el que conocen al misterioso jefe de los espías rusos. Sin embargo, el trabajo de adaptación, a cargo de Bridget O’Connor y Peter Straughan, es una pequeña joya que demanda atención y paciencia, pero que en realidad no deja auténticos cabos sueltos ni situaciones sin resolver, simplemente confía en el poder de una mirada o una frase apenas esbozada. Esto hace de “El topo” una película en la que es fácil perderse y que -algo extraño en el cine de hoy en día- tal vez pudiera haber necesitado una media hora extra a sus dos horas de duración.

Alfredson plantea su película como un juego de tensiones entre la visión preexistente de “El topo” y la propia, actualizada en algunos aspectos pero fiel a un sistema narrativo de otros tiempos. Hay un elaborado juego de inversiones con relación a los roles que acostumbran hacer los actores seleccionados -que puede considerarse una especie de dream team de actores secundarios (con las excepciones de Gary Oldman, Colin Firth y Tom Hardy) actuales-, inversiones que van desde hacer que varios de los actores cambien su color de cabello habitual hasta colocar en roles positivos a actores que habitualmente interpretan villanos y viceversa (no entraremos en ejemplos para no adelantar desenlaces). Esto llega a su extremo en su elección de Oldman para el rol de George Smiley; no sólo Oldman no se parece en nada físicamente (a pesar de estar artificialmente envejecido) al Smiley descripto por Le Carré, sino que siendo un actor que generalmente se distingue por sus interpretaciones energéticas, hiperquinéticas y próximas a la explosión, en esta película se convierte en la imagen misma de la parquedad (recién escuchamos su voz luego de 20 minutos de film) y la contención, lo cual no sólo es todo un tour de force para el actor, sino que termina creando otro Smiley, igual de dolorido pero con un elemento algo siniestro que no era evidente en la novela original.

La breve obra de Alfredson parece orientada a descubrir los elementos humanos en personajes más bien oscuros y reservados, ya sea un vampiro o un espía burocrático, y a reconocer espacios de color en ambientes deprimentes y agobiantes como la Suecia de los años 80 o este Londres lleno de humo de principios de los 70 al que no le deja exhibir casi ningún recuerdo del swingin' London. Este juego de sustituciones en el que nada es lo que parece alcanza hasta la banda sonora de la película, que culmina con una emotiva versión en francés del clásico “La mer”, de Charles Trenes, pero cantada por Julio Iglesias.

El topo, término al parecer acuñado por Le Carré para describir a un espía introducido en la inteligencia británica con muchos años de anticipación, es un libro sobre alguien que finge ser lo que no es y confunde a los demás. “El topo”, la película, parece ser una adaptación fiel y casi anacrónica de esa misma novela, pero en realidad es la confirmación del talento de un gran cineasta, dueño de una personalidad tan propia que le es impresa a cualquier texto que caiga en sus manos. Es, además, una de las mejores y más exigentes películas que se haya estrenado en el circuito comercial. Por algo no le dieron ningún Oscar.