Las dos décadas pasadas han sido calificadas por muchos como “la edad de oro de la televisión”, y no faltan motivos para eso; se pueden hacer ejercicios de nostalgia con respecto a otros tiempos más inocentes, más frescos o con los que uno tenga lazos nostálgicos personales, pero la verdad es que nunca coexistieron tantos programas de televisión de calidad como durante los últimos diez años. A veces es difícil percibirlo cuando uno se enfrenta con la generalmente abominable televisión abierta rioplatense, convertida en una especie de letrina cultural dominada por los reality-shows más planos y crueles y los programas de chimentos o delación de famosos, pero lo cierto es que 
-aunque no sean accesibles a todo el mundo- el cable y la web abrieron un panorama de enorme amplitud en cuanto a propuestas, con el agregado de haber modificado la naturaleza misma de esas propuestas y el horizonte de las posibilidades de la televisión.

Generalmente menospreciada con respecto a ciertas limitaciones presupuestales y a su tradicional conservadurismo, la televisión
-esencialmente la estadounidense, ya que otras como la británica habían dado señales previas de madurez- cambió radicalmente cuando canales de cable menos regulados en sus contenidos como HBO comenzaron a adoptar grandes riesgos temáticos y expresivos, orientando su producción hacia un público más adulto y/o liberal. Pero sobre todo se descubrieron posibilidades expresivas de los formatos extensos que permitía la televisión; dejando de lado algunas miniseries puntuales, la duración de las series era dictada anteriormente por el rating, haciendo que sus líneas narrativas se estiraran o acortaran en relación exclusiva de su recepción y rara vez logrando mantener una unidad conceptual o una calidad uniforme. Las nuevas series, aun manteniendo grados de flexibilidad en relación a su éxito, comenzaron a ser diseñadas con una visión de futuro más programada, que permitiera aprovechar una extensión horaria inimaginable para el cine y adaptar el ritmo en consecuencia, es decir, se encontró un lenguaje. Y además se comenzó a exigir en términos artísticos lo que no se había exigido hasta ahora.

Pensemos en series como The Wire, Los Soprano, The Office, Bob Esponja, Game of Thrones, Arrested Development, Breaking Bad, Mad Men, por nombrar algunas; no sólo cada una ha sido una propuesta de alta calidad en su género (cuando no han creado directamente géneros, como podría ser el caso de Mad Men o The Office), sino que en algunos casos han logrado un consenso tanto en los críticos como en los espectadores de ser los mejores exponentes que la televisión haya dado de esos géneros.

Pero no hay era de oro que dure 100 años, y el impactante impulso de creatividad vivido por la televisión en estos años parece haber perdido un poco el aliento, siendo el pasado año uno sin grandes sorpresas o grandes impactos (salvo por el arribo de la extraordinaria Game of Thrones), y algunas de las revoluciones estilísticas propuestas por estas series ya se han convertido en un recurso algo automatizado. En medio de estas expectativas y decepciones, la serie que se alzó como el gran descubrimiento de los últimos meses se llama Homeland.

El enemigo interior

Producida por Showtime, un canal de cable de programación irregular pero que ha generado series de calidad como Weeds, Brotherhood y el ciclo de Masters of Horror, los 12 capítulos de Homeland terminaron recientemente de emitirse en Estados Unidos, mientras que en Latinoamérica puede verse desde hace algunas semanas en el canal FX.

La trama es bastante rebuscada y proviene casi directamente de The Manchurian Candidate (John Frankenheimer, 1962): Nicholas Brody (Damian Lewis) es un marine desaparecido en combate en Afganistán, que es rescatado por sus camaradas luego de ocho años de prisión en condiciones inhumanas, tras los cuales que vuelve a su patria donde es recibido como un héroe. El problema es que Carrie Mathison (Claire Danes), una oficial de la CIA, recibió una información in extremis que le revelaba que Al Qaeda “convirtió” a un prisionero estadounidense transformándolo en un “topo” o agente encubierto preparado para realizar una misión en su país. Inmediatamente Mathison desconfía de Brody, a quien comienza a vigilar oponiéndose a sus superiores y sin tener mayores elementos para probar la traición del marine. La serie entonces se estructura sobre la investigación de la agente, en simultáneo con la del espectador, ya que aunque se introducen elementos anticipatorios mediante flashbacks algo tramposos, se mantiene hasta los últimos capítulos la duda de si se trata realmente de un traidor (algo que evidentemente no vamos a adelantar en esta nota).

Si bien The Manchurian Candidate es, con muchas variaciones, la inspiración más evidente, Homeland recuerda alternativamente a dos series recientes, la más bien forzada 24 -de la que toma la temática antiterrorista y la ambientación general- y la mucho más interesante The Killing, con la que se emparenta en el énfasis en la psicología de los personajes y los elementos hogareños y laterales. Parentesco reforzado en el caso de The Killing por el hecho de estar basada en una serie extranjera (en su homónima sueca en el caso de The Killing y en la israelí Hatufim -secuestrado- en la presente). Pero Homeland tiene sus virtudes y defectos propios, que explican el entusiasmo que ha despertado a su alrededor.

En blanco, en negro y en color

El argumento de Homeland es inteligente y desarrollado con excelente ritmo pero, como suele suceder en las intrigas extensas y que dependen mucho de las sorpresas y giros inesperados, se vuelve frecuentemente inverosímil y dependiente de casualidades excesivamente improbables y pequeños engaños al espectador. Si bien la CIA no es presentada -en absoluto- como un organismo infalible, los cabos sueltos y distracciones no muy creíbles son numerosos y siempre funcionales al guión, lo que le puede resultar bastante molesto a los detallistas. De cualquier forma el cierre de la primera temporada -aparentemente va a haber una segunda- fue algo lo bastante inusual (una vez más, ahorremos los detalles) como para reconsiderar y hacer olvidar algunos facilismos anteriores.

Pero la gran virtud de Homeland no es tanto su no muy original centro narrativo ni la cohesión de su argumento, sino aspectos laterales en los que la televisión estadounidense ha adquirido un profesionalismo realmente asombroso. Si bien los ganchos relacionados a la investigación -que van in crescendo capítulo a capítulo- son los que mantienen el interés en la serie, su verdadero fuerte es la creación de dos personajes protagónicos de una fuerza impresionante, caracterizados por sus severas perturbaciones anímicas (el personaje de Danes es maníaco-depresivo, el de Lewis está claramente traumatizado por su cautiverio) y por la excelencia de las interpretaciones. Al mismo tiempo, y sin que los elementos emotivos sean realmente importantes, las relaciones sentimentales son representadas con gran sensibilidad, siendo la gradual atracción de Mathison por Brody -algo previsible entre psiquis tan dañadas- un modelo de descubrimiento no verbal (se va dando en pequeños detalles, en ocasiones simples miradas o desviaciones de miradas mientras la agente vigila al posible traidor). Algo que no sólo ocurre en el caso de estos dos personajes sino también en el de Saul Berenson (el brillante Mandy Patinkin), mentor y colega de la agente Mathison, cuya debacle matrimonial -completamente tangencial a la trama principal- es narrada con un dolor asordinado digno del mejor cine dramático. Esto es particularmente notable, ya que al mismo tiempo las neurosis y las obsesiones de los personajes hacen bastante difícil la empatía con ellos (a menos, claro está, que uno también sea un neurótico obsesivo o paranoico).

Hay otros logros sutiles y que demuestran cómo el mundo creativo ha cambiado en relación a la Guerra al Terror. Mirada superficialmente, Homeland podría confundirse con alguno de los productos patrioteros y xenófobos que inundaron los cines y las televisiones luego del 11 de setiembre de 2001, pero las diferencias son notorias si se las quiere encontrar. Es decir, los terroristas islámicos son claramente los villanos de la serie y ninguno de los personajes “buenos” parece haber votado alguna vez algo a la izquierda de George W Bush o haber tenido grandes dudas sobre la política exterior de Estados Unidos, pero el país que representa dista mucho de ser un paraíso unívoco. Más bien -y ése es uno de los distintivos de la serie- nada es lo que parece ser y la paranoia en la que se mueven los personajes no depende sólo de la amenaza terrorista, sino principalmente de la desconfianza y el desconocimiento hacia el entorno más íntimo, y también hacia las seguridades personales en las que se apoyan estos personajes. Sin ser una obra realmente crítica de las acciones de la CIA y el gobierno estadounidense, los tonos de grises van emergiendo a medida que pasan los capítulos hasta culminar en una serie de inversiones que, una vez más, no vamos a adelantar.

Más allá de la algarabía con la que Homeland fue recibida por la crítica y el público (es uno de los programas más exitosos de la historia del canal Showtime), se trata de una serie excelente, pero no de un producto excepcional -hasta ahora al menos- que marque un antes y un después como lo han hecho otras series. Esto no quita que sea de las mejores ofertas actuales de la pantalla chica, pero en relación a los auténticos milagros que han ocurrido durante los años anteriores, sus logros parecen un poco menores. Claro que tal vez sea simplemente que uno se haya malacostumbrado y esté esperando que todo sea un mojón televisivo como The Wire, pero eso es mucho pedir.