Federico Graña

Un paréntesis en el silencio. La reacción de sorpresa de mi entorno frente al brutal asesinato del joven gay chileno Daniel Zamudio y el instantáneo recurso de la excepcionalidad uruguaya reflejado en el “esto acá no pasa” me hizo reflexionar sobre la necesidad de romper el silencio, por lo menos por un momento. Porque como muy bien señaló la madre del joven chileno: “Detrás de mi hijo hay varios Daniel. Y por ellos voy a seguir luchando”.

Es por eso que hoy voy hablar del dolor, de la violencia, de los abusos, de los insultos y de los golpes. Voy a volver a vivir por un instante las burlas, las risas, las corridas, los empujones. Por unos segundos voy a dejar la vergüenza de lado, lo voy hacer por Daniel, por mí y por todos aquéllos y aquéllas que sufrieron en carne propia, a escondidas y entre dientes, el desprecio de esta sociedad. Porque sí, acá en Uruguay pasaron y pasan esto tipo de cosas.

Yo me sentí distinto desde mi adolescencia, y ya en ella tuve mis primeras experiencias sexuales con chicos de mi edad. Eran relaciones furtivas y secretas, pero alguien habló y ahí empezó el infierno. Primero el cuchicheo, las miradas, las risas. Después los insultos, los gritos por la calle identificándome, etiquetándome, señalándome, remarcándome que no me podía olvidar de que era “el puto”. Pero la cosa no terminó acá, porque la patota siempre se envalentona, comenzaron los empujones y casi en enseguida los manoseos. Mientras tanto el rumor se extendía, del liceo al barrio, del barrio al club y el cerco se estrechaba. Hasta que llegaron los momentos más feos. Un día algunos decidieron que por el simple hecho de ser gay, instantáneamente tenían el derecho de obligarme a tener sexo con ellos, me esperaron en una esquina, me manosearon, me escupieron, me insultaron, eran seis, apenas los conocía, en un descuido mientras se reían y me tenían contra la pared, me escapé. Corrí, cuadras y cuadras, no sé cuántas, sin mirar para atrás, llegué a mi casa y me callé, qué podía hacer, tenía sólo 16 años, mucho miedo y nadie con quien hablar. Hasta el día de hoy me callé.

Pero bueno, llegó la hora de hablar, de contar, de decirles a los que se sorprenden que esas cosas pasaron y pasan. ¿O qué fue acaso el asesinato de las dos chicas trans en el Parque Roosevelt? ¿Por qué ya pasaron casi dos meses y la policía no ha encontrado pistas? Llegó la hora de hablar, de contar, de no tener vergüenza. Llegó el momento de que tod@s, aunque sea por un momento, respiremos hondo y por lo menos hagamos un paréntesis en el silencio.

Diego Sempol

Dejar de callar. Durante años olvidé y negué. Había que desechar de la memoria como fuera posible golpes, palabras y gestos humillantes, risas lacerantes, miradas de condena, insinuaciones irritantes, acosos cotidianos y chantajes emocionales a cambio de no poner en palabras “mi secreto”. Había que aprender a detectar rápidamente a qué lugares no ir, jamás perder el control o ser espontáneo, a quién evitar en una reunión, a no ir al baño durante el recreo, no destacar demasiado, estudiar cuidadosamente a todos y evitar, a como diera lugar, que me identificaran. No había otra alternativa y estaba solo. Mucho de mí murió ahí. Era muy gurí para poder manejar bien el odio y lo peor de la gente.

Cuando pedí ayuda las respuestas fueron, incluso entre los pocos gays que conocí tiempo más tarde, llenas de culpa. "Eso te pasa porque no te sabés manejar. A mí nunca nadie me discriminó, me sé ubicar", me contestó una vez Daniel. Entendí que entre nosotros había un pacto de silencio implícito: de eso no se podía hablar, era demasiado doloroso e inconducente. Y eso se aplicaba incluso a situaciones extremas.

Un viernes de mayo de 1990 volvía de una fiesta junto con Martín y Paulo, que estaban saliendo juntos. En la parada, Martín se despidió de su novio con un beso, mientras yo paraba el ómnibus. Ese “desliz” -a las cinco de la mañana y bastante furtivo- fue suficiente. En el ómnibus venían dos policías jóvenes que los vieron. Cuando Martín y yo subimos comenzaron a silbarnos mientras se reían. Todo el viaje, con la complicidad del chofer y el guarda, siguieron burlándose. Nosotros, en un silencio tenso, ignorábamos sus insultos. Cuando nos levantamos para bajar, los dos canas se envalentonaron y uno nos gritó “chupapijas”. Martín no se aguantó y levantó su dedo medio segundo después que se abriera la puerta para bajar. A gritos los dos policías le pidieron al guarda que detuviera el ómnibus, se bajaron y se nos vinieron al humo.

Todo fue muy rápido. Uno de los canas me redujo contra el piso, y terminé con su rodilla sobre la nuca mientras me pegaba puñetazos en la espalda. A Martín, el cana más joven le dio varios puñetazos y luego le refregó la zona de sus genitales contra el rostro mientras le gritaba: “¡Querés chupar pija, puto de mierda!”; “Te voy a matar, hijo de puta!; ¡Te llevo a la comisaría y no salís vivo!”.

Luego de dos o tres patadas más, nos dejaron tirados en el piso. El ómnibus siguió como si nada. Logré encontrar mis lentes rotos, que en medio de la golpiza habían volado a algunos metros. Sólo hablamos esa vez entre nosotros sobre lo que nos pasó. Me crucé en los meses siguientes con Martín varias veces más, y hubo un silencio absoluto. Esa noche cuando llegué a casa y me acosté dolorido sólo estaba preocupado por que no se me notara ningún moretón al día siguiente. Nunca se lo conté a nadie. Sólo quería olvidar, pero ya no más. Muchos uruguayos y uruguayas viven un infierno todos los días. Es hora de dejar de callar.

Álvaro Queiruga

El fin de semana de mi suicidio. Tenía 19 años y ya sabía cómo iba a morir. Era un fin de semana largo y mis padres se habían ido a Buenos Aires. Me habían invitado, pero les inventé una excusa inexpugnable: tenía que preparar un examen. Mis hermanos ya no vivían con nosotros así que tenía la casa para mí. Había juntado todos los frascos de pastillas que me sonaban medianamente tóxicas. Mis viejos se fueron un viernes de mañana y ese mismo viernes -por la noche, para asegurarme de que, por algún percance imprevisto (tormenta, avería del barco, enfermedad repentina), no volvieran- iba a tomar una cantidad irreversible de pastillas. Llené un vaso grande con agua y amontoné las pastillas en la mesa. Pero pasó el viernes y no me animé. Tampoco el sábado. Y el domingo ya era tarde. Mis viejos hubieran llegado, me habrían encontrado inconsciente, la vergüenza de un intento fallido.

Por cobardía, por valentía, porque realmente no quería morir, no lo hice. Pero todo había conspirado para que lo intentara. A mis 19 años, era el único gay en el mundo. Era 1986 y ese mundo era muy distinto. No había internet ni celular, y en la tele sólo había cuatro canales que mostraban una sociedad exclusivamente heterosexual con el ocasional maricón culposo (recuerdo un personaje en Decalegrón al que detestaba). Estaba solo con mi deseo, sin un amigo, un familiar, un vecino en quien confiar. Todos eran o parecían heterosexuales y el único contacto con un homosexual que había tenido en el pasado no había sido positivo. Un primo de mi viejo caía de visita cada dos o tres años. Vivía en Nueva York y sólo se hablaba de él cuando aparecía, cargado de regalos exóticos y acompañado por algún “amigo”, ese eufemismo lleno de sentido. La familia entera lo trataba con un amable recelo y, entre cuchicheos misteriosos, se turnaba para que el primo y su amigo nunca estuvieran solos con alguno de los niños. No se decía nada, pero todos conspiraban para inculcarme que ser gay no estaba bien. De hecho, después supe que el primo se había ido de Uruguay porque el hermano, un jugador de fútbol, prácticamente lo había expulsado por la “vergüenza” que aquél le causaba.

Desde chico aprendí que mi sexualidad iba contra el ideal de familia que se me había enseñado -padre, madre, hijos-. Y en el liceo la cosa no mejoraba. El texto de biología (de tercer o cuarto año) advertía a los alumnos contra sus compañeros homosexuales y, si mal no recuerdo, recomendaba mantenerlos aislados. La mala educación reinante era efectiva. Ya en el barrio me habían gritado “puto”. Fue una sola vez, pero nunca más pasé por esa calle, para evitar la humillación. Yo también había aprendido la lección.

Todo eso lo hubiera soportado si en mi mente hubiera entrado la posibilidad de tener una vida feliz. Pero el modelo heterosexual no tenía fisuras y nadie había sabido mostrarme una alternativa. Ni mi familia, ni mis profesores, ni la televisión. La ignorancia, el prejuicio y la falta de información eran absolutas. Por suerte, las cosas han cambiado. Hoy, a través de internet, cualquiera puede acceder a sus pares y, en última instancia, contactar grupos LGTB. La televisión abunda en personajes queribles de gays, lesbianas y trans. El mundo ya no es tan heterosexual. Pero sigue habiendo textos de biología homofóbicos (*) y persisten las normas y las prácticas que nos convierten en ciudadanos de segunda clase y que, en definitiva, fomentan la muerte de gays, lesbianas y trans por mano propia o ajena.

Yo tuve la suerte de contar el cuento y de descubrir que la vida valía la pena. ¿Pero cuántos chiquilines habrá en todo el país que aún hoy viven su sexualidad con miedo y vergüenza?

(*) El libro "Educación para la salud", de A Anzalone, recomendado para tercer año de secundaria, sostiene que la homosexualidad se debe a “problemas familiares y sociales” y que aunque los adolescentes suelen tener fantasías homosexuales, éstas “no implican que haya algún riesgo de ser homosexual”, entre otras perlas.

Yanina Azzolina

Caí en las garras del Facebook porque una amiga de mi pareja publicó ahí sus fotos de un viaje y para verlas me invitó a la gran comunidad. Ya había logrado escabullirme de un par de invitaciones, así que frente a ésta simplemente me rendí.

No pasaron un par de semanas y me apareció en el muro (esa especie de pared virtual convertida en nuevo medio de comunicación) una invitación de una compañera del secundario y comprobé en carne propia lo que todo el mundo andaba experimentando: encuentros cercanos del tercer tipo con compañeros/as del colegio.

La invitación explicaba (para mi desgracia) que su iniciativa se debía al vigésimo aniversario de nuestro egreso de la susodicha institución. Le contesté (vía muro) que no había caído en la cuenta del aniversario. En principio parecía una buena iniciativa ¿qué puede tener de malo? Hasta que una se encuentra en algún pizza bar de Buenos Aires rodeada de 10 o 15 personas a las que no ve hace exactamente 20 años y con las que no tiene nada que ver... ¿O sí?

Nuestro encuentro vía muro se limitó a dejar la idea del encuentro flotando en el aire y pasarnos nuestros respectivos mails, lo que suscitó nuestro encuentro cercano virtual del cuarto tipo a través del chat en el msn.

El ser humano podrá evolucionar mucho, tecnológicamente hablando, pero básicamente yo creo que seguimos siendo de lo más previsible que hay sobre la faz de la Tierra, así que no tendrán que hacer mucho esfuerzo para imaginar nuestras primeras palabras esta vez vía chat. Lo que me llamó la atención es que su imagen (mi profesor de fotografía diría que hay muchas maneras de hacer un autorretrato) en el cuadro de diálogo del msn era una preciosa foto de Madonna. La conversación siguió por donde se imaginan hasta que ella dio el gran paso y preguntó: ¿casada, separada, juntada, con hijos? y en esos dos segundos que me tomé para escribir mi respuesta en el teclado... me di cuenta de que se deciden muchas cosas..., son dos segundos que sintetizan muchos años, muchas luchas, personales y colectivas.

"Estoy en pareja hace cuatro años con una uruguaya con la que convivo hace un tiempo ya. ¿Y vos?”, fue mi respuesta.

“Yo tengo dos hijos y me acabo de separar de una mujer maravillosa después de 6 años de convivencia”, contestó ella. Sonrisa vuelta carcajada abierta fue mi reacción mientras le confesaba que la foto de Madonna me había dado alguna pista (por esa cuestión tan poco explorada acerca de que representa un ícono para la "comunidad") y que obviamente suscitó su carcajada también, conduciendo nuestra charla virtual por carriles mucho más amables y cercanos, hasta que obviamente nos pasamos nuestros celulares para algún día ¿encontrarnos?

Cuando me preguntan (o cuando me pregunto) ¿cuándo saliste del placard? o ¿cuándo hiciste tu coming out? o como quieran llamarlo, mi sensación y mi respuesta es que es todos los días.

Todos los días estoy tomando la decisión de salir del placard, cuando tengo que optar si con una respuesta dejo ver cuál es mi elección a la hora de ir a la cama con alguien o construir una vida en pareja. Sobre todo cuando me paro frente alguien que me pregunta si me casé, me junté o me separé pensando que la contraparte de esos hechos en mi vida sólo puede ser un hombre, porque yo soy una mujer. Romper todo ese preconcepto con una respuesta es todo un hecho en sí mismo. Porque por más evolucionados tecnológicamente que estemos sabemos que se sigue tomando como una contravención acostarnos con alguien de nuestro mismo sexo. Es lo inconsciente, lo aprendido, lo implícito, el código común que manejamos como sociedad.

Estamos mejor, no cabe duda, gracias a todas esas luchas personales y colectivas de tantos años. Pero en esos dos segundos que me tomo para contestar, en esos dos segundos que miro alrededor para ver si da ir de la mano con mi chica por la calle o darnos un beso en público o simplemente abrazarnos, pongo en la balanza tantas cosas... Porque hay días en los que no dan ganas de que por ese simple hecho, un hecho personal, un gesto de amor, exista la posibilidad de recibir una agresión, una burla, una mirada inquisidora o descalificadora que nos quiera devolver a la vereda de lo que "debe ser" según los parámetros establecidos socialmente.

Por eso hay situaciones en las que decido no exponerme. Y a veces es entendible o no, y nos podríamos poner a discutir un buen rato, porque ése es el punto: lo que para algunos/as es "natural", cotidiano, yo diría casi automático, para otros/as es una decisión, nos lleva un paso más y por momentos la sensación es que se torna altamente cansador e injusto. Por eso es la lucha: personal y colectiva, para que nuestros gestos también sean tomados por el resto como "naturales", nuestros sentimientos sean tomados como "naturales", nuestras vidas finalmente aceptadas naturalmente para que nadie, por ejemplo, nunca más tenga que morir de un escopetazo como Natalia Gaitán, sólo por amar a otra mujer.

Porque estamos mejor y vamos ganando pequeñas y grandes batallas, no cabe la menor duda, pero todavía nuestra elección no deja de ser "algo que no está bien, pero viene siendo peor no aceptar", plausible de ser objeto de discriminación. Y es entonces cuando hacer una marcha del "orgullo" o actividades por el Día Mundial contra la Homofobia no tiene que ver con reivindicar el "gueto", como alguna vez escuché decir, o automarginarnos, sino más bien viene siendo todo lo contrario: es para que las próximas generaciones no tengan que tomarse esos dos segundos para responder en ninguna situación (entre otras cosas). Como diría un amigo: "Queremos los mismos derechos con los mismos nombres".

Hay días en que esa misma humanidad que nos vuelve tan previsibles nos hace también vulnerables. Por eso en mi caso personal mi "sí, soy lesbiana" empezó hace tanto... y sigue siendo todos los días.

Fabiana Rodríguez

Tomé un ómnibus de Cutcsa y fui hasta el destino donde hay un parque grande. Estaba el chofer y subieron dos amigos del chofer, y yo me bajo en la penúltima parada y ya no había nadie, y cuando me quiero bajar no me abren la puerta y el ómnibus sigue hacia donde está el parque. Yo les empecé a decir “abrime la puerta”, “no se hagan los vivos”, me puse en una postura firme pero en un momento me quebré y me puse bastante mal por el hecho de que eran tres hombres grandotes que se estaban burlando de mí y riéndose de mí, íbamos a un lugar completamente oscuro y no sabía qué iba a pasar arriba de ese ómnibus. Quisieron violarme y de la peor forma. Ahí yo les dije que le iba a decir a la Policía y me dijeron: “Pero si vos sos un travesti, ¿quién te va a hacer caso?”. Zafé con violencia. Al final de cuentas yo no sé si querían violarme o si querían burlarse de mí con esa acción.

Otra vez entré al baño de Mc Donald’s y la mujer que cuida entra atrás mío y me pide que me vaya. [...] Después intenté hablar con el responsable de personal y me dijo: “Por favor, retirate”. El argumento para echarme era que me estaba drogando. Yo no consumo drogas. Soy una mujer íntegra, estudio, trabajo, tengo una familia y el único argumento que me daban era que me estaba drogando. Mientras la mujer repetía todo el tiempo: “¿Por qué no se va, caballero?”. Me fui a la comisaría 3ª y no me atendieron por ser trans y se empezaron a reír y a burlar de mí. Terminé en la Comisaría de la Mujer, donde ahí sí me tomaron la denuncia.