En 2008 La región más transparente cumplió 50 años de publicada y la Real Academia decidió realizar una edición conmemorativa, con el agregado de numerosos textos críticos y mediante un convenio que garantizaba la venta de la novela a precios populares en toda Hispanoamérica. Hasta entonces, sólo dos obras habían recibido ese trato: Don Quijote y Cien años de soledad. El dato muestra el consenso académico que recibió la obra más conocida del multipremiado Carlos Fuentes y también lo aproxima al lugar que frecuentó en la literatura latinoamericana. Fuentes solía hablar de la obra de su colega García Márquez como “la novela que todos estábamos esperando”, aludiendo a que había un movimiento continental al que sólo le faltaba lograr visibilidad mediante una obra de éxito masivo y crítico.

Ya en 1969 publicaba sus ideas sobre el género en La nueva novela latinoamericana, en la que el punto pivotal es Pedro Páramo (1955), por su ruptura con la tradición naturalista, descriptiva y por la incorporación de la ambigüedad y de la realidad revolucionaria. Aunque revisaría y ampliaría su canon en un libro publicado el año pasado, La gran novela latinoamericana, lo que Fuentes vio en Rulfo es también una pista sobre cómo leer sus propias novelas, tomando nota también de su interés constante por recontar la historia.

Estas preocupaciones son patentes desde su debut en novela con La región más transparente -que estuvo precedida por el libro de cuentos Los días enmascarados- en la que mezclaba el retrato de la actualidad urbana con el problema de los orígenes precolombinos. “Los mexicanos vieron en esta novela un mural muy simbólico y al mismo tiempo muy ceñido al detalle de la mezcla de clases. Era una novela muralística con choferes de taxi, prostitutas, figuras de esta sociedad banal y escritores fracasados. Era todo y especialmente la vibración de la ciudad, el ruido de la ciudad”, comentó el crítico cultural Carlos Monsiváis. La novela también es una genealogía imperfecta de la revolución mexicana, con sus caudillos triunfantes y sus líderes derrotados. “Las revoluciones las hacen los hombres de carne y hueso y no los santos, y todas acaban por crear una nueva casta privilegiada”, ha dicho Fuentes, y su crítica a la clase que emergió tras la revolución mexicana de 1910 se prolongaría en el resto de su narrativa y su ensayística.

Es el caso de La muerte de Artemio Cruz (1962), tal vez su novela mejor recibida en el Río de la Plata, cuyo protagonista es un empresario corrupto que rememora cómo medró gracias a la revolución que entronizó en el poder al Partido Revolucionario Institucional -el nombre contradictorio es bastante explícito-, creando lo que otro compañero de Fuentes en el enjuiciamiento literario a las dinastías del poder latinoamericanas, Mario Vargas Llosa, llamó “la dictadura perfecta”. El mismo año en que se publica La muerte de Artemio Cruz aparece Aura, un novela breve de ribetes fantásticos y eróticos, en la que el interés por el pasado es evidenciado en la figura protagónica, un historiador joven que acepta biografiar a un caudillo revolucionario.

Pero sin dudas, la más ambiciosa novela histórica de Fuentes llegaría en 1975: Terra Nostra no sólo recibió el premio venezolano Rómulo Gallegos, sino que lo inscribió en el panorama global de la literatura experimental posmoderna. Ambientada en diversos momentos de los siglos XV y XVI -entre el descubrimiento de América como inicio de la conquista y la muerte de Felipe II como marca del declive del imperio español-, la novela comienza y termina en el “futuro” de 1999. Ese recurso de la ciencia-ficción, más la utilización de una pluralidad de voces y personajes históricos que se superponen y reciclan, y el agregado del nivel metanarrativo (buen ejemplo es un homenaje al Libro de Manuel con la cita a la “superjoda”, un juego entre personajes de Cortázar, Borges, Carpentier, García Márquez y Donoso, que compiten para ver quién tiene una historia nacional más oprobiosa) pusieron a Fuentes en la misma categoría que Thomas Pynchon o John Barth en cuanto a originalidad e imaginación para potenciar el revisionismo histórico.

Sin el PRI, todo

Hijo de diplomático, Fuentes nació en Guatemala y pasó la infancia en diversas capitales latinoamericanas, incluida una estancia prolongada en Río de Janeiro (donde conoció a Alfonso Reyes, uno de sus maestros intelectuales junto a Octavio Paz) y otra más breve en Montevideo (la naturaleza de su vínculo con nuestro país y especialmente con el ex presidente Sanguinetti es investigada por Alejandro Pareja, en http://ladiaria.com.uy/Uy ).

Como Pablo Neruda, él mismo pasó a pertenecer a la categoría de escritores-diplomáticos cuando en 1975 aceptó ser embajador mexicano en París, donde residía desde hacía un tiempo. Renunció dos años después, cuando Gustavo Díaz Ordaz fue nombrado embajador en España. Díaz Ordaz era el presidente de México en 1968, cuando ocurrió la masacre de Tlatelolco, en la que un número indeterminado de estudiantes fueron asesinados por la Policía, y Fuentes -como muchos otros- lo responsabilizaba por el crimen.

Con los años, su visión del 68 mexicano iría adquiriendo matices optimistas, ya que consideraba que, tal como el 68 checo había producido la caída del régimen en 1989 y el 68 francés había promovido el declive del PC y el ascenso del PS, el 68 mexicano habría iniciado el descenso del PRI, que en los 90 desembocó en alternativas reales por derecha e izquierda, a las que valoraba de forma semejante.