En un paralelismo que seguramente horrorizaría al Vargas Llosa que escribió el libro que comentamos aquí, se podría decir que Guy Debord fue al pensamiento de fines del siglo XX lo que Velvet Underground fue al rock de ese mismo tiempo; es decir, ignorado, subestimado y absolutamente marginal en su momento -hasta que su obra fue redescubierta y contextualizada en su importancia por el teórico cultural (y crítico de rock) Greil Marcus en el libro Rastros de carmín (1989)-. La influencia y clarividencia del fundador del movimiento situacionista no ha hecho otra cosa que crecer en las décadas siguientes, pudiéndose rastrear sus ramificaciones en movimientos y obras de ficción contemporáneos (como el Mayo Francés o el Libro de Manuel, de Julio Cortázar), hasta convertirse en una referencia ineludible cada vez que se habla de cultura de masas y procesos de imbecilización colectiva. Como el propio Vargas Llosa reconoce, su nuevo ensayo sobre la cultura de masas actual evoca desde el título al principal libro de Debord -La sociedad del espectáculo (1967)-, cuya negatividad en relación a la cultura del entretenimiento coincide en muchos de sus postulados con el libro de Vargas Llosa. Sin embargo, el heterodoxo marxismo de Debord no le resulta muy cómodo al liberal escritor peruano, por lo que en La civilización del espectáculo, Vargas Llosa arma su marco teórico tomando a Debord como uno de los ejes, pero complementándolo con el hoy en día algo olvidado (pero fascinante) Notas para la definición de la cultura (1948), del elitista TS Eliot, y con el texto -En el castillo de Barba Azul: aproximación a un nuevo concepto de cultura (1971)- con el que George Steiner criticaba los razonamientos de Eliot a la luz de los horrores del siglo XX. También hay un poco de Foucault, un poco de Frédéric Martel y muy poco más de material de confrontación, en términos intelectuales. Muy poco para tratarse de un libro de teoría cultural de temática tan inabarcable. Pero con sensatez -y aunque se refiera (en tono generalmente crítico) a los estudios académicos frecuentemente-, Vargas Llosa deja en claro que se trata de un ensayo subjetivo, cuyo valor depende más que de su marco o la investigación de su propia elocuencia y el respeto a su figura, pero aún así el asunto parece desbordar las escasas 250 páginas de respetable tipografía que componen este volumen. La civilización del espectáculo está concebido como un grito de horror ante el estado de la cultura occidental actual, reducida a una tabula rasa por el posmodernismo y cooptada -no sólo en términos de popularidad sino también de influencia- por sus productos más bastos, alienantes y prejuiciosos. Un reclamo sin dudas compartible y que necesitaba que algún peso pesado se lo pusiera a los hombros para señalar al emperador desnudo y no ser relativizado de inmediato por los defensores de la basura con alegatos acerca de “¿qué entendemos por ropa?”. Para ser un libro que intenta ser un ariete contra la cultura light, la verdad es que La civilización del espectáculo es bastante liviano. Para ser un intelectual famoso por su ética laboral y por los -en ocasiones- monstruosos trabajos de investigación que se toma para elaborar sus obras, tanto de ficción como de ensayo, La civilización del espectáculo parece por momentos un libro perezoso. No sólo su marco teórico es muy acotado, sino que las generalizaciones y afirmaciones vagas y/o meramente emotivas abundan. Buena parte del libro está compuesto por columnas publicadas en el diario madrileño El País -ese medio curioso que sigue pareciendo culto, serio y progresista, a pesar de ya no ser ninguna de las tres cosas-, siendo éstas las que se acotan más estrictamente a ejemplos ilustrativos, y el resto confluye en una especie de extensa queja en la que cuesta mucho diferenciar lo que es una observación relativamente objetiva y lo que es simplemente la nostalgia de un mundo en el que su obra y la de sus colegas coetáneos eran decisivas. Cuando sale del ámbito literario, Vargas Llosa pisa con poca seguridad, y afirma, por ejemplo, que el cine actual “ya no produce creadores como Ingmar Bergman, Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono el cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gaugin o Van Gogh en pintura, o un Dario Fo a un Chejov o un Ibsen en teatro”. Sin pretender que se está pasando por un momento de gloria de la cinematografía mundial, cuando para ser exacto se está viviendo un período particularmente feo y superficial del cine estadounidense (a causa de algunos de los motivos que Vargas Llosa apunta en el libro), a ningún cinéfilo, o siquiera a alguien que concurra habitualmente al cine, se le ocurriría poner como principal ejemplo de cine artístico y serio al avejentado Allen. Vargas Llosa compra, en cierta forma, al igual que el público al que critica, la idea marketinera de Allen como exponente privilegiado del cine de autor, ignorando a los auténticos equivalentes de Bergman, Visconti o Buñuel, cineastas mucho más respetables que Allen -y razonablemente populares- como David Lynch, Michael Haneke, Terrence Malick, Mike Leigh, Jafar Panahi o Wong Kar-wai (por nombrar sólo un puñado), que aún siguen planteando al cine como una forma cultivada de arte y no un mero entretenimiento. Similares vaguedades se pueden anotar en relación a sus ejemplos en el mundo de la cultura popular (reducir a los Rolling Stones a un modelo de superficialidad musical implica no sólo haber estado en la Luna hasta 1978 aproximadamente, sino también seguirlo estando hoy en día en relación a otros ejemplos mucho más acertados y obvios). Más convincente es cuando habla de lo suyo, de la literatura, y del progresivo deterioro de la capacidad de sinapsis, concentración y abstracción que demuestran las generaciones posliterarias. Pero salvando algunas observaciones interesantes relacionadas al trabajo de Nicholas Carr, Vargas Llosa también abandona este campo de batalla en el que cuenta con más armas para recaer en una de las obsesiones de su madurez: la política y los horrores del populismo. T>Las trampas que uno tiende a sí mismo P>Devenido, luego de su conversión al pensamiento neoliberal y a la condición de apóstata de la Revolución Cubana, bestia negra de la izquierda cultural, Vargas Llosa ha sido juzgado con una severidad que posiblemente no se merezca, así como el calificativo de “facho” que se le suele endilgar cuando el pensamiento del escritor ha sido por lo general estrictamente liberal y mucho menos dogmático que otros tanques del pensamiento de derecha latinoamericano como Andrés Oppenheimer, Carlos Montaner, nuestro Julio María Sanguinetti o su propio hijo, Álvaro. Pero siendo un claro exponente de la ética del intelectual comprometido sartreano (dejando de lado el signo político de su compromiso), no hay forma de que un libro como La civilización del espectáculo no caiga dentro de un marco ideológicamente muy sesgado (hacia la derecha liberal), lo cual presenta una serie de problemas que Vargas Llosa no quiere o no puede solucionar sin entrar en conflicto con su propio discurso. Pero es difícil criticar a un discurso tan férreo como para afirmar que el mercado libre es un “sistema insuperado e insuperable para la asignación de recursos”, proyectando al históricamente reciente capitalismo neoliberal. Si bien pueden compartirse algunos apuntes supraideológicos (en el sentido de las divisiones ideológicas tradicionales) en el problema de superficialidad y función entumecedora del entretenimiento actual, Vargas Llosa se niega a tender las conexiones obvias entre esta degradación del pensamiento y la lógica acumulativa y homogenizadora del capitalismo globalizado. Es decir, Vargas Llosa encuentra su casa con los muebles destrozados, marcas de dientes en los almohadones, excremento canino encima de su cama y pelo canino cubriendo la alfombra, pero se niega a hablar de la existencia de un perro, prefiriendo dar vueltas acerca de las relaciones entre hombres y animales, la convivencia entre especies distintas o la mala calidad de los almohadones. Es asombroso que en un libro que versa sobre la superficialidad de la cultura actual y su función utilitaria, la palabra “consumo” esté prácticamente ausente, pero no es la única paradoja del libro. Algunas de estas paradojas son casi tragicómicas en este deseo de encontrar culpables que no sean aliados en este fenómeno tan complejo. Por ejemplo, una de las hipótesis que recalca Vargas Llosa es la de que esta degradación cultural de Occidente (que siente, como muchos, pero le cuesta demostrar) tiene su origen en los estados de bienestar europeos de la posguerra, en la aparición del ocio como un fenómeno general y en el descenso de los estándares de cultura con el objetivo de democratizar la educación. Pero ni la realidad ni el pasado es lo que uno quiere que sean y estas afirmaciones ideologizadas -los estados de bienestar europeos de la posguerra serían, en este mundo actual brutalmente corrido hacia la derecha en términos económicos, lisa y llanamente socialistas, y por lo tanto bastante reprobables para Vargas Llosa- chocan brutalmente con el comprobable florecer cultural vivido en todo Occidente, cuando esos estados de bienestar produjeron la primera generación del siglo XX crecida en ámbitos razonablemente equitativos y tolerantes. Lo tragicómico en este caso es que Vargas Llosa y su generación de escritores (que queremos creer que no incluye dentro de la “civilización del espectáculo”), son en cierta forma no sólo compañeros de ruta de esos procesos europeos, sino en parte sus hijos directos, al menos si se toma en cuenta la formación intelectual de varios de sus principales nombres -incluyendo al propio Vargas Llosa-, que residieron y se formaron en esa misma Europa de posguerra, que siguiendo su razonamiento sería tan desaprensiva y decadente como para admitir a los escritores del boom latinomericano educándose en su seno. Lastrado por las necesidades/necedades de su estricto discurso político, el libro se hunde debajo de las buenas intenciones de este Vargas Llosa obsesionado por encajar todo el proceso de imbecilización actual en un cuadro de causas y efectos únicos. Pero de buenas intenciones están pavimentados los caminos a los peores lugares, y la levedad y simpleza de La civilización del espectáculo terminan siendo debilidades insuperables de un texto concebido como un manifiesto en contra de la metástasis de esas características en toda la civilización actual.