Pocas profesiones como la de publicitario permiten una diferencia tan grande entre la valoración que le asignan quienes la practican y la opinión que de ellas tiene el resto de la sociedad. La serie Mad Men no achica esa brecha, pero sin dudas la vuelve más atractiva. A la vez que una exploración al mundo de la publicidad en Estados Unidos -"Mad Men" quiere decir "locos", pero también es el apelativo que recibían quienes trabajaban en Madison Avenue, la calle neoyorquina que concentraba a las agencias del ramo-, el programa es una mirada novedosa a la década que obsesiona a nuestra cultura: los años 60.

Mentirosillos

Hasta que empezó esta temporada de la serie -hace un mes en Estados Unidos, hace una semana en cable local-, se podía decir que Don Draper (John Hamm) era el protagonista. Galán full time, mujeriego, es el creativo estrella de la agencia (ficticia) Sterling Cooper. Pero hay algo más: Don Draper es un impostor absoluto. Combatiente en la guerra de Corea, aprovechó la oportunidad de usurpar la identidad de un soldado que murió justo antes de que le dieran de baja. No sólo era su chance de zafar del ejército, sino de comenzar una vida nueva: hijo de una prostituta, buscaba alejarse de su infancia, transcurrida en una granja pobre junto a su padrastro. Al volver a Estados Unidos, se hace vendedor de autos usados y luego pasa a encargarse de las promociones de una tienda de ropa; allí lo descubre Roger Sterling, hijo del cofundador de la agencia Sterling Cooper.

Acumulación de obviedades negativas sobre la ocupación publicitaria -contemos: estafador, hijo de puta, voluble-, Don Draper es también superlativamente carismático; seduce con la misma facilidad a mujeres hermosas y a clientes poderosos. Pero su fortaleza como personaje tiene raíces menos obvias. Durante las primeras temporadas, mucho giraba en torno al secreto sobre su verdadera identidad; en paralelo a esa tensión propia de un thriller, los guionistas lograron dotar al personaje de un potencial empático extra al mostrar la incomodidad que lo acechaba intermitentemente, exhibiéndolo como un hombre que se siente fuera de lugar. Así que si, por un lado, gran parte de la audiencia se enganchaba con el langa y sus conquistas, otra se veía reflejada en las dudas de alguien que consigue funcionar exitosamente, pero no alcanza a encajar del todo.

Don Draper representa, además, uno de los polos de un combate que vivió la publicidad primermundista sobre fines de los 50. Observador, inteligente, se mueve a puro olfato en tanto muchos de sus compañeros de la vieja guardia son deudores del culto a los estudios de mercado y el pseudocientificismo. Pero, si bien la serie es, entre otras cosas, un seguimiento de su ascenso interno -en la temporada dos lo hacen socio minoritario de la empresa, y al final de la temporada tres, socio mayoritario de la nueva agencia Sterling Cooper Draper Pryce-, también es el registro de los cambios -políticos, sociales, económicos, cotidianos- que atraviesa la sociedad estadounidense a lo largo de los 60. Y en el año en que se ambienta esta quinta temporada, 1967, Draper, ya cuarentón, divorciado y vuelto a casar, no está del todo en sintonía con las tendencias dominantes (es su hija de diez años, y no él, quien escucha a The Beatles).

Por esto, su antagonista no es su antiguo mentor Roger Sterling -después de todo es un ejecutivo de cuentas cuya función parece ser beber con sus clientes, como Rock Hudson en la película Lover Come Back- ni el más joven y ascendente Peter Campbell -de familia patricia y educación privilegiada-, sino la también self made creativa Peggy Olsen (Elisabeth Moss).

Un escritorio propio

Las críticas a lo estereotipado del personaje Don Draper podrían aplicarse igualmente a Peggy Olsen. De familia religiosa (en Estados Unidos los católicos son vistos como especialmente conservadores), comienza a trabajar como secretaria y se abre camino como creativa, bajo el auspicio inicial de Don. También él será el encargado de ayudarla a encubrir un asunto delicado: embarazada de Pete Cambell, decide parir en secreto y dar su bebé en adopción. Poco a poco, mientras Don se vuelve más conformista y relajado, Peggy se obsesiona con el trabajo. Además, está especialmente dotada para asimilar las transformaciones de la época: aparte de sus evidentes ventajas de género -el feminismo acá no es tanto un asunto político como una manera de entender las apetencias de los consumidores-, Peggy desarrolla una combinación de cautela y apertura que le permite experimentar no sólo con drogas de moda, sino especialmente con relaciones novedosas (parece chiste, pero tiene una amiga lesbiana y una amiga negra).

En el actual momento de la serie, es ella la que integra diversas líneas de contexto histórico que antes se repartían entre distintos personajes. Por caso, su amistad con una secretaria afrodescendiente da entrada a los comentarios sobre los enfrentamientos callejeros por asuntos raciales que ocurrieron en Chicago y Nueva York. Es ella la que va a happenings y recitales -Don tenía una amante beatnik, pero mantenía distancia respecto de su subcultura- y, sobre todo, es ella la que intenta aprovechar laboralmente su inmersión en la cultura juvenil. Un buen ejemplo es el capítulo 6 de esta quinta temporada: allí Peggy intenta convencer a la gente de Heinz de que su poco glamoroso producto -porotos- puede ser vendido apelando al espíritu adolescente (fogata, guitarreada). Fracasa, claro, porque no todo es exageración en Mad Men, pero no son pocos los casos -en la serie y fuera de ella- en los que propuestas propagandísticas similares se realizaron y funcionaron (Chrystler vendía una de sus marcas con el eslogan “La rebelion Dodge” y la telefónica cuasi monopólica AT&T utilizó el tema “The Times They Are A-Changin”, de Bob Dylan”).

En The Conquest of Cool (1997), Thomas Frank sostiene que la llamada contracultura no fue “cooptada” por el sistema, sino que tenía un componente consumista que fue aprovechado naturalmente por el mundo de la publicidad. De acuerdo a este historiador de las ideas, los publicistas jóvenes vieron en la cultura emergente a aliados efectivos en contra de sus propios “enemigos” dentro de la profesión, y es -en parte- a partir del éxito de esa alianza propagandística que hoy se considera a los 60 una época de transformaciones radicales, sea desde la crítica o desde la reivindicación del período. Dejando de lado los problemas de “traducción” a la historia rioplatense (ver entrevista con Vania Markarian en la diaria del 18/04/12), no caben dudas de que es Peggy Olson, y ya no Don Draper, quien representa mejor esa sinergia contracultura-publicidad (obvia en la industria musical) y quien debería cobrar mayor protagonismo a medida que la serie se interna en el final de la década de los 60.

Así, tanto historia real como historia ficticia apuntan a que sea a través de Peggy Olson que esta serie, multipremiada por la crítica y por el rating, consiga mantener su enorme arrastre. Ya los “chistes epocales” (bebida en el trabajo, televisión como castigo para los niños, cigarrillos durante el embarazo) dejaron de hacer efecto y la microtendencia en el vestir que impusieron los elegantes trajes de Don, Peter Campbell y Roger Sterling empieza a pasar de moda. El otro golpe podría venir por el lado formal, a juzgar por la hasta ayer última entrega emitida en Estados Unidos (el mencionado capítulo 6, escrito por el propio Matthew Wiener, creador de la serie), que arriesga un giro temático-narrativo atendible: Roger toma LSD (¡con Timothy Leary!), Peggy fuma porro (y masturba a un desconocido en un cine) y Don se desencuentra con su esposa-modelo, mientras la historia hace un rulo similar al de Mullholand Drive, la película de David Lynch, permitiendo por lo menos dos series de reconstrucciones cronológicas. Se trata de una pequeña proeza televisiva, pero, justamente, como toda hazaña es difícil de repetir.