Los que creen que el rock y el pop se valorizan esencialmente por elementos extramusicales y significados históricos tal vez no tengan muy en alto el trabajo de Bee Gees, una banda dedicada casi con exclusividad a alcanzar el éxito numérico de todas las formas posibles, pero los que tengan honestidad intelectual en términos compositivos saben que estos tres hermanos compusieron un catálogo de canciones perfectas, de una inmediatez melódica y no poca complejidad estructural, que tiene pocos equivalentes en la música popular del siglo XX. De hecho, la comparación más habitual que se les suele hacer -aunque les resulte exagerada o molesta a muchos- es con la dupla Lennon-McCartney.
Claro que las diferencias son muchas. A desemejanza de The Beatles, los Bee Gees nunca se propusieron cambiar la música y la cultura mundial, y si lo hicieron fue de rebote, mientras buscaban lo único que siempre les obsesionó: generar grandes canciones pop que treparan a la cima de las listas de éxitos de todas partes. Una obsesión temprana que llevó a los hermanos Gibb -Barry, Robin y Maurice (nacidos en Gran Bretaña pero crecidos en Australia, algo que siempre dejó en entredicho su auténtica procedencia)- a formar grupos vocales desde su adolescencia, durante la que llamaron la atención con su precoz sentido de las armonías vocales, su manejo de varios instrumentos y la capacidad de Barry para componer. Luego de una serie de éxitos locales, decidieron regresar a su país natal -un polo cultural mucho más importante que Australia-, donde, siguiendo los pasos de The Beatles, tomaron como manager a un ocasional socio de Brian Epstein, Robert Stigwood, quien dirigiría con aciertos (y brutales errores) en los años venideros.
Los Bee Gees se revelaron como una formación musicalmente omnívora -con una permanente deuda con el lado más melódico del cuarteto de Liverpool- y comenzaron a editar canciones de éxito en hilera (“New York Mining Disaster 1941”, “Holiday”, “I Gotta Get a Message to You”, “Massachusetts”), además de componer profesionalmente para artistas del calibre de Janis Joplin, Nina Simone, Al Green, Elvis Presley u Otis Redding (para quien Barry compuso la estremecedora “To Love Somebody”, clásico conocido y admirado hasta por los detractores de los hermanos Gibb).
Dentro de los roles de personalidad y voz en los Bee Gees, Robin era el más delicado y sensible -algo que se correspondía con su imagen frágil y delgada, en contraste con el aspecto leonino de su hermano mayor Barry y con la nulidad visual de su mellizo Maurice- y su principal aporte a la banda fue el distintivo vibrado de su voz, que durante un buen tiempo se convirtió en uno de los rasgos más reconocibles de los Bee Gees. Tal vez la mejor demostración de ese vibrato sea la del fabuloso tema “I Started a Joke”, que además compuso; una canción tan dramática como enigmática, que sigue eclipsando a éxitos posteriores y menos atractivos de la banda.
Robin era también, en cierta forma, el hermano disidente del grupo. Su carisma romántico a lo Nito Mestre -detrás del que se ocultaba un agudo sentido del humor- y su voz enternecedora lo fueron convirtiendo en el centro del grupo, relegando a su hermano, quien había sido desde el principio el líder y principal compositor, lo cual fue generando una serie de problemas de ego que eclosionaron luego de la grabación de su disco doble Odessa (1969) -considerado por muchos la obra cumbre de los hermanos Gibb-, donde las discusiones acerca de qué tema iba a ser el de difusión lo llevaron a abandonar el grupo e incursionar en una carrera solista que seguiría con interrupciones y ocasionales éxitos individuales como “Saved by the Bell” (que suele considerarse un tema de los Bee Gees), “Juliet” y “Boys Do Fall in Love”.
Al costado
Robin volvería al seno de los Bee Gees en 1971 para el disco 2 Years On, y volvería a asumir el rol de cantante principal en éxitos como “My World” o “How Can You Mend a Broken Heart?”, en discos en los que los hermanos se aproximaban más al estilo pop baladero-teatral de The Carpenters. Pero en 1975 -y sin que hubieran sufrido un revés popular que lo justificara- los Bee Gees hicieron uno de los cambios estilísticos más radicales que se recuerde en la historia del pop, cuando seducidos por el funk estilizado del “sonido Philadelphia” editaron Main Course, en el que se sumaban a la incipiente escena de la música disco, de la que se convertirían en los principales exponentes mundiales con la banda de sonido de Saturday Night Fever (1977), un disco monstruoso en términos de masificación, que los convirtió en los artistas más populares del mundo. Este éxito tuvo un tal vez involuntario desplazamiento de Robin como cantante principal, al apoyarse casi la totalidad de los nuevos hits en el estridente falsete estrenado por Barry para emular a los cantantes de soul negros. Relegado a un segundo plano, Robin siguió, no obstante, siendo el Bee Gees favorito de muchos, sobre todo gracias a los shows en vivo, en los que se recuperaban muchos temas de sus etapas anteriores (sorprendiendo a más de un desprevenido que no podía asociar a los entusiastas del baile de “Night Fever” con la melancolía folk de “Melody Fair”). Pero un estallido como el de la música disco inevitablemente produjo una saturación -cimentada con excesos como las versiones disco de Beethoven- que a su vez fue causa de la reacción adversa más radical que recuerde la música popular. De vender decenas de millones de discos, los Bee Gees pasaron a ver cómo esos mismos discos eran quemados -junto a sus fotos- en fiestas de “Muerte al disco” organizadas por todo Estados Unidos y, apenas tres años después de su cenit, para el comienzo de los años 80 no había nada más fuera de moda y anticuado que la música disco y su cultura.
En lugar de intentar reconvertirse a nuevos estilos, los prolíficos Bee Gees -desbordados por la magnitud de su éxito- decidieron replegarse y abandonar los estudios y escenarios, sin por ello dejar de hacer lo que hacían mejor, es decir, componer canciones, algo que siguieron haciendo con igual fortuna para artistas tan diversos como Dolly Parton o Barbra Streisand. Recién en 1987 volvieron a editar un disco -y a conseguir un hit con “You Win Again”-, tras lo cual se mantuvieron componiendo y grabando con un cierto bajo perfil.
Luego del fallecimiento del hermano menor Andy (quien nunca integró el grupo pero siguió una exitosa carrera como solista a su sombra) en 1988, a causa de un problema cardíaco que puede tener que ver con un exceso de cocaína, y el de Maurice en 2003, en lo que posiblemente haya sido un caso de mala praxis médica, los Bee Gees dejaron de existir en la práctica, recordándose su nombre más que nada por la visceral oposición de los hermanos a la difusión ilegal vía internet de su música, algo que no sorprende mucho si se tiene en cuenta lo que deben de ser los derechos de autor de semejante sucesión de éxitos.
Hubo un tiempo
Robin Gibb siempre tuvo un cierto resentimiento hacia el hecho de que -a pesar de haber vendido más discos que ABBA, los Rolling Stones o Elton John- los Bee Gees nunca tuvieron un reconocimiento o una reivindicación similar, ni siquiera luego de la trágica muerte de Maurice. Hay muchas explicaciones para esto y posiblemente estén arraigadas en el matrimonio estético del grupo con la música disco, la saturación producida por ella y la reacción adversa subsecuente, pero ninguna de estas explicaciones es musical, un área en la que -con sus excesos kitsch- los hermanos Gibb sobresalían.
Algo de este resentimiento y ninguneo tiene bases estilísticas en la exageración de algunos recursos interpretativos; uno puede ahorrarse muchas explicaciones sobre recursos de canto, simplemente poniendo a Robin Gibb como ejemplo de vibrato y a Barry de falsete, y su vestuario e imagen a mediados de los 70 siguen siendo más bien imperdonables. Pero hoy en día es mucho más fácil percibir que lo principal de la reacción negativa hacia la música disco -al menos en el hemisferio norte- no provenía tanto de los rockeros ofendidos por haber sido desplazados (decenas de ellos, desde los Rolling Stones hasta The Clash, pasando por Pink Floyd, Blondie o los Talking Heads juguetearon con esos ritmos y bases), ni de la alta cultura ofendida por su superficialidad, sino más bien de las fuerzas conservadoras emergentes que se plasmarían en los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, a las cuales les resultaba ofensivo el hedonismo, la multirracialidad y la libertad sexual que la música disco representaba en forma no programática. Los Bee Gees tal vez no eran una agrupación que demostrara mayores intereses ideológicos, pero sí eran un grupo de músicos blancos que se habían aproximado a la música negra hasta volverse los principales expositores de uno de sus géneros, algo que para ciertas formas de racismo esteticista es el cenit del mal gusto.
En Uruguay, además, su música está también asociada con su uso hegemónico durante la dictadura, cuando los disc-jockeys locales no sólo excluían a los artistas nacionales prohibidos por los militares, sino también a todo lo que no entendieran o les pareciera demasiado desafiante, es decir, casi todo excepto los Bee Gees, Patrick Hernández, Village People, etcétera. Involuntariamente, la alegre música de los hermanos Gibb fue la banda de sonido de los años más sombríos y oscuros de la historia reciente. Pero también para un par de generaciones fueron la banda de sonido de la infancia, de los primeros amores y los primeros bailes; de una serie de espacios de luz que no merecen ser asociados con lo otro, y en los que, al repasarlos hoy bajo la nostalgia necrológica que siempre produce la muerte de un músico, descubrimos canciones sentidas, excelentemente compuestas e interpretadas, ocasionalmente terrajas y casi siempre emotivas, por lo general muy superiores a sus equivalentes actuales. Es decir, lo que uno espera -o esperaba- de un artista pop.