“Ojo, zombies, que esta noche les voy a quebrar el cerebro”: así anunció Carmelo Bene casi al principio de su aparición en el popular programa Maurizio Costanzo Show, el 27 de junio de 1994, frente a una atónita platea, que él llamaba “muertos”. Las dos horas que siguieron fueron, según muchos, el evento televisivo más importante de la década en Italia, con los espectadores bombardeados por una ráfaga de paradojas, juegos de palabras, insultos, citas cultísimas y no tanto.

Bene dixit

• Ahora el público teatral aplaude sólo por piedad, con la justa convicción de que, con unos pocos ensayos, los que están en la platea podrían hacer las cosas mejor que los que están en escena.

• Un teatro que se comprende es garantía absoluta de que no es teatro, porque “quien entiende” no es ni siquiera un inepto, más bien un mediocre que ama estar con sus semejantes, está siempre dentro del “pedo dramático del Estado”.

• Mi desprecio para con el actor contemporáneo reside en su tan buscada incapacidad de mentir, en su mendigar una infeliz credibilidad.

• A Grotowski nunca lo vi. Pero no tengo necesidad de verlo para saber de qué se trata. Vi algún seminario. Vi a Barba y me hizo reír como loco. […] A esta gente le falta, sobre todo, la ironía, completamente, y el humorismo. Y cuando están ausentes la ironía y el humorismo no hay en absoluto parodia y donde no hay parodia no hay tragedia.

• Shakespeare era autor, actor y capocómico. En su vida él mismo fue un espectáculo. Sólo los imbéciles le pueden negar la infidelidad que le debemos.

• Para hacer a Shaksperare, uno debe, sobre todo, cagarse en Shakespeare.

• La libertad de prensa está bien si es libertad de la prensa. La prensa no refiere los hechos: no informa sobre los hechos, sino que, como dijo Derrida, informa los hechos.

• El cine, esta sala oscura o semioscura donde la gente desde hace tiempo va y se sienta. No se entiende por qué, en un momento, se prende un rectángulo de luz… Deberían dejar oscuro eso también…

• Estoy de acuerdo con Borges cuando dice “no puedo expresarme, sólo puedo citar”. No creo en la expresión.

• Yo soy un dogma. No soy Jesús, no puedo evangelizar ni ser evangelizado. Soy la Virgen. Soy virgen. Y puta.

• El 99% de mi está contento de morir, pero hay un 1% que está molesto. Bueno, yo a este 1% realmente no lo entiendo.

• Se nace y se muere solos, que ya es un exceso de compañía.

Rever en YouTube fragmentos de aquel programa devuelve intactos los desafíos y ultrajes sacrosantos y continuos a los que Bene sometió al público tanto en sus apariciones mediáticas como en las escénicas, siempre “escandalosas”, y a menudo ricas de consecuencias legales: desde su crucifixión y pichí sobre el público (en realidad quien orinó fue el artista argentino Alberto Greco, en aquella ocasión su colaborador) en el temprano "Cristo 63", hasta la intensísima media hora de voz en playback de "La cena de las burlas", de 1989, interrumpida por gritos y silbidos del público, pasando por la declaración “Dios tiene una sola excusa: no existe” en un canal RAI, que le valió ataques durísimos del Vaticano y cierto alejamiento de la pantalla chica.

La crítica ha debatido, desde sus primeras exhibiciones a principios de los 60, si el talento que tenía y que todos le reconocían era amplificado excesivamente por las infinitas polémicas que sabía provocar. Pero una pequeña muestra de cualquier obra -teatral, radiofónica, cinematográfica, literaria- no deja la menor duda: la inventiva y el rigor, la inteligencia y la lucidez que emanan, delatan un manejo de la escena y una capacidad interpretativa descomunal, soportada además por la que él mismo definía como una voz absolutamente extraordinaria (no se quedaba corto en el acto de autocelebrarse: una vez, retirando un galardón, afirmó con humor vitriólico: “Vine solamente para premiar al premio”).

Su rápida ascensión al olimpo del teatro italiano fue fruto de una incontenible urgencia: él mismo contaba que, todavía adolescente, agobió tanto a Albert Camus que éste le concedió los derechos para poner en escena su "Calígula", comenzado así su trayectoria teatral. La ambición jugó un rol central al principio y con ella las ganas de provocar, pero bajo la pátina de la desacralización, sus espectáculos se estructuraban según directivas escénicas milimétricas y una cuidadosa construcción filológica (incluso cuando un texto se desarticulaba por completo).

El “teatro sin espectáculo”

La operación teatral beniana, partiendo de la ya citada "Calígula", pasando por "El extraño caso de Dr Jekyll y Mr Hyde", "Eduardo II", "Manon", "Ubu Rey" y llegando a sus varias versiones de "Hamlet", "Salomé” y "Pinocchio", privilegió el clásico, siempre para “masacrarlo”, a veces desfigurándolo en sus componentes fonéticos, ampliando o suprimiendo figuras (in)sustituibles o propinando gestualidades excesivas . Sus maniobras teatrales, agudísimas, arrojaban incesantemente nueva luz sobre lo conocido: limitándonos a sus reinterpretaciones shakespearianas, para "Julieta y Romeo", de 1976, Bene no personificó a Montesco, sino a su amigo Mercucio, descentralizando completamente la acción; en sus varios "Hamlet", reescrituras de Shakespeare y, sobre todo, de “nuestro” Jules Laforgue, eliminó casi por completo a Ofelia, e incluyó ángeles y la Beata Ludovica Albertoni en clave berniniana; en "Hommelette for Hamlet", de 1987, el príncipe danés se movía exclusivamente entre estatuas funerarias “vivas”, sombras de los demás personajes; en "Ricardo III", de 1977 -encantado con esta puesta Gilles Deleuze escribió un librito sobre él, "Superposiciones"-, despojó la escena quedando sólo con seis mujeres, mientras su Otelo, de 1979, ensuciaba literalmente de negro a la cándida Desdemona cada vez que la tocaba.

Estos cambios provocaban automáticamente cierta irritación en el público -se habla a menudo de un teatro para pocos- y en la crítica. Digna de mención, por figurar entre las reseñas más caricaturescas, pero típica del conservadurismo imperante en las escenas italianas de los teatros oficiales de los 60 y 70, es la publicada en el periódico de derecha milanés Il Borghese, a propósito de "Salomé”: “Frente a personajes como Carmelo Bene […] la crítica teatral no puede hacer nada. Deben intervenir los carabineros. Y no hay que esperar que vilipendien la Religión o agarren a patadas a los trabajadores para proceder a su arresto; es necesario, solamente, establecer su identidad y meterlos en la cárcel, porque ultrajan el buen gusto, dañan la higiene pública, arruinan el paisaje.” Por otro lado, sería errado negarle a Bene cierto éxito popular: el ejemplo más contundente fue una lectura de Dante que Bene “dijo” (para él sólo se debía “decir” un texto, nunca recitarlo) desde la Torre degli Asinelli de Bolonia, en 1982, frente a 200.000 personas.

Bene, que declaraba a menudo que “hoy un actor no puede ser ignorante”, se preocupaba constantemente de enmarcar teóricamente sus prácticas. Esencialmente, de pretextos y poshéroes se trataba: de reactivar lo textual como material desacralizado (se considera frecuentemente el texto como “basura”) y ponerlo en relación con la investigación vocal, gestual, corporal. Su norte era la “escritura de escena”, un teatro de lo “no dicho”, contrapuesto al teatro de texto, basado en la repetición de palabras escritas y asumidas como fijas; en síntesis, un teatro de lo “ya dicho”.

Su fórmula cuerpo-acción sintetiza las implicaciones de la “escritura de escena”: el cuerpo de Bene asumía sobre el escenario, una y otra vez en claves diferentes, la responsabilidad de la operación dramatúrgica, creando un teatro “de aquí y ahora” en el que el actor era lugar del artificio. Bene buscó eliminar desde sus primeros espectáculos, programáticamente, todo lastre de “entrada en el papel” del intérprete y, consecuentemente, toda identificación con los personajes o la trama del público. Trabajó por una destrucción del “yo” en escena, llegando a acuñar -para sí mismo- el término de “máquina actoral”, capaz de operaciones como, según la misma terminología beniana, la desarticulación del discurso implícito del significante, el sacar de escena (contrapuesta al elaborado poner en escena), la lectura actoral apartada del recuerdo del “muerto oral pre-escrito”, la demolición de la ficción escénica, la suspensión de lo trágico, la muestra de sonidos y reconversión de la voz, la amplificación del lenguaje. Y, finalmente, la búsqueda de un “teatro sin espectáculo”, que tomó forma entre los años 80 y 90, como deshumanización total de la voz y el gesto (a través del uso de maquinarias sonoras cada vez más poderosas), acercamiento a lo inorgánico y muerte de la memoria.

Otras (in)disciplinas

Bene incursionó a menudo en la radio -que consideraba infinitamente más expresiva que el cine por“carente de la vulgaridad intrínseca a la imagen”- y protagonizó varias reducciones (o desmembramientos) de sus espectáculos teatrales para la televisión.

Su cine, era esperable, supuso desastres de taquilla y maltratos de buena parte de la crítica en su momento. Los cinco largometrajes que filmó entre 1968 y 1973 muestran su voluntad de “demoler el cine a través del cine”. Nacen así las que desde los años 90 los críticos cinematográficos veneran como obras maestras: “Nuestra señora de los turcos” (1968), última encarnación de una precedente novela y pieza teatral de Bene, deslumbrante traducción de la arquitectura barroca al cine, film verbal, auditiva y alegóricamente desbordante, con secuencias divertidísimas y feroces que aniquilan ciertas típicas visiones del sur italiano, del neorrealismo y de la religión católica; “Don Giovanni” (1971), opuesta a la primera, completamente dominada por el negro y la oscuridad y con personajes que, caricaturas de la historia original, dicen cuatro o cinco palabras en toda la película; “Salomé” (1972), revisión/inmolación de la lectura wildiana del mito bíblico con un uso del color artificial y del montaje (4.000 cortes en 80 minutos) como nunca se había visto (y se verá) en el cine italiano.

Abundantemente estudiado y homenajeado desde su muerte, tal vez su único lado poco explorado sea el literario. Escribió en la fase inicial de su carrera dos novelas, la ya citada “Nuestra señora de los turcos” y “Crédito italiano V.E.R.D.I.”, además de un puñado de textos teatrales (por ejemplo, el magnífico “S.A.D.E.”, de 1974, pieza en “dos aberraciones”, mezcla aturdidora del marqués con Masoch, filtrados por Hegel). Largó una especie de autobiografía en dos partes: el mítico “Me le aparecí a la Virgen”, de 1983, y “Vida de Carmelo Bene”, de 1998, y, casi al final de su vida, el poema plurilingüista “El mal de las flores” (obviamente, Baudelaire al revés). Sus escritos revelan con igual intensidad el balance perfecto de irreverencia y escrúpulo con respecto a las fuentes, la atención morbosa hacia los meandros del lenguaje, la inquietud constante y la fuga de todo tipo de cristalización que definieron su obra en los demás campos. Como sintetizó Deleuze: “La potencia de un artista es la renovación. Carmelo Bene lo prueba. Gracias a todo lo que ha hecho, puede romper con lo que hizo”.