A Onetti le atraían lo germano y lo nórdico. Desde sus cuentos de los años 30 aparecen menciones al parque berlinés Unter der Linden y las ametralladoras Schneider, y también observaciones sobre las coincidencias del español y el alemán en las palabas “ya” y “ja”. Su admiración por el noruego Knut Hamsun tal vez se transfiguró en los nombres de dos daneses: Kirsten (de “Esbjerg, en la costa”) y sobre todo, el “juntacadáveres” Larsen, uno de sus personajes clave. Además, a lo largo de toda su obra hay desperdigados otros apelativos alemanes, como Gunz, Kunz, Specht, Stein, Bergner, Frieda.

En 1955 Onetti publica “La vida breve”, en la que crea la ciudad de Santa María, y allí de alguna manera condensa muchos de sus intereses temáticos. Lo germánico desemboca entonces en la formación de una “colonia suiza” adyacente a Santa María. Ésta sería “una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos”, escribe Onetti. Las primeras referencias a estos helvéticos los muestran en la cervecería Berna, situada en la plaza de Santa María: “Volvían a cantar abajo, cubriendo la música del acordeón”, dice Brausen, el narrador. Su interlocutor comenta: “Cuando había guerra [...] ¿Nunca oíste? En el Loeffler tocaban esto” y más adelante agrega: “Pero éstos son suizos y se terminó la guerra”.

Leyendo “El astillero” (1961) nos enteramos de que, mientras Santa María se hunde -muchos vieron en esto una alegoría del fin del Uruguay batllista-, la colonia prospera: tiene un cementerio aparte (donde está enterrada la mujer del empresario Jeremías Petrus) y su propio hospital. En “Dejemos hablar al viento” (1979) Santa María, decadente y presa del autoritarismo, es centro de operaciones contrabandísticas. El capítulo XXII de la novela cuenta la historia de un matrimonio de ancianos suizos que tras vivir décadas en la Colonia, se han mudado a Lavanda (equivalente a Montevideo en la geografía vaga de Onetti). Esa “emigración segunda” es “un misterio”: “No salieron de la Colonia desde el día en que su diminuto, imposible y respetuoso Mayflower los trajo desde Europa. No salieron de la Colonia (si eso significa salir) aparte de los domingos en que la volanta primero alquilada y después propia los llevaba a la misa en la ciudad. Lo cual me preocupó por primera vez: ¿por qué, católicos, habían huido de su Suiza alemana y protestante?”.

En su testamento literario, “Cuando ya no importe” (1993), Onetti explica cómo Santa María fue reconstruida luego del incendio que parece devorarla al final de “Dejemos hablar al viento”. No se trata de la misma ciudad, sin embargo: si la Santa María anterior podía ubicarse en el litoral argentino o uruguayo, ésta de ahora se ha tropicalizado. La pueblan calor, mosquitos, indígenas, expoliadores estadounidenses y otros tópicos de lo que los europeos entendían por literatura latinoamericana a partir del boom. La división de clases sociales también se ha acentuado: hay una Santa María pobre y una Santa María Nueva, que “podía considerarse como una verdadera ciudad”, dice el narrador. “Hijos y nietos de los colonos suizos habían trabajado para que así fuera. Y mientras trabajaban, se enriquecían y creaban familias supercatólicas y puritanas que eran poderes que se respetaban sin objeciones”, observa.