Curiosamente, la muestra fotográfica sobre “El Padre Nuestro Artigas”, que Martín Atme está exponiendo en el CdF, coincidirá con el cierre (previsto para los próximos días) del periplo que los restos del prócer empezaron hace más de 150 años con varias etapas -una vez en Uruguay, entre otras, la iglesia Matriz, el Obelisco, el cementerio Central, el Palacio Legislativo- volviendo ahora a la Plaza Independencia. Por un lado, entonces, el peregrinaje de unos restos auráticos, “intocables” y únicos; por el otro, el registro de las proyecciones imaginarias, reproducibles, profusas de la iconografía del héroe nacional.

En realidad, el proyecto de Atme ya había visto la luz el año pasado, bajo forma de libro, en medio del fervor bicentenarista: firmado por él y Fernando Andacht, el volumen presenta todas las fotos ahora exhibidas más otras, y un vibrante ensayo de Andacht en clave semiótica, que recalca la función de la obra, vale decir el recargar, a través de cortes y apariciones insólitas, un símbolo visualmente atrofiado por exceso de exposición.

En la sala podemos ver, en dobles paneles, buena parte de lo que en el libro correspondía a dos páginas adyacentes, por un total de 14 dípticos (en el libro eran 20), armado bajo rigurosas, y por momentos quizá un poco mecánicas, asociaciones, formales o temáticas. Tenemos así, entre otras agrupaciones, los Artigas stencils (uno de éstos, “pintado” dentro de un inodoro, y Andacht justamente revela el eco duchampiano), los Artigas “obreros” (cerca de una escalera, evocado lingüísticamente por el nombre del cemento Ancap en una bolsa cabeza abajo), los Artigas verdes (“camuflados” entre las hojas de unas plantas de oficina), los Artigas “escoltados” (por un cartel “portero” y una cámara de vigilancia), etcétera.

Naturalmente, lo que vuelve el trabajo sabroso es la “autenticidad” -con todo el peso retórico cuestionable del caso- de las tomas: nada fue manipulado por Atme, los bustos, las estatuas, los cuadros, los grabados, los billetes y los dibujos que representan al héroe no fueron alterados para sacar fotos, son images-trouvé, deformadas y revividas (creando extrañamiento, ostranenie, como dice Andacht citando a Víktor Shklovski) sólo por los escorzos elegidos: el caso más patente, la cabeza en bronce del prócer que, por superposición, parece actuar como un empleado de algún punto de informe público, banalización del leader que informa sobre el qué hacer (como decía Lenin). El semiólogo ha creado, en su artículo, un neologismo que explicaría esta presencia, tan aletargada por los ojos (y tal vez las cabezas) de los orientales: el “artiguema”, una “unidad de culto básica” formada por su carácter figurativo; o sea, su representación (moldeada, cuando no directamente reproducida, sobre los más célebres, los de Manuel Blanes, Zorrilla de San Martín, Ángel Zanelli, Federico Soneira), su carácter indicial, vale decir la incorporación de dicha iconografía en el contexto “real” (un jardín, una oficina, la calle, la plaza y sus elementos) y finalmente, el más debilitado, su carácter simbólico.

Las fotos de Atme (por cierto, de manera más incisiva si son leídas con el texto de Andacht) hacen vacilar definitivamente lo que es, sin dudas, cada monumentalización plástica de una persona, la derivación hacia mero imago, despojada por agotamiento de toda sustancia e incrementada aquí por la desaparición total de la presencia humana: en las imágenes de Atme nunca aparecen transeúntes. La fascinación por la multiplicación y omnipresencia de Artigas en cada centro, escuela, hospital, en fin, cada rincón público (y no), parece nacer como compensación de la escasa ejemplaridad de su figura (por ejemplo, ninguna “hagiografía” podría soportar un confinamiento tan largo y hueco de acontecimientos en otra tierra) que se refleja en la ausencia de retratos del mismo en vida, salvo justamente uno, totalmente antiheroico, con el militar ya viejo y autoexiliado, en pose humilde -un poncho en lugar del uniforme, una silla rústica-: el dibujo “paraguayo” de Alfred Demersay.

Es como si los orientales huérfanos de la imagen de su “padre” la hubieran creado de la nada para luego ampliarla furiosamente. Es sintomático, por ejemplo, que la película La redota-Una historia de Artigas, de César Charlone (2011), además de problemáticamente “narrada” por un español, se mueva alrededor de la construcción imaginaria del retrato del prócer por parte de Blanes.

En sus mejores piezas (el Artigas morcelé en pedazos de afiches arrancados y páginas de cuaderno, ausente de su pedestal y, sólo en el libro, tras rejas y “duplicado” mientras se mira), el trabajo de Atme hace explotar esta contradicción entre la “sobre -exposición” de los rasgos de Artigas y su parcial invisibilidad alegórica, en un movimiento que recuerda un poco el cuento “La carta robada”, de Poe: paradójicamente, dado que todo el mundo la puede ver todo el tiempo, nadie la encuentra.