-Hasta ahora no recuerdo un libro de autoría completamente tuya.
-Creo que en 1986 publiqué un libro para la escuela con la maestra [Raquel] Erramuspe, que lo publicó la Bayer ["Leo: libro de lectura preescolar"]. Después gané la licitación de “Nuestra literatura”, de tercer año de liceo. Era la época de la reforma y había que reunir textos y después concursar; fue muy exigente. Y después tenía un libro ["Discurso, semiótica, sociedad", de 1991] con Sandino [Núñez] que lo había publicado [Esteban] Valenti, que tenía un pequeño instituto raro [el CEADU]. Juntamos unos artículos y los publicamos. Ahora estoy por terminar otro. Son artículos sobre Quiroga, Torres García, Roxlo, Emilio Oribe y Figari. No sabía qué título ponerle, pero creo que va a ser “La autonomía del arte y la retórica”. Es un libro más complejo que el que salió el año pasado. Hay asuntos de lingüística y poesía visual. Hay de todo, hermenéutica cristiana. Está raro pero interesante, en plan didáctico. Agarro las teorías del realismo socialista sobre el arte, algunas burguesas, la típica “eterna”. La idea es que el arte es teoría. Lo de la retórica se me ocurrió hace años, porque tenía idea de que había caído en decadencia, pero por la educación veo que hay remiendos de retórica. En los 70 hubo como una vuelta, pero era más lingüística, era como volver a la textualización, a los géneros literarios. En ese libro para tercer año ya ponían los géneros: drama, poema narrativo, género lírico. Lo que pasa es que eso no se enseña bien. Para enseñar a escribir, a “hacer una tesis”, tenés que volver un poco atrás en la retórica y modernizarla; no vas a enseñar la retórica de Quintiliano y de Cicerón. De la decadencia de la retórica han hablado varios, Barthes, por ejemplo; la retórica restringida la absorbe la literatura.
"Pensamiento y utopía: Varela, Rodó, Figari, Piria, Vaz Ferreira y Ardao". Hum, Montevideo, 2011. 134 páginas.
-Pero digamos que es tu primer libro de temas “filosóficos”. ¿Por qué te pareció que éste era el momento para hacerlo?
-Porque ya estoy grande... En realidad, tengo un problema con el fetichismo del libro en una cultura burguesa. Yo quería colgarlo, pero me dijeron “Ruben, no te apures, tenés tiempo, hacé todo el ritual”. Me tranquilicé, hablé con la gente de Hum. Hay cuestiones prácticas: lo necesito para los méritos [académicos]. Y tengo muchas cosas escritas. También quería aprovechar para contextualizar. Presentar a los autores uruguayos aislados no tiene sentido. Si tiene algún valor es porque lo podés enganchar con alguna tradición. Y ahí la gente se puede interesar o no. Porque, bien, Roxlo no es actual en algún sentido, pero es interesante si lo ubicás como alguien que proviene de una formación retórica que después se perdió, y si no entendés eso, no entendés a Roxlo. Es un tema práctico. ¿Voy a inventar qué? Si no hay nada nuevo. Juntá, armá y contextualizá.
-En el libro decís que, aunque pequeña, en Uruguay hubo una comunidad de lectores intensa, y que lo autores que abordás tuvieron quienes los interpretaran. También sostenés que es algo que debe ser reconstruido. ¿Lo tuyo es un aporte en la tarea de retomar una tradición local?
-Es que no eran todos académicos. En el libro lo explico porque es educativo. La modernización de esta universidad productivista, de gente que no mira nada para los costados, es reciente. Es de los años 40 y 50 en Estados Unidos. En Europa era más tipo el ensayo académico (Weber, etcétera). Pero en Estados Unidos, cuando se masifica la universidad después de la Segunda Guerra Mundial -meten a la gente que venía de la guerra, y también van las mujeres- tuvieron que organizar los exámenes, toda esa cosa que ellos tienen por evaluar. Pero mismo en las universidades yanquis en los 20 y los 30 predomina el ensayo; son productivos, pero...
-No estaban tan especializados.
-Ni eran tan exigentes, tan productivistas. Pero se tiende a pensar que eso es anterior. Y en Europa era más tranqui hasta la llegada de los nazis. El tema es que la universidad, si bien era académica -[Georg] Simmel, Weber y demás-, todavía escribían cosas tipo Hegel. Nietzsche era un académico y abandonó, y muchos otros no eran académicos. No había un sistema tan estructurado. A veces se confunde ese esquema productivista con la modernidad. No. A nivel empírico es mucho más tardío. La unión de universidad y empresa es de los 50. No sé si es malo, porque hay sectores con los que está todo bien, pero al sector humanístico no le dan bola.
-Pero, aparte, para las ciencias humanas sería una complicación pensar de manera compartimentada.
-En épocas de globalización no podés vivir compartimentado. Los del “cosmopolitismo” del 900 leían montones, fueran abogados, Vaz Ferreira, Figari, Fulano o Perengano; estaban muy cerca de su época. Claro, miraban a Europa; muchos publicaban en francés, como Figari (lo digo por las dudas, porque este grupo era medio pequeño). Como comunidad era menos universitaria, menos productivista y había más discusión. El encerramiento es raro en un país chico como Uruguay, y con la globalización se hace más raro todavía.
-Respecto de la tensión entre lo europeo y lo local: para varias generaciones vos has sido el profesor que nos presentaba a muchos pensadores “de allá”. Por eso resulta llamativo que en tu libro eligieras a uruguayos.
-Afuera todo el mundo está leyendo el pasado, no es un asunto de acá. [Hilary] Putnam lee a [William] James, se preocupa por la sociedad; después [Richard] Rorty lee a [John] Dewey. ¿Qué es eso? Están releyendo, porque para mí hubo un lapsus en que hubo ciertas formas de leer o ciertas agendas que taparon muchas otras. Es raro que Vaz Ferreira sea bastante actual, en cierto modo. Es uno de los temas que más me interesa. Pero se trata de un fenómeno académico, no hay misterio: hay gente que queda enterrada. Ahí se te plantea el problema de Foucault, que no es la discontinuidad -que ya está-, sino cómo entender lo que pasó. Está bien deconstruir la modernidad, como dice Derrida, todos esos grandes discursos, los metarrelatos, pero los historiadores están haciendo otra cosa. ¿Sabés qué hace [Carlo] Guinzburg [cultor de la microhistoria]? Está leyendo Edad Media, si la historia es narrativa, la verdad en la historia. En Europa están leyendo cosas viejas, revisando cómo se armó la cosa. A mí me pareció que en vez de estudiar europeos, había que hacer ese ejercicio acá. Vaz Ferreira es importante, más que otros, pero el viejo Ardao también tiene lo suyo.
-Hablás de una “república de Weimar” criolla.
-Es una ironía. Viste que en Europa duró poco pero fue una eclosión de arte, literatura. Y acá en los 20, hasta que se mató Baltasar Brum, aquello era una época de la gran siete: poesía, política. Hoy te parece antiguo, pero, ¿en qué sentido es antiguo?, ¿en qué sentido hay cortes? Lo paradójico de Foucault sería que ya está superado lo de la discontinuidad -o sea, ya entendimos que la continuidad es un invento, como la historia patria: fundación del Uruguay, los presidentes, una película-, pero justamente en ese proceso de rever los huecos se te plantean otras cosas más allá de la deconstrucción. La deconstrucción ya está, ¿y después qué hacés? ¿Cómo rehacés la película? ¿Qué pasó? Y qué pasó allá y acá.
-Me pareció que sugerís que para averiguar eso hay que releer a los clásicos, pero en un orden nuevo.
-Claro, porque la crítica que se hizo en su momento está bien, pero vos leés desde otro espacio, desde otro momento; venís de Back to the Future, vas al pasado: tenés que entender a los viejos y a los críticos. Porque se dice: “La crítica no está buena”. No, la crítica critica como puede. Vos, 80 años después, estructuralismo, pragmática, semiótica mediante, tenés otras herramientas. Dicen “los viejos son burros”, como Emir Rodríguez Monegal, que le dio con un palo al pobre Felisberto -y yo lo critico mal por eso-, pero tenés que entender que quien critica lo hace con las herramientas conceptuales que tiene a mano.
-Ardao ya había empezado a “volver”, ¿no?
-Sí, y mirá que publicó. Aunque era otro momento, sí, lo de él era juntar, armar. Hizo un trabajo de la gran siete.
-¿Llegaste a ser alumno de Ardao?
-Es que no era obligatoria su materia en los 60. Es gracioso, vos podías recibirte sin hacerla. Pero si eras joven, querías hacer otra cosa... no “filosofía uruguaya”... me interesó después. Yo en los 80 hacía todo en inglés: lingüística, cognitiva, filosofía. Después de que me aburrí me di cuenta de que estaba bueno recorrer el pasado; y si lo que hacen ellos es eso, yo lo voy a hacer, pero no da para hacerlo con autores extranjeros.
-Ardao dice que Rodó es el primer filósofo latinoamericano y vos decís que Ardao es el primero en hacer una genealogía del pensamiento latinoamericano.
-Es el proyecto de Rodó: juntar, juntar, porque si no, no entiende qué pasó acá.
-¿Vos ahora estás en eso?
-No tanto, porque no me dan las bolas. Además hay cosas que para mí no dan. El problema es que vos no sólo juntás, después tenés que contextualizar y hacer un modo de crítica. Ardao lo hacía, con el criterio de Dilthey. Por eso considera pensadores no sólo a filósofos, sino a poetas, a artistas. Es decir, el concepto previo a la división del trabajo. Ése, en una comunidad pequeña como ésta, a mí me parece bien: si el tipo pensó algo es un pensador, no tiene por qué ser “filósofo”. ¿Nietzsche qué es? No sé, es un raro. Hay mucha gente rara que escribe cosas. Pero hay discursos conceptuales que tienen cierta coherencia, que pueden ser arte, estética, educación si querés. Acá la gente no entiende que hay que criticar a la crítica, no a los autores. [René] Wellek sacó como dos tomos de Historia de la crítica moderna, la crítica de ellos. Pero acá la gente no piensa que ése sería un trabajo, leer desde el 900 para acá y ver cómo es la crítica. Qué conceptos manejaban, cúales eran los criterios. Pero acá siempre son los autores.
-La mayoría de los autores que tomás en el libro -Rodó, Varela, Vaz Ferreira- ya habían sido abordados por Ardao. En cambio, llama la atención que incluyas a Piria, a quien normalmente no se incluye en estudios de historia de las ideas.
-En La República de Platón ya había escrito sobre él. Escribió sobre economía, política, sociedad, crítica cultural, pero yo me centro sobre todo en su novela de ciencia-ficción ["El Socialismo triunfante: lo que será mi país dentro de 200 años"]. Una novela de ciencia-ficción en Uruguay ¡en 1898! Me pareció bien incluirlo como parte de la “república de Weimar”, para molestar. Porque fue el que vendió medio Montevideo. Hizo de todo. Es una bestia. La novela no es gran cosa, pero es interesante. Hay pocas cosas de ciencia-ficción acá, eso del viaje al futuro es una cosa delirante.
-Es la ciencia-ficción utópica, previa al héroe “aventurero-empresario” de las revistas estadounidenses.
-Es que es difícil escribir ciencia-ficción acá. Es decir, vos podés inventar cualquier cosa, pero es más típico de una sociedad en que esos fenómenos se producen. Clarke: vos decís “qué inteligente, estaciones espaciales”, pero una persona inteligente se daba cuenta de que iba a haber algo parecido y sólo faltaba la tecnología. Ahora, cuando estaban fabricando la bomba atómica las agencias de seguridad estaban preocupadas por las filtraciones y seguían a escritores de ciencia-ficción, que en realidad eran tipos a los que se les ocurrían ideas parecidas, no eran espías rusos. El tipo inteligente adivina, se da cuenta.
-En la apertura y el cierre del libro hablás de muchos de los problemas de la educación. Le criticás a la universidad pública que quiera expandirse sobre el territorio cuando estamos en un momento en que no haría tanta falta ponerse locales.
-El problema es que tenés que tener varias universidades, no una. No existe “una universidad”, es de locos. Dividí, hacé unas regionales. ¿Viste que cuando pusieron Medicina completa en Salto se armó quilombo y retrocedieron? No los entiendo. Los estudiantes desconfían de la derecha y no saben qué va a pasar con el poder, con la centralización. Pero si vas a una universidad pública, con elección de autoridades, ¿qué va a cambiar? La gente no entiende, pero uno sí: no quieren perder “la cosa”.
-También decís que en las disciplinas humanísticas la clase presencial es cosa del pasado.
-No es que me pese dar seis horas semanales, puedo leer cuatro horas. Pero en estos 30 y pico de años yo he visto cómo cambia el comportamiento de los estudiantes. En los 80 se comportaban de un modo, en los 90 empezaron a apurarse, y ahora están muy apurados. Yo me fijo en eso, pero la Universidad va retrasada. Ponen la evaluación de docentes en la mañana, cuando no hay estudiantes, porque de mañana no van a la Facultad [de Humanidades], y el IPA es igual. Ahora, de noche sí van los estudiantes. La sociedad cambia. No podés seguir con el tipo lento, la burocracia, dar la clase, bostezar. Si tenés internet hace rato -lo decía Lyotard: tenés archivo, la era del profesor ya fue-, cuando en los 60 ni siquiera había fotocopiadoras; algo cambió para mejor hace rato. Para un país subdesarroado es de locos, la facilidad para conseguir libros, ver los programas de los cursos de otras universidades. Yo antes mandaba cartas para adivinar cómo eran los cursos en Estados Unidos. Pero el sistema, que sigue siendo medio libresco, no entiende esas otras maneras de obtener información. Yo ahora no te doy la fotocopia, te digo el tema y el autor y vos leé lo que quieras en la red, pero alrededor del IPA hay cinco fotocopiadoras que no dan abasto.
-En cambio parecés entusiasmado con el Ceibal.
-El ayatolá Tabaré estuvo bien en decir “hágase y punto”. Si no, todavía estaríamos discutiendo. Es muy bueno para los chicos y los adultos. En los 90 yo iba a una escuela de práctica y la maestra me dice triste que había tenido que optar por una ayuda de experto y había elegido inglés en lugar de computación. Le pregunté cómo era el programa: “Viene un señor y se encierra con los chicos y enseña”. Le dije: “No te preocupes que eso no sirve”. Si el maestro se queda afuera, cagamos.
-En los 90 fuiste uno de los socios de Sandino Núñez en La República de Platón. ¿Por qué ahora no escribís en su suplemento Tiempo de crítica?
-Hace muchos meses que estoy sucuchado como un demente con estos libros. No, no tengo ganas. No tengo ganas de hacer comentarios de actualidad, más si es continuo. Estoy haciendo otro libro más bien antropológico y quiero juntar en otro libro lo de educación, pero para eso tengo que reformularlo. Pasaron 20 años, uno cambia.