Es probable que ante las últimas noticias que se conocían sobre su salud y su avanzada edad muchos medios ya tuvieran listos los obituarios desde hacía un par de semanas, pero a Chavela Vargas -a pesar de su pasado más bien reñido con la salud y las buenas costumbres- ya la habían dado por muerta tantas veces que nadie creía que se fuera a morir de verdad.

Pese a ser una de las voces más identificadas con México, Vargas había nacido en Costa Rica, donde vivió hasta la adolescencia. Radicada en México, fue cantante callejera hasta avanzados sus 30 años, cuando fue descubierta tardíamente por el compositor José Alfredo Jiménez, quien le compuso varios de sus mayores éxitos. Una vez que comenzó a grabar, ya no se detuvo: su discografía cuenta con cerca de 80 títulos. Incluso hace sólo unos meses, con ya 93 años, había sacado un nuevo disco-libro, Luna grande, en el que además de repasar parte de su repertorio clásico, se daba el gusto de incluir textos de otro gran espíritu disidente del siglo pasado, Federico García Lorca.

Las vicisitudes de su vida no deberían importar gran cosa en relación con su arte, pero es imposible eludir su figura pública y no destacarla como uno de los grandes espíritus libres del siglo XX. Su imagen -más que difícil de asimilar para el machismo mexicano- es conocida hasta para quienes desconocen éxitos como “La llorona”, “Paloma negra” o “El andariego”: Vargas acostumbraba cantar con un revólver en el cinto, vestida de hombre, e interpretaba casi exclusivamente canciones dedicadas a mujeres, haciendo gala de un lesbianismo que -aunque demoró muchos años en reconocer- era de conocimiento público. También era conocida su afición al tabaco y al alcohol, sustancias de las que abusó hasta un punto que -sumadas a su frágil salud marcada por una poliomielitis sufrida en su infancia- se hace difícil creer que haya vivido más de nueve décadas. No sería de extrañar que hubiera explicaciones poco convencionales para esto, ya que en su infancia fue sanada por brujos y chamanes, por lo que se volvió adepta de por vida a ellos (uno de sus apodos era “la chamana”) y acarreó todo tipo de amuletos mágicos por donde fuera. En torno a su vida pasó buena parte del mundo del arte de las últimas décadas, tejiéndose todo tipo de leyendas sobre sus amores, sus vicios y sus armas, las cuales fueron edificando una imagen imponente de rebelde eternamente apasionada, trágica y llena de ese tipo de amor por la vida intensa que a veces se confunde con el desprecio a ella.

Aunque evidentemente tenía sus méritos propios y un lugar firme en la cultura mexicana, buena parte de su fama tardía y su redescubrimiento por las generaciones se lo debía a “Por el bulevar de los sueños rotos”, canción de notoria efectividad escrita en su honor por Joaquín Sabina y Álvaro Urquijo, que se convertiría en uno de los mayores éxitos del cantautor andaluz. También fue esencial para su renacimiento popular de los últimos años que contara entre sus mayores fans con el director manchego Pedro Almodóvar, quien fue su amigo y utilizó algunas de sus canciones en forma notoria en sus películas.

Pero Sabina y Almodóvar no hacían otra cosa que reconocer y legitimar al estilo español a quien para buena parte de América Latina -especialmente al norte del Ecuador- era una leyenda viviente y un modelo de incorrección pública, además de una usina constante de observaciones bienhumoradas, punzantes y valientes.

Chavela Vargas murió ayer en Cuernavaca, negándose, con coherencia férrea, a que le aplicaran tratamientos médicos violentos y confiando en sus chamanes. En sus últimos años estaba completamente reconciliada con la posibilidad cercana de la muerte, y con su humor distintivo decía que quería ser recordada “como una vieja loca que se tomó 40 botellas de tequila”, pero es mucho más fácil recordarla como aquella gran voz ronca y femenina que se hizo lugar a puro talento en un mundo de hombres.