La primera parada es una pizzería de Maroñas, uno de esos barrios que los noticieros te aconsejan no visitar por las noches. A ninguno de los pasajeros del 169 parece interesarle lo que digan los noticieros sobre los barrios que recorremos. A quienes llegan hasta la Pizzería Mediterránea y la colman en su capacidad para ver a la Borinquen y bailar unos temas luego de comer de forma suculenta, tampoco les importa el mapeo de los medios y sus guetos. No todo está perdido.

Desde afuera, la Mediterránea es básicamente una pizzería de barrio. No queda una mesa libre. La banda ya llegó. Llevan pantalón de vestir negro, saco negro y camisa blanca: definitivamente, un atuendo muy alejado de aquel que en los 90 popularizó Karibe con K, basado en el brillo, los colores fuertes y los diseños extravagantes.

Con Borinquen pasa lo mismo que con las comparsas de candombe. Varias generaciones de la familia fundadora forman parte de la banda de alguna u otra manera, y a esa herencia no se renuncia. Hoy las tres voces de la orquesta son Carlos Goberna, fundador hace ya casi 50 años, y sus dos hijos Carlos y Pablo. El Goberna grande es, no sólo por la edad, el viejo de la tribu. Al frente de la orquesta es una presencia que avasalla: cuando canta hechiza sutilmente, cuando no canta y se corre a un costado es inevitable no mirarlo. Quiere estar en todos los detalles, en medio del show conversa con los utileros para mejorar el sonido, le tira la cuenta a la banda, ajusta el tempo de cada tema, corrige o arenga con miradas a un instrumentista, anuncia sobre la marcha y a puros gestos el próximo tema de un enganchado. Cosa extraña: la Borinquen no tiene enganchados totalmente cerrados y prefijados. A una señal de Goberna, se inserta como por arte de magia un tema inesperado.

Es Goberna quien arranca con el micrófono y anuncia que van a complacer pedidos. “Una señora me pide ‘Dos gardenias’ siempre que vengo y nunca me invitó un whisky. Por las dudas, tomo Johnnie Walker”, bromea, y gana la risa del auditorio. Cuenta que en Venezuela la gente te paga 100 dólares para que le cantes las canciones que quieren escuchar, y acá ni un whisky. Tira la cuenta y empieza la solicitada canción de Isolina Carrillo. Los comensales en menos de diez segundos ocupan, en parejas, el único espacio posible para bailar. Cuando termina la canción, la señora se acerca con un vaso de Johnnie: gran momento de comunión con todo el público. Goberna, como ya se los metió en el bolsillo, dice: “Me olvide de decirte que lo corto con Coca”.

El espectáculo sigue y algo sorprende. Es el primero de la noche, quedan cuatro más y toda una noche por delante, se trata de una banda consagrada ante el público que no tiene que demostrarle nada a nadie; sin embargo, cantan y tocan como si fuese la única actuación del año, no guardan nada para después, incluido Goberna, con sus décadas de noche y cumbia a cuestas. La Borinquen toca como si el meteorito que le podría dar fin a la vida sobre la Tierra estuviera cerca, como si no hubiera mañana y el presente fuera un buen momento para celebrar lo recorrido.

El encargado de cortar nuestra tensión inicial al conocerlos es Carlos Jr, que nos saluda con modales de camaradería nocturna y nos presenta a su padre. Como en el transporte de la orquesta no hay lugar, vamos a recorrer la noche a bordo de su camioneta personal, que trajo especialmente para que los acompañáramos. Por este tipo de gestos, que si uno no hace no pasa nada, pero que si los tiene suma muchísimo, es que La Borinquen perdura. En un ambiente al que todos tildan de complicado, ellos se mueven con códigos de barrio, viejos códigos.

Cuando subimos a la camioneta nos alcanza un niño cuidacoches con un maletín. “Se olvidaron de esto”, le dice a Carlos Jr, que agradece con cara de haber reencontrado un viejo tesoro. “Son las partituras de todos nuestros temas, las trajimos porque hay compañeros nuevos que no conocen todas las canciones todavía. Si se pierde esto, perdemos canciones que quizá no recuperemos más”. Realmente era un tesoro: el disco duro de Sonora Borinquen, su caja negra. En el maletín había 50 años de trabajo e historias, verdaderos documentos.

Un hueco

La segunda parada es un baile de veteranos en un club de bochas. En la puerta del Osolana hay sólo un guardia de seguridad: “Acá nunca pasa nada”, me dice Carlos Jr. Otro lugar lleno de gente, un poco más arreglada que en la pizzería, ex futbolistas con panza, señoras con tapados de piel de nutria y de zorro, galanes de mocasines brillantes y cadenitas doradas entre el vello pectoral. Goberna y Carlos Jr son los más sociables: con todo aquel que se encuentran se quedan de charla.

La banda nuevamente arma muy rápido, y para arrimarnos debemos atravesar una hilera de señoras mayores, muy elegantes, que se paran frente al viejo jefe para cantarle sus canciones, para bailarle adelante, como quizá han hecho religiosamente cada fin de semana en los últimos 40 años. Goberna las mima del modo más respetuoso posible: dejando todo en la cancha, cantando lo mejor que puede, intentando que su orquesta les brinde un espectáculo extra a esas personas para que ésta no sea una noche normal. Ninguna va a ofrecerse como mercadería: hay dignidad y, de hecho, más de una tiene pocos metros atrás a su marido bancándose como un duque el fanatismo de su pareja por la sonora decana. Entre ellas, una mujer más joven que el resto, con otro accionar y otro semblante, resalta por contraste lo naïf de las otras mujeres.

En esta segunda actuación, Goberna corrige, con gestos y miradas, al timbalero. Cuando termina el espectáculo, le digo a Carlos Jr. que no recuerdo haber visto antes a ese músico. Serio pero sin dramatismo, me cuenta que el timbalero de toda la vida está enfermo, que hace poco le diagnosticaron leucemia y que está en pleno tratamiento, que pronto estará con ellos. Entonces, quizá el miedo a que esto no suceda le hace oscurecer el semblante y su voz se entristece fugazmente: “Para nosotros era el alma de la orquesta, estar sin Roberto este tiempo fue algo de lo que no pudimos recuperarnos del todo. Falta algo y no sabemos bien cómo suplirlo. Era el alma”.

Luego del minirrecital la banda levanta todo y se va rápidamente. Nosotros no: tenemos que esperar que Carlos Jr termine de hablar con todo aquel con el que se cruza. Es un tipo amable, muy sociable, entrador, simpático; todos parecen querer hablar aunque sea dos minutos con él. Cuando nos da la llave de su camioneta para que lo esperemos ahí nos damos cuenta de que la cosa viene para largo.

Ya en marcha, hablamos de los otros trabajos de los integrantes de la orquesta. Salvo el de las congas, todos tienen otro trabajo. Carlos es músico en la banda de la Fuerza Aérea.

Pasaron los K

La tercera escala es un baile de barrio cerca de Malvín Norte. En la puerta del club La Virgen un pizarrón anuncia la programación de la noche y, al entrar, junto a la ropería, hay otro cartel que más que una advertencia parece una declaración de principios: “Prohibido entrar con la cabeza cubierta o mal vestido, por favor no insista”.

De nuevo las chicas de la primera fila, pero en este boliche Carlos Jr. les recomienda algo mejor que bailar buscando la atención de los cantantes: “Muchachas, tengan cuidado con nuestros utileros: son bravísimos, no perdonan a nadie”. Los utileros sonríen increíblemente sonrojados, y yo también, porque como estoy a su lado, todos creen que soy uno más de esos que no perdonan.

En este baile la Borinquen fue contratada para hacer dos pasadas. Cuando termina la primera nos vamos a la barra a tomar unas copas. Carlos Jr. no nos deja pagar de ninguna manera. La próxima, entonces, se la invitaremos nosotros. Es un tipo con muchísima noche, sabe diferenciar a los que se dirigen a él con respeto y buena onda de los que se suben al carro: a los primeros los atiende, demorando el tiempo que haya que demorar, a los segundos los ignora. Después del tumulto, cada uno con su vaso, brindamos por este encuentro.

Hablamos de todo, pero sobre todo de cumbia. Algo que me intriga es cómo una orquesta de la vieja guardia sobrevivió a dos grandes cambios de paradigma (uno más importante y duradero que el siguiente): el surgimiento de Karibe con K y el pop latino de principio de siglo. Sobre lo primero me dice que fue muy complicado porque hubo un bombardeo mediático en torno a Karibe y en un momento la gente sólo quería eso que ellos hacían, que en muchos aspectos estaba muy alejado de lo de Sonora Borinquen. Cree que Karibe con K sin prensa y sin el gran trabajo de marketing de su dueño, Eduardo Rivero, hubiese sido un fenómeno mucho menor.

En cambio, “el pop latino nos aniquiló”, me dice, pasando al otro tema. “Maquillaron la cumbia, generaron un enlatado para vender y lo vendieron. Se empezaron a reproducir bandas que hacían todas lo mismo y que no era más que mala música. Es cierto, conquistamos otros territorios donde antes creían que la cumbia era rea y baja. Cumpleaños de 15, fiestas privadas, alguna que otra discoteca. Pero progresivamente las radios pasaron sólo eso que se ajustaba a la norma, los boliches y las fiestas los contrataban sólo a ellos. Muchas orquestas viejas desaparecieron en ese momento”.

Mi pregunta seguía girando: cómo hicieron para sobrevivir a ese momento tan complicado para las viejas bandas de cumbia. “Fui boliche por boliche. Les dije ‘te vamos gratis, y si nos va bien me volvés a contratar y ahí sí nos pagás’. Así hasta que uno accedió y anduvimos bien, y después otro, y así empezaron a contratarnos algunos boliches. Igual fueron años muy bravos”, responde.

Cuando termina la segunda pasada, Carlos Jr. me apura, me dice que nos vayamos rápido porque aunque estamos bien de tiempo no conviene dormirse, pero no encontramos a Agustín. Lo veo sacándole fotos al pizarrón de la puerta y cuando lo voy a buscar una chicas nos confunden con integrantes de la Borinquen y nos gritan unos piropos. Comentando luego en la camioneta le pregunto a Carlitos sobre las mujeres. “Ya les pasó a ustedes recién. Todos ganan: cantantes, músicos, utileros. Parece que hubiera chicas a las que no les importa con quién pero quieren irse con alguien de una orquesta. No es fácil dominar eso”.

Facebook y Blackberry

Llegamos a la Ciudad Vieja. Gente por todos lados. “Vamos yendo”, nos dice Carlos Jr. para romper el silencio de la camioneta apagada. Pero yo quedo envenenado con una pregunta en la garganta: quiero saber si le gusta lo que hace, si ha pensado en dejar de cantar. “Jamás”, me dice y abre la puerta.

Ha llegado la camioneta de la orquesta y se complica para maniobrar. La calle Bartolomé Mitre es muy estrecha, y para estrecharla más los boliches montaron sus decks en plena calle. El chofer está sufriendo para poder moverse, está trancado, no puede estacionar. El chofer es el señor Carlos Goberna. Claro, de qué otro modo podría ser. Él es el jefe, el caudillo, el viejo de la tribu: el barco en que navegan debe ser tripulado por él. Días después nos enteraremos de que la Junta Departamental de Montevideo lo va a declarar Ciudadano Ilustre. Nunca un cumbiero tuvo esa distinción, pero Goberna es más que un cumbiero.

Quedaba por ver, al menos para nosotros, cómo iba a actuar la Borinquen, con su forma de concebir la música, la estética y las actuaciones en general, en un lugar tan diferente a ellos como Macarena. “Y, por lo pronto, la lista de temas que hacemos en estos lugares es otra. Llegamos a cantar ‘Dos gardenias’ acá y nos matan”, dice Carlos Jr. entre fanáticos que le piden para sacarse una foto para colgar en Facebook. Es raro ver a Goberna, que ya pudo estacionar la camioneta, entre personas hasta 50 años menores que él, con su traje oscuro, elegantísimo, entre el color, los piercings y los raros peinados nuevos de los chicos. Al igual que en los otros lugares, acepta gustoso sacarse una foto y saluda sonriente cuando lo saludan.

Durante la actuación queda demostrado que la elección del set para estos lugares es correcta: la gente celebra cada nueva canción más que la anterior. Y ahí está el segundo gran secreto de la permanencia de la Borinquen: la sabiduría para adaptarse a todas las circunstancias y las épocas, sin dejar jamás su esencia. Sonora Borinquen es Sonora Borinquen en una kermesse del Cerro, una fiesta privada en Carrasco, un comité de base en Maroñas o una megadiscoteca en la Ciudad Vieja, hoy como ayer.

La Borinquen tiene una actuación más, en una megadiscoteca a tres cuadras de esta última. Pero yo ya descubrí lo que quería descubrir. Ya es suficiente, me quedo aquí. Ya entendí por qué esta orquesta va a cumplir en breve 50 años, tan vigente como siempre, por qué sobrevivió a cambios abruptos y grandes en el ambiente y lo musical, por qué lo escucharon públicos tan diversos, desde aquel tipo que iba al Rowing de traje y mocasines hasta quienes graban hoy sus actuaciones en un Blackberry.

Me quedo en la calle mirando cómo el viejo jefe enciende la camioneta que lleva a Sonora Borinquen. Levan anclas y se van, la historia va con ellos, y esta noche está linda para hacer lo que mejor saben hacer una vez más.