“El mejor y más estimulante espectáculo del momento”, diría de Bienvenido a casa cualquier cronista de The New York Times o de La Nación, sin ese pudor por los epítetos excedidos que caracteriza a sus pares uruguayos. Pero controlar la euforia y medir cada una de las palabras -no sonar ni demasiado rendido ni poco gratificado ante el artilugio perfecto que propone Roberto Suárez- supone un esfuerzo de retención extra e inútil: con “el más”, entonces, me quedo.

Suárez acostumbró al espectador, a lo largo de su actividad como director, a dos rituales: a) el del encuentro cada dos, cuatro o más años, consagrando una forma exquisita de slow cooking (cocina a fuego lento); b) el de espectáculos concebidos como artefactos habitables, que vuelven concreta y aventurera esa idea tan gastada de “entrar en la historia”. Nada mejor que el nuevo título, Bienvenido a casa, para dar cuerpo a la concepción de una trama transitable, un marcado adentro y afuera de la fábula y del espacio, algo que el director hace desde los años 90. Del circo o cárcel en la que el espectador quedaba enjaulado (Rococó kitsch, 1996, Teatro Circular) a la casona arruinada y casi peligrosa que, con trucos más o menos abiertos, parecía irse transformando a medida que transcurría el espectáculo y que la recorría el público, para terminar inundándose completamente (La estrategia del comediante, 2008, en una casa del Prado), se llega, por otro tipo de vía, a “habitar” Bienvenido a casa.

Presentado como “un espectáculo teatral en dos episodios durante dos días”, trabaja sobre la “convivencia” entre actores y concurrentes, según el propio Suárez, sobre esa “sensación de ‘ya te conozco, ya estuve ayer contigo’” (ver la diaria del 10/08/12), pero obligándolo al cambio, literal, de punto de vista: se presencia (casi) lo mismo; se ve algo diferente.

El “día uno” se asiste a la reu-nión de cuatro personajes, unidos por el deseo de autoeliminarse, que cuentan fragmentos de historias en una atmósfera donde el universo de David Lynch es la referencia invariable. Durante el tiempo que dura el espectáculo asistimos a sus conflictos, rigideces y fallas y a su/nuestro encuentro con el otro (el monstruo y, en definitiva, el espejo de nosotros mismos). Como si se estuviera inmerso en el ambiente tensionado de Mulholland Dr. o Lost Highway, las actuaciones son rarificadas, cargadas de llanto, de risas histéricas, pero también de momentos que, si no estuviera ya tan mal visto como categoría descriptiva, se podrían pensar de “verdad escénica”, tal es su sofisticación (y aquí quiero destacar el trabajo notable de Soledad Pelayo y Gustavo Suárez). Todo filtrado por risas grabadas, eco durante algunos parlamentos y uso de otros efectos especiales.

El espacio, la flamante sala La Gringa en la Galería de las Américas (un ex cine) es otro personaje: sus límites externos llaman la atención sobre la artificiosidad (es provocadora la cercanía entre espectadores y actores, la altura reducida de la boca del escenario, el pomposo telón bordó bajado, en medio de la acción, cuando los protagonistas necesitan cierta privacy) y, al mismo tiempo, sobre la verosímil multiplicación de los planos (el living, la cocina, ¿una habitación al fondo?) que denuncia un “más allá” de lo que se ve.

“El sistema de trabajo es colectivo porque el teatro para mí no tiene una estructura piramidal. No es ‘autor, director, actor, técnico, público’; para mí no es así”, dice Suárez en la entrevista citada. Cuando al término “creación colectiva” uno ya respondía condicionado, pavlovianamente, con una mezcla desigual de terror y paternalismo, tras los experimentos de los años 60 y 70 (o lo que leyó de ellos) en que primaba la “fascinación de la gente de teatro por la improvisación, por la gestualidad liberada del lenguaje y por los modos de comunicación extraverbales” y el repudio por la “división del trabajo” en el interior de la estructura teatral para enunciar un arte “por y para las masas” (instantánea-resumen de Patrice Pavis) y tras los tanteos que siguieron, en los años 80, 90 y 2000, simples refritos, la mayor parte infames, de lo que teorizó Brecht e hizo de buena fe el Living Theatre, Roberto Suárez decide ventilar y redefinir la práctica. Si va a funcionar así en el futuro, creación colectiva sea.

La mínima descripción del “día dos” desmantelaría aquí un goce y una sorpresa construidos minuciosamente. A partir de este punto, entonces, pare de leer quien no quiera saber con qué se va a encontrar el segundo día.

Ya te conozco, ya estuve ayer contigo

El encuentro es media hora antes que el día anterior, en el mismo espacio. Se invita a los espectadores a sentarse en los mismos lugares, la ambientación es idéntica y los personajes lucen el vestuario conocido. Pero nada es lo mismo: se habla del proceso de creación, de la desaparición y reemplazo de un personaje, de la participación de todos (iluminadores, sonidistas, etcétera) en la construcción del todo. La idea de Suárez sobre la creación colectiva resuena en escena y se vuelve parte de la ficción o del libreto. A continuación, el mismo público es trasladado tras bambalinas, donde se hacen los efectos especiales y donde van a parar los personajes que salen de escena. El público será testigo del behind the scenes, mientras que otro público presencia la acción como “día uno”.

Un mecanismo perfecto concibe así dos tramas paralelas, con públicos que manejan diferentes saberes y presupuestos. El “día dos” es de descubrimiento e intimidad, de mecanismos revelados, de puro “meta” muy cercano, por momentos, a La estrategia del comediante. Tanta exhibición esconde, sin embargo, otro más allá, otra cocina de la cosa, fatalmente inaccesible. Ese abismo es uno de los tantos placeres de Bienvenido a casa.