Para los interesados en la literatura estadounidense -y en la literatura en general, vamos-, la lectura de "El rey pálido" se convertirá en una obligación y un placer, una excelente vía de retorno (o de entrada) al autor de ese libro inagotable que es "La broma infinita" y de los cuentos de "Extinción", "Entrevistas breves con hombres repulsivos" y "La niña del pelo raro".

"El rey pálido". Traducción de Javier Calvo. Mondadori (Random House), Barcelona, 2012. 560 páginas.

Contra Orwell

Quizá la verdad más aburrida sobre la historia (y sobre las ficciones de la historia o sobre la historia como ficción) es que el año después de 1984 todo siguió más o menos igual, del mismo modo que la civilización no llegó a su fin en 2000 cuando los dos últimos dígitos de las fechas procesadas por las computadoras pasaron al doble cero o como (es de esperar) dentro de unos meses, cuando nos riamos de los fans de la cosmogonía maya apenas refutadas sus predicciones para este año.

En el núcleo de la historia, entonces, hay aburrimiento y tedio; fulano pasa una página, pasa otra página, alguien tose, alguien se levanta, alguien va a buscar otra dosis de café, otro mueve la ruedita de su mouse, y así sucesivamente. Por eso, si tuviera sentido decir “de qué trata” El rey pálido, una buena apuesta podría ser: del aburrimiento. Hay oficinas, hay empleados, está el fantasma de un empleado que murió ante su escritorio y nadie se dio cuenta hasta pasadas las horas y hay un autor-dentro-de-la-ficción que juega a las paradojas afirmando, entre otras cosas, que la única ficción del libro que se está leyendo es la nota introductoria que aclara que todos los acontecimientos presentados en la novela son ficción. Hay, también, gente con extraños y aburridos poderes psíquicos (la capacidad, por ejemplo, de obtener a cada momento, e involuntariamente, un dato absolutamente inútil sobre la realidad: cuántas hojas, por ejemplo, vuelan en este momento en cierto parque de Praga) y, además, está el complicado sistema impositivo estadounidense, su fantasmal contorno de país-dentro-del-país.

Así, en la ciudad de Peoria, Illinois, varias personas -entre ellas un tal David Wallace, a quien confunden con otro hombre llamado David Wallace que ya trabaja allí y posee un grado superior- procesan declaraciones de impuestos y calculan las deducciones, las irregularidades, los costos de las posibles auditorías; los sucesivos narradores de la novela nos presentan las vidas de los empleados de este Centro Regional de Examen de la Agencia Tributaria de Peoria, sus pasados, sus conversaciones, sus sesiones de aprendizaje, las páginas que pasan, los cafés que se levantan para tomar. El año, ya se dijo: 1985, después de la pesadilla del control absoluto soñada por Orwell en su novela "1984". Y no pasó nada; no pasa nada, o pasan demasiadas cosas y no somos capaces de verlas, de leerlas.

No saltearse las notas finales, por favor

Hay que señalar que David Foster Wallace no terminó "El rey pálido". Que no hay manera, de hecho, de saber con certeza qué pretendía hacer con el creciente volumen de notas, pasajes, apuntes y anécdotas que venía acumulando desde 2000, en el que no son escasas las contradicciones, los personajes que cambian de nombre y los pasajes quizá truncos; Michael Pietsch, el editor, ordenó y seleccionó el material para armar algo parecido a una novela: “En ningún sitio de aquellas páginas”, escribe en su prólogo, “había ningún esquema ni indicación del orden en que David tenía pensado poner aquellos capítulos. Había unas cuantas notas generales sobre la trayectoria de la novela, y a menudo los borradores de los capítulos iban precedidos o seguidos de instrucciones que escribía David para sí mismo y que indicaban de dónde venía un personaje o adónde podía dirigirse. Pero no había una lista de escenas, no había un arranque ni un final decididos”. Wallace tenía fama de perfeccionista; este libro (que, según declaraciones del autor en 2007, no representa sino un tercio de lo que tenía planeado para "El rey pálido") habría sido probablemente muy distinto de haber vivido su autor para terminarlo. Ante ciertos pasajes es fácil sentir que encierran una línea que tal vez hubiese sido desarrollada extensivamente y que luego se percibe como ausente del libro. También es verdad que muchos capítulos, bajo la forma en que fueron publicados, suenan insuficientes y tentativos, al menos estructuralmente. El lector de "El rey pálido", entonces, deberá pensar ante todo en disfrutar el libro página a página, capítulo a capítulo, sin buscar la novela, el cierre de las líneas argumentales; dice el editor, de hecho, que mientras trabajó sobre los manuscritos se emocionó al sentir la mente de Wallace en funcionamiento. Y esa emoción se contagia al lector, especialmente el que ya admira a David Foster Wallace.

Es inevitable también conservar como referente "La broma infinita", obra maestra de Foster Wallace y una novela de la que se ha dicho que marcó a fuego la nueva literatura estadounidense. Precedida por "The broom of the system", de 1987, y el libro de relatos "La niña del pelo raro"; seguida por los libros de cuentos Entrevistas breves con hombres repulsivos", de 1999, y Extinción, de 2004, además de por los ensayos contenidos en "A supposedly fun thing I’ll never do again", de 1997, "Everyhting and more", de 2003, y "Hablemos de langostas", de 2005, la novela fue publicada en 1996 y se extiende a lo largo de 1.079 páginas en el original en inglés (1.208 en la traducción al español a cargo de Javier Calvo y Marcelo Covián).

La historia de "La broma infinita" está emplazada en un futuro cercano (presente alternativo, a estas alturas) en el que cada año es patrocinado por una corporación, Estados Unidos, México y Canadá se han unido en la “interdependencia” del ONAN (Organización de Naciones de América del Norte) y un inmenso vertedero de desechos tóxicos y radiactivos ha sido excavado en el noreste del antiguo territorio estadounidense y en el sureste del de Canadá, lugar donde, se dice, abundan los bebés mutantes gigantes, entre otras cosas. La novela incluye 388 notas al final que irrumpen en una narrativa ya de por sí escasamente lineal (podría hablarse de un vasto mosaico de fragmentos que el lector puede intentar ordenar a medida que recorre el libro) y aportan a la construcción de un universo de historias y temas pautado por una irrefrenable ola de información.

Ciertos capítulos de "El rey pálido" parecen regresar a ese molde. Más allá de la confusión o vórtice de pequeños relatos, citas o descripciones, el capítulo número nueve (“prefacio del autor”), abundante en notas al pie que ramifican las ideas expuestas en el cuerpo de la página y ofrecen todo tipo de digresiones, podría leerse como una suerte de autoparodia: un autor demasiado angustiado por la influencia de "La broma infinita" intenta contar su vida, en particular el momento en que trabajó en el Centro Regional de Examen de la Agencia Tributaria de Peoria, y para hacerlo abruma al lector con paradojas, cambios de tono, anécdotas en apariencia triviales y digresiones. Es desde ese capítulo, entonces (y de una declaración del autor citada por el editor), que vale asumir que Wallace había planeado para "El rey pálido" una estructura similar a la de su novela de 1996. La reconstrucción hecha por el editor se basa en esa suposición, y logra armar “algo parecido” -por decirlo de alguna manera- a "La broma infinita". Por supuesto que no sólo el libro se queda corto en número de páginas (550 contra 1.200) sino en trabajo, en desarrollo; pero el talento de Wallace está allí, indudable.

En cualquier caso, y más allá del molde estructural de "La broma infinita", hay en "El rey pálido" capítulos que parecen pequeñas novelas en sí mismas. El 22, por ejemplo, con su narrativa en primera persona, resistiría perfectamente la publicación independiente y está entre los mejores del libro, así como el 43, un diálogo que se prolonga 62 páginas. El capítulo 5 -sobre un personaje luego no retomado- parece un cuento tomado del libro "La niña del pelo raro" y fue, en efecto, publicado originalmente en "The New Yorker". Es decir, el lector podrá encontrar relatos fascinantes, rodeados de pequeños capítulos que parecen tramar una suerte de nebulosa, una imagen fantasmal de lo que el libro habría sido de haberlo terminado su autor. A la vez, hay páginas lisa y llanamente aburridas, tediosas, pero está claro que a Wallace le interesó hablar de eso, del aburrimiento (y por tanto de la capacidad o incapacidad de prestar atención), y que una imagen perfecta de ese aburrimiento es la del lector que se abandona al impulso de saltear, de “ver qué pasa después”, de husmear en un final que, en este caso, no le dirá absolutamente nada (no pasaba exactamente lo mismo con "La broma infinita", aunque en rigor -si se leía buscando el “asunto general” del libro, la “historia- el final estaba en las primeras páginas y luego había que adivinar el porqué), aunque se sugiera por ahí la inminencia de algo grande, terrible y siniestro.

El trabajo más divertido

Gran parte del libro, entonces, tiene que ver con la concentración, y la capacidad del lector de mantenerse concentrado es duplicada en la ficción desde los “superpoderes” de algunos de los personajes, que se esfuerzan en lo que podría pensarse como El Trabajo Más Aburrido Del Mundo. Es posible, entonces, leer El rey pálido desde al menos dos líneas metanarrativas: la del autor-dentro-de-la-ficción y la del tópico del aburrimiento. La reconstrucción de Michael Pietsch -la novela de alguna manera es “armada” por él- permite esas lecturas, y en ese sentido (dejando de lado lo ya dicho sobre ciertos episodios o escenas) genera algo de satisfactorio, de logrado, para “El rey pálido”, que así trasciende lo que podría pensarse como una muestra de apuntes de un escritor que no vivió para terminar su novela.

Indudablemente, la publicación póstuma de “El rey pálido” abre el debate sobre la reconstrucción llevada a cabo por el editor y los planes originales de su autor, algo parecido a lo que sucedió con “El Silmarillion”, editado por Christopher Tolkien a partir de fragmentos escritos por su padre a lo largo de décadas, o con “El secreto del mal” y “2666”, de Roberto Bolaño. Leerlo como si fuera una novela terminada es difícil, por supuesto, pero hay más en este libro de lo que cabría esperar de una compilación de notas y apuntes. La novela está allí, digamos, como un fantasma. Y es posible ponerse a buscarla, aunque se sepa que, en última instancia, siempre retrocederá ante 
la mirada.