En las paredes de la pequeña pero mítica galería Apollinaire de Milán cuelgan 11 telas, todas del mismo tamaño, todas pintadas en la misma época (pocas semanas antes del vernissage), todas monocromas, cubiertas por un azul penetrante, glacialmente uniformes, que no presentan marcas de pincel. Pese a su apariencia idéntica, cada cuadro tiene un precio distinto. El desconcierto, entre el público, es mucho: la monocromía apenas ha entrado en el mundo del arte y el valor de una obra, desde siempre, fluctúa según sus características físicas, vale decir por comparación con otra. De un golpe, ha sido asesinada la diatriba entre figurativos y abstractos -con la presencia única de un color primario privado de las huellas humanas- y la lógica de determinación del valor mercantil del operar artístico. El killer era Yves Klein, su arma Propuesta monocroma - época azul, de 1957.

La muestra fue un éxito total: todas las piezas fueron vendidas y su autor se volvió el talk of the town de París. Así estalló, a nivel de las crónicas, este pintor nacido en Niza en 1928, cuya “vida pública” en el mundo del arte duró sólo ocho años pero marcó para siempre el subsiguiente desarrollo del arte occidental por medio de conjugar una búsqueda metafísica incondicional e instrumentos mundanos, con una intensidad nunca vista anteriormente en lo simbólico del siglo XX.

Judoka monocromo

El notorio cuento chino del cangrejo -el rey pide el dibujo de un cangrejo, el pintor demora 20 años en empezar y luego lo dibuja en pocos segundos- sirve para entender el urticante puñado de segundos kleinianos, especialmente lo que hubo antes. Para empezar, como todo místico, tuvo un momento de revelación (relatado por él mismo): de muy joven, tomando sol en una playa de la Costa Azul, mirando el cielo, se habría perdido en un “viaje realístico-imaginario” en las profundidades del azul hasta “inscribir su nombre en el más lejano cielo”.

Siguió el aprendizaje -esto sí, documentado- con un minigrupo, formado por Armand Fernández, que con el nombre “Arman” se volvería otro peso pesado de la vanguardia posbélica europea, y el poeta Claude Pascal, cuyos encuentros en el sótano de la casa de Arman se nutrían de ayunos, discusiones sobre alquimia y esoterismos varios: filosofía del rosacrucismo, meditaciones y atracción por el Oriente, en particular Japón. Pero fue en Londres que Klein se acercó a la pintura y, aprendido lo básico, se largó al viaje japonés, ya convencido de que la monocromía sería la base de su arte, condensación de su temprana elección, durante las reuniones con sus amigos, por el cielo infinito, “el vacío” como objeto de estudio y contemplación, opuesto a la tierra, lo “pleno”, escogido por Arman y al aire de Pascal. El componente contemplativo, unido a un ejercicio de disciplina corporal total, se fortaleció durante su estadía en Tokio, gracias a la exitosa frecuentación del Instituto de Judo Kodokan. De regreso a Europa no sólo publicó un manual de judo, sino que obtuvo el máximo grado europeo en dicho arte marcial, los 4 dan.

Si es recién en 1954 que todo lo trascendental acumulado durante su juventud se desahoga en las primeras telas de un único color, ya unos años antes, alrededor de 1947, sus reflexiones sobre la “nada”, la intensidad, el vacío y la concentración lo habían llevado a crear una pieza performática (cuando la performance, como se entiende ahora, no existía), titulada "Sinfonía monótona - silencio": 20 minutos de una sola nota que se iba disolviendo seguido por 20 minutos de silencio, equivalente musical de lo absoluto buscado por Klein y sólido precedente de los 4’33’’, de John Cage, que harán temblar al mundo de la música cinco años más tarde.

Desmaterializador

La influencia kleiniana sobre otros artistas fue, sobre todo luego de la exposición milanesa, crucial. Más allá de la eterna amistad con Arman, sus ideas metafísicas del arte como reflejo y reverberación espacio-temporal de una dimensión “otra”, de incontaminada libertad -Klein declaró que sus monocromos eran nada más que las sobras del proceso creativo, sus cenizas-, afectaron tanto a colegas ya célebres en aquel entonces (Lucio Fontana, que compró uno de sus cuadros) como a debutantes (Piero Manzoni, que desarrolló, en cierto sentido agudizándolo, tanto el lado alborotador como el espiritual del nizardo, o Jean Tinguely, que lo propuso como “candidato a Nobel por la paz”, en 1958). Este apoyo incondicionado de la intelectualidad de punta del momento, respaldada, además, en el plano crítico por Pierre Restany y su criatura, el Nouveau Realisme, no debe extrañar: la renovación kleiniana era profunda y tocaba elementos esenciales del quehacer artístico.

Un ejemplo puede ser la cuestión de los medios. Si en la segunda mitad de los 50 Klein había sustituido los pinceles por rodillos, quebrando la idea del pincel como romántico “sismógrafo” de la sensibilidad del artista y a la vez ennobleciendo el nuevo instrumento (que a veces venía expuesto junto a las telas), en 1960 presentó en una soirée elegantísima en la Galería de Arte Contemporáneo del conde Maurice d’Arquien, la primera serie de sus “Antropometrías”. Durante una especie de happening/perfomance, mientras que una orquesta tocaba su “Sinfonía”, utilizó modelos desnudas como pinceles, sin tocarlas, dirigiéndolas de cerca, haciéndolas cubrirse de color, apoyarse, frotarse, arrollarse, en un especie de danza contra los lienzos blancos, dejando rastros súper efectistas, a veces superponiéndolas en ensambles que capturaban tanto la energía y la emoción del pintor, como las de las mismas modelos y el ambiente.

Naturalmente, las ANT (así se apodaron) no dejaron de provocar sensación, pero a la vez iban trabajando sutilmente en el círculo de artistas, galeristas y críticos vanguardistas: Klein desordenaba la baraja, el momento de la realización de la obra se volvía tan importante como la obra misma y la faceta meramente conceptual de sus operaciones ganaba protagonismo, con cierta antelación respecto del conceptualismo que como movimiento compacto se constituyó a mediados de los 60.

Varias fueron, en este sentido, las piezas, siempre acordes al principio de desmaterialización de la obra y apuesta al puro flujo mental de su hacedor: el 28 de abril de 1958 se inauguró, en la galería Iris Clert, “La especialización de la sensibilidad del estado material crudo a la sensibilidad pictórica estable”, conocido como “Lo vacío”. El espacio expositivo, pintado de blanco, fue dejado totalmente desocupado, sin ninguna tela u objeto, los cuadros ya eran meramente “cerebrales” y ni siquiera se necesitaba pintarlos (dos años más tarde, dialécticamente, Arman llenará de basura hasta el techo la misma galería, en su “Lo pleno”). Análogamente, Klein produjo una serie de Zonas inmateriales de sensibilidad pictórica que vendió a unos cuantos amigos (por ejemplo, a Pascal y al escritor italiano Dino Buzzati), entregando solamente un certificado de compra a cambio de láminas de oro que luego arrojaba al Sena o utilizaba para sus monocromos dorados.

Empero la pieza que quedará en los anales conceptualistas fue “Un salto al vacío”, la publicación de un número facsimilar del suplemento del diario France Soir, el Journal de Dimanche, fechado el 27 de noviembre de 1960, sardónicamente renombrado “journal d’un seul jour”, cuya imagen principal es un fotomontaje que retrata a Klein tirándose del techo de una casa de la periferia parisina: comentario a los flamantes experimentos espaciales de Sputnik, iconización del eterno deseo de volar del hombre, acto suicida del artista, acto de fe del artista, manipulación de los medios masivos (en una acción casi situacionista, se imprimieron miles de copias que se vendían en los kioscos), las interpretaciones abundan. Significativo es que el gurú del conceptualismo norteamericano Jospeh Kosuth haya declarado, dos décadas después, que fue Klein el real fundador de la “nueva tendencia”.

Más allá de una propensión a la espectacularización de su obra y de su vida -empezada con la liberación de 1.001 globos azules en el cielo parisino para un temprano vernissage y cuyo cenit fue la boda con Rotraut Uecker, también artista y colaboradora de Klein desde 1957, celebrada en 1962, según un ritual organizado milimétricamente por el artista-, el legado más popular de Klein fue su fijación por el azul (raramente “traicionado” por el fucsia, el rojo, el naranja y el dorado).

De sus telas sin textura a sus telas texturadas e incluso en bajorrelieve, pasando por esponjas naturales, piedras, el obelisco de Place de la Concorde, discos rotantes montados sobre motores-chatarra de Tinguely, calcos en yesos de amigos desnudos, papeles, planisferios, todo ha pasado por el color que para Klein concentraba en sí un estado superior de la existencia y resumía el encuentro del reino celestial y terrenal (o sea, donde el cielo se une con el mar).

La función estética del color se desmoronaba programáticamente convirtiéndose en extática, tanto que la relación entre el mundo y la monocromía, luego de la parábola kleiniana, nunca más será la misma: el color ya era obra de por sí y en uno de sus últimos actos simbólicos, en 1961, el francés patentó su especial mixtura de ultramarino y acetato de polivinilo, registrando el International Klein Blue (IKB), con todas sus implicaciones, tan actuales, de propiedad inmaterial y derecho de autor. Visto en vivo su efecto casi alucinatorio es asombroso y de alguna manera dilucida la exaltada declaración de su creador cuando afirmaba que sus monocromos eran, sobre todo, “ventanas abiertas a la libertad”.