Aquellos a quienes no les atraen demasiado los animales pueden recorrer algunos de los cientos de stands que ofrecen, entre otros productos, golosinas, indumentarias, mates, termos, bebidas alcohólicas, comidas caseras, teléfonos celulares y maquinaria industrial exhibida de formas cada vez más llamativas, como lo era un tractor que giraba frente al predio principal. Hay locales de empresas públicas, de ministerios y del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria; también hay espacios reservados para países, como el de Argentina, Brasil, México, que tal vez sería mejor atravesarlos sin expectativa alguna porque, a decir verdad, no son mucho más que un conjunto de locales comerciales que poco dicen de esas culturas. Por la noche se inician los espectáculos musicales y la oferta gastronómica está disponible durante todo el día, especialmente las parrilladas. Además de todo esto, siempre es un atractivo en sí mismo observar el público y la variedad de estilos y edades que convoca la actividad.

De peluquería

En el galpón de bovinos estaban las vacas y toros gigantescos que pesaban cerca de 1.000 kilos, junto con algún ternerito recién nacido. El concurso de las razas hereford y los polled hereford se inicia hoy, por lo que los cabañeros y peones estaban ultimando los detalles que serán decisivos para hacer valer el trabajo de todo un año.

Descansando sobre un fardo se encontraba Carlos Ariel Laborda, de 68 años, oriundo de Paysandú, que estaba allí para cuidar a cinco animales polled hereford. Contó que concurre a la Expo Prado desde 1964, aunque en el medio estuvo 16 años sin asistir; notó que ahora hay “puro stand” y que los sitios comerciales les han sacado espacio a los cabañeros y a los animales, lo que le resulta “más incómodo”. Fuera de eso, al ser consultado por la exposición, comentó: “Me gusta todo, vengo al Prado porque me gusta, tengo todas mis amistades acá, uno se va haciendo amigos de la juventud”. Por las noches juegan al truco.

Carlos Ariel fue quien nos introdujo en los cuidados de los animales, en el delicado trabajo de bañarlos, secarlos y recortarles el pelaje, para luego ser exhibidos en su mayor esplendor.

Buscando conocer esos detalles llegamos a Miguel Zerbino, quien está radicado en Durazno y continúa el trabajo de cabaña iniciado hace 60 años por su familia en Tacuarembó. Su tarea específica es de asesoramiento genético y hace 24 años que se dedica a arreglar a los animales para la exposición. “Es un certamen de belleza, es tratar de resaltarle al animal cosas buenas y tratar de que no se vean tanto las cosas que no son tan buenas”, comentó. Pero con saber de peluquería no alcanza, “tenés que saber mucho de conformación animal”. Agregó, precisando el objetivo: “Resaltar firmeza en el lomo, profundidad de costillas, ancho de cuartos traseros, suavidad de paletas. El cogote y la cabeza de los machos tiene que ser masculina, en las hembras tiene que ser femenina, suavizar los cachetes”.

Al igual que en los humanos, los estilos cambian. Aportó: “Ha variado el procedimiento. Cuando empecé a esquilar se buscaba animales despegados, muy altos, entonces sacándoles un poco de pelo de la panza, a la perspectiva, levanta. Ahora no, se busca más profundidad y le bajamos el pelo tanto de la verija como de la panza, intentamos que le quede bien caído. Todo depende de lo que se esté buscando, nunca sin perder costillas, cuartos profundos, cuartos anchos”, aclaró.

La finalidad de todo eso es impactar al jurado. Claro que si hubiéramos consultado a los animales, que sobrellevaban los ruidos de una secadora encima, la opinión no hubiera sido tan entusiasta. Para que tengan pelo más largo, invierno y verano reciben chorros de agua fría y luego se los seca con un potente aparato. El costo de la belleza.

Zerbino opinó que el componente estético está cada vez más presente. Comentó que el primer año que concurrió al Prado esquiló cinco animales y este año fueron 118.

Participantes y expositores

Los concursos se desarrollan de manera paralela. En el predio principal se exhibían equinos de un lado y ovinos del otro. Junto a algunos de ellos, animales de raza texel, estaba Victoria, una niña de 11 años oriunda del paraje Tres Esquinas, ubicado en el departamento de Colonia. Abrazaba a dos borreguitas de 20 días, que eran de un blanco increíble, al igual que el carnero, que estaba laureado con el “reservado gran campeón”, y la oveja, que había salido cuarta. La niña concurría a 5º año de escuela y quería ser veterinaria. “Me gusta estar con ovejas y salir a pasear por el Prado”, dijo.

En el sector de vacas lecheras había un miniescenario para sentarse tranquilamente a ver el ordeñe mecánico. Allí estaban madre, hija y nieta; la chica había registrado la ordeñada con su celular y calculaban cuántos litros se sacaría de la pesada ubre de la vaca a la que le llegaría el turno.

Un conjunto similar de asientos había frente al galpón de los suinos, mucho más modesto si se lo comparaba con los grandes galpones de ovinos y bovinos. Eran 26 los cerdos que competían por los premios que el jurado estaba evaluando en ese momento. Entre el público había dos uniformados: la veterinaria Alejandra González y el teniente coronel Gustavo Cabrera, oficiales del haras militar Fausto Aguilar, un campo militar ubicado en las afueras de la localidad de Los Cerrillos, departamento de Canelones. Con ellos tenían la copa del “Gran campeón macho en la raza large white”, que es un “trofeo en custodia”, que anualmente va sumando los nombres de cada ganador. En ese establecimiento crían dos razas maternas de cerdo -large white y landrasse-, “que se usan para iniciar el cerdo híbrido” junto con los cerdos colorados, que se usan como raza paterna, explicó González. Comentaron que en el predio militar crían alrededor de 90 animales; tres de ellos llegaron al Prado. “Con el resto producimos y vendemos lechones a particulares y al Ejército y se vende genética también, tenemos muy buena genética y van muchos productores”.