Era 22 de noviembre de 1963 y, mientras los dos balazos en el cuerpo de Kennedy aún emitían humo, la BBC del Reino Unido transmitía un piloto televisivo en el que una pareja de profesores preocupados por una alumna la seguían hasta una cabina policial habitada por un excéntrico anciano que los llevaba a los tres a presenciar una guerra entre tribus de la Edad de Piedra. El presidente de Estados Unidos moriría a las pocas horas; la serie, ignorada en un principio por la relevancia internacional que cobró el asesinato, sigue viva hasta hoy. Devenida producto masivo primero y serie de culto después, Doctor Who estrenó la semana pasada la séptima temporada de su etapa más reciente. Es un buen momento para repasar la peculiar trayectoria de un programa que, a pesar de ser prácticamente desconocido en nuestra región, ocupa un lugar altísimo en el imaginario cultural del mundo anglosajón.

El panorama de la ciencia-ficción televisiva en lengua inglesa de mitad del siglo pasado se dividía básicamente en dos tendencias: por un lado, las ficciones militaristas y “colonialistas” al estilo de Flash Gordon o Buck Rogers, en las que héroes de mandíbula cuadrada y pistolas láser en mano rescataban a damiselas de monstruos galácticos o dictadores interplanetarios; por otro, formatos como The Twilight Zone o The Outer Limits, en las que los capítulos autoconclusivos gravitaban en torno a la irrupción de hechos paranormales en la cotidianidad de grupos humanos, con personajes oscuros y torturados.

En este mapa, Doctor Who apareció como una “tercera vía”: protagonizada por el Doctor, un alienígena simpático con el aspecto de un anciano que es el último sobreviviente de los Señores del Tiempo, una raza de casi inmortales oriundos de Gallifrey, un planeta ya extinto. Lejos de los héroes galácticos militares, el Doctor era un explorador del espacio y del tiempo, pero ante todo un pacifista más inclinado a soluciones diplomáticas -o directamente a huir- ante los conflictos con los peligrosos alienígenas (y en ocasiones peores humanos) que enfrentaba. Sin armas a su disposición, su herramienta más notoria es el “destornillador sónico”, un artefacto con una gran gama de funciones (desde abrir puertas hasta escanear formas de vida), todas inofensivas. Su amplio conocimiento del tiempo le permite al programa explorar un tipo de humor muy particular, como sugerir que las estatuas de la Isla de Pascua fueron construidas en honor al Doctor o meter frases como “ni las hordas de Nerón podrían forzar esas puertas [las de la nave]. Creeme; lo han intentado”.

Si DC tuvo que incorporar rápidamente a Robin como compañero de Batman para promover la identificación por parte de los televidentes más jóvenes, el Doctor tuvo a lo largo de la serie acompañantes que cumplían también la función de hacer las preguntas indicadas y recibir las explicaciones de los sucesos extraños de cada capítulo. De todas formas, la relación entre Doctor Who y la ciencia está más afín a la ciencia-ficción “blanda”, la que interesa menos por los aspectos técnicos: una de las frases emblemáticas del programa aparece cuando los visitantes entran a la Tardis (la pequeña cabina policial azul que se transporta a cualquier punto del espacio y del tiempo) y descubren que adentro hay un cuarto de máquinas enorme y varias habitaciones. Ante la pregunta de cómo eso puede pasar, el Doctor contesta con naturalidad “es más grande del lado de adentro” (de hecho, el diccionario de Oxford incorporó el vocablo “tardis” para designar un lugar que es más espacioso de lo que parece visto desde fuera). Las teorías sobre viajes en el tiempo, aunque contradictorias entre sí, se yuxtaponían. Personajes muertos resucitaban en actos descarados de deus ex machina. Lo que importaba era pasarla bien.

Uno de los mayores aciertos del productor ejecutivo del show en los 60 -el canadiense Sydney Newman, también creador de la serie de espionaje Los vengadores- fue la capacidad de pilotear con recursos diegéticos los problemas prácticos que enfrentaba la producción. En un principio, la idea era que la Tardis adaptara mediante tecnología su forma exterior para disimularse en el entorno en el que se materializaba, volviéndose cabina telefónica en la Inglaterra de los 60, carpa en el desierto, cueva en épocas prehistóricas, etcétera. Cuando la producción avisó que el presupuesto no daría para construir un modelo por capítulo, a los guionistas se les ocurrió que el “circuito camaleónico” de la nave se averiara y que la Tardis quedara para siempre atascada en la forma de cabina, que con el tiempo se convirtió en uno de los símbolos más entrañables de la serie.

Otro inconveniente surgió en 1966, cuando el actor protagónico William Hartnell abandonó la serie -que estaba pasando por un gran momento- por problemas de salud. La solución instaló otro emblema del universo Doctor Who: cuando son heridos de muerte, los Señores del Tiempo tienen la habilidad de regenerarse, reescribiendo todo su ADN (apariencia física incluida) pero conservando sus recuerdos y su personalidad. Así fue que tomó la posta Patrick Troughton, el segundo de 11 actores que encarnarían al Doctor en su casi medio siglo de vida televisiva (que generaría lateralmente miles de historietas, revistas, radioseries, novelizaciones y obras de teatro).

Muerte y regeneración

Después de cientos de aventuras y siete doctores, Doctor Who decayó en público y calidad. La década de 1980 vio a la televisión poblarse de series como V, Galáctica y Star Trek: La nueva generación que, enfocadas en el desarrollo psicológico de los personajes y en la capacidad de decir cosas sobre la situación mundial del momento, redujeron al nivel de un juguete kitsch al simpático, despreocupado y elegante Doctor que hacía chistes mientras huía de monstruos hechos de evidente polifón. El programa fue cancelado en 1989 y la película homónima para televisión -producida en 1996 por la BBC y la Fox y protagonizada por Paul McGann- no fue bien recibida por el público, en gran medida por su poca fidelidad al personaje y a la estética originales, por estar ambientada enteramente en Estados Unidos y fundamentalmente por abandonar del todo esa elegancia que saben imprimir los ingleses (pérdida análoga a la que sufrió la versión yanqui de The Office).

Pero no fue ninguna habilidad extraterrestre sino el guionista Russell T Davies lo que devolvió la serie a la vida en 2005; no se trataba de una remake sino, igual que la película, de un revival: el Doctor era el mismo personaje que el de los 60, ahora encarnado en Christopher Eccleston, tal vez el actor que le imprimió más humanidad al alienígena de dos corazones. Davies planeó homenajear y parodiar a la vez a la vieja serie, pero con el manejo de los climas, la planificación de tramas por temporadas y el ritmo de la televisión de nuestro siglo, el siglo de Lost y The Wire. Una de las mayores inspiraciones para esta etapa fue Buffy, la cazavampiros, que acababa de terminar y había dejado un séquito hambriento de humor pop y referencias culturales. Más centrada en la exploración de hipotéticas sociedades en entornos planetarios diferentes, esta temporada inicial de Doctor Who tuvo buena recepción en países de todo el mundo, pero aún faltarían unos años para la verdadera explosión.

Uno de los mayores logros de la era Davies es Torchwood, una serie spin-off (es decir, subsidiaria de Doctor Who) protagonizada por Jack Harkness, un viajero del tiempo “omnisexual” y de moralidad dudosa que enamoró a los seguidores de Doctor Who, en cuya primera temporada apareció como personaje secundario, y que gira en torno a una agencia paraestatal que se encarga de asuntos extraterrestres; algo así como Hombres de negro con agregados de violencia, sexo y planteamientos éticos y un humor muchísimo menos tonto (de hecho, la serie se transmitía cerca de la medianoche por su lenguaje fuerte y sus escenas explícitas).

Tras abandonar Davies la nave, tomó el panel de controles el escocés Steven Moffat, que más tarde sería el alma páter de la genial serie Sherlock y colaboraría en la adaptación fílmica de Tintín. Hombre más interesado en la mecánica del viaje en el tiempo que su predecesor, Moffat debutó como guionista con “Blink”, un capítulo en el que se exploran las paradojas temporales y que introduce a los Ángeles Llorones, una raza de extraterrestres que están “cuánticamente bloqueados“: mientras un ser vivo los está mirando, asumen la forma de estatuas, pero cuando no, asumen su forma verdadera (que, claro, nadie vio jamás) y se mueven hacia su presa. La imagen de una víctima que pestañea y se da cuenta de que la estatua está unos metros más cerca fue aterradora y le valió a los Ángeles (y a su creador) un lugar inmortal en el imaginario de la serie.

Ya con Moffat al frente, con mejor presupuesto y mayor audiencia que nunca, Doctor Who fue puliendo sus lados menos finos y alcanzó un nivel altísimo. Tras dos temporadas muy bien planificadas (con conflictos que aparecen en el primer capítulo y se resuelven en el último, en un clímax absoluto), se estrenó el sábado pasado “El asilo de los daleks”, primer capítulo de la séptima temporada, que si bien no estuvo a la altura de la apertura de la sexta (en la que muere un personaje importantísimo) dejó algunas líneas narrativas planteadas y tuvo excelentes ratings tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos. Protagonizada desde 2010 por el histriónico Matt Smith, el actor más joven que jamás haya interpretado al Doctor (como ejemplo de la popularidad del programa, fue quien cargó la antorcha a través de Cardiff en los Juegos Olímpicos pasados), la serie prepara, o al menos eso prometen sus productores, cosas grandes para su aniversario número 50, en 2013. A esta altura es una obviedad recomendar esta serie fundamental, inteligente y dueña de una mitología, un anecdotario y una historia extensísimas; puede costar entrarle, pero es enorme una vez que uno ya está adentro. Como la Tardis.