Aquellos orientales que desertaron de las filas cuarteteras después del cambio radical arreglístico y conceptual que fue el disco “Raro” (2006) -más oscuro, más anglo (a tono con los trabajos de The Strokes, banda que pocos años antes había removido el panorama internacional, erigiéndose como la salvación tras la muerte del rock alternativo noventero) y alejado de la exploración por múltiples estilos musicales que fue sello de la banda durante toda su discografía hasta ese momento- probablemente deberían mantenerse lejos de “Porfiado”, el disco nuevo de El Cuarteto de Nos.
En realidad, el camino de la sofisticación musical comenzó en 2004 con “El Cuarteto de Nos”, aquel álbum de temas viejos reversionados (más tres nuevos, entre ellos los hits “No quiero ser normal” y “Hay que comer”) en el que debutó Juan Campodónico en la producción musical, que desplazó el trabajo más artesanal que Riki Musso había desarrollado durante las casi dos décadas anteriores, en pos de un sonido más compacto, “profesional” y for export, y con una concepción global bastante menos localista. Devenido ya un sexto integrante del Cuarteto (que es hoy un quinteto de músicos, tras la partida de Riki Musso y la incorporación de Gustavo Topo Antuña y Santiago Marrero), Campodónico acerca en este “Porfiado” la música de la banda a los estándares del pop internacional actual, y en el procedimiento se adivina algo del ADN de Gustavo Santaolalla, tal vez el arquitecto de lo que se entendió por rock latino en los 90.
El disco abre con el riff más potente de la historia de la banda en el tema “Algo mejor que hacer”, un coqueteo con el punk que se acerca a la versión de 2004 de “El putón del barrio”. El brevísimo solo de Antuña -con sobredosis de reverb y empapado de la melancolía que les arranca como pocos a las seis cuerdas el Topo, también guitarrista de Buenos Muchachos- y el colchón omnipresente de teclados ambientales a cargo de Marrero ya marcan por dónde van los arreglos de “Porfiado”: al gusto por las secuencias, loops y ruiditos electrónicos que Campodónico explotó en el disco “Bipolar” (2009) se le suma cierto rescate de las bases guitarreras que la banda curtió a finales del siglo pasado. Hay más formato de canción rock, más solos y puentes, más diálogo entre las dos guitarras que los ambientes estáticos y la instrumentación austera de los dos últimos discos.
El fetichismo tecnológico llega a su punto más alto (más terraja) en “Cuando sea grande”, canción en la que un Roberto Musso confesional como pocas veces (aunque “Breve descripción de mi persona”, de “Bipolar”, podría ser un antecedente) parece imbuirse del espíritu de Cher para cantar un estribillo procesado con Auto-Tune extremo, efecto de uso no muy frecuente en la música nacional por fuera del pop latino (de hecho, Jorge Drexler lo usó en “Eco” [2004], su primer disco hipermasivo, también producido por Campodónico).
Otra dosis de dulce terrajada es “Enamorado tuyo”, una cumbia electrónica de Santiago Tavella que es algo así como una canción de antiamor: el yo lírico se empecina en negar que siente cosas por una mujer, y es tanta su obsesión por hacerlo que queda clarísimo que el sentimiento es exactamente el opuesto. La fusión entre lo tecno y lo tropical parece ser otro de los intereses de Campodónico, que, además de incorporar ritmos villeros en un pasaje de la canción que da nombre al disco “Bipolar”, dedicó casi enteramente su disco solista, “Campo” (2011), a la creación de un género supuestamente nuevo, la “música subtropical”, aunque ni el término ni el resultado sonoro eran verdaderamente inéditos. Si el acierto en “Campo” tiene menos que ver con la creación de un género que con la calidad de algunas composiciones de Martín Rivero, en esta cumbia del siempre subvalorado Tavella el hallazgo es aproximarse a lo tropical como un recurso musical más, en lugar de la distancia irónica y algo esnob del disco solista de Campodónico (casi una obra conceptual, en el sentido de que no se sustenta mucho sin el “marco teórico” que su autor-productor difundió en varias entrevistas a la prensa).
El cambio más grande, igual, está en las letras de Roberto Musso. Si en las primeras etapas del Cuarteto fueron más bien bizarras y en los 90 atravesaron una gama amplia que va desde la guarangada hasta la provocación políticamente incorrecta pasando por el gusto por las historias tragicómicas, “Porfiado” plasma el desarrollo de algunas líneas que se iniciaron en “Raro”: la escritura obsesiva, la tendencia a la enumeración, las letras cargadas de one-liners (chistes de un enunciado breve, de sentido autocontenido y con efecto humorístico “de golpe”), los desarrollos conceptuales basados en una estructura fija de estrofa que va variando su contenido (como en “Yendo a la casa de Damián”, o como “Cuando sea grande” y “Algo mejor que hacer”, ambas de este disco). Muchas de las canciones exploran lugares bastante alejados de lo hilarante y se basan más bien en juegos de palabras (“Y entiendo que es difícil de entender / que no tenga nada que desear; / seguiré pensando en qué pensar/ mientras encuentro algo mejor que hacer”, canta Musso en el primer tema; “dije que me equivocaría, y como me equivoqué, tuve razón”, rapea en “Lo malo de ser bueno”). En cambio, la línea de canciones “narrativas” (al estilo de grandes clásicos como “Morcillo López”, “Me agarré el pitito con el cierre” o “Bo cartero”) sólo está representada en “Buen día, Benito”, un rap con estribillo cantado en formato de canon por un coro lírico y ominoso en el que un resentido protagonista aborda a un amigo de la infancia y le adjudica la culpa de todos los problemas que tuvo en su vida.
Musso parece haberse nutrido del Samuel Beckett de “Esperando a Godot”: varias de las letras de “Porfiado” construyen analogías o alegorías extravagantes y complicadas, pero el referente o la moraleja nunca quedan explícitos; por ese lado van “El lado soleado de la calle” (un extenso monólogo interno sobre alguien que no quiere ceder a la tentación de cruzar hacia la vereda de enfrente, que es más oscura), “Todos pasan por mi rancho” (una canción escrita en décimas en la que Musso se queja de que las personas, por motivos varios, no quieren entrar a su casa) y “El balcón de Paul” (el retrato de un lugar misterioso en el que se rumorea que pasa algo, aunque las personas que salen jamás hablan de lo sucedido o pierden la memoria, las cámaras y celulares no funcionan y nadie sabe con certeza quién es ese tal Paul). Se le pueden reprochar a Musso algunas canciones que se pierden en el todo, como “Vida ingrata” o “Lo malo de ser bueno”, que parecen responder a una escritura más bien de fórmula, y que por momentos parecen collages un poco naïf de frases ingeniosas más que ideas acabadas en rima.
Probablemente lo que convirtió al Cuarteto en una de las bandas inevitables del rock (si no, a secas, de la música) nacional sea la capacidad de ir mutando y poder decirles cosas diferentes a tres o cuatro generaciones sucesivas. Tal vez, en ese sentido y más allá de algunas buenas canciones, “Porfiado” no haga vibrar esas fibras que palpitaban cuando (los nacidos alrededor de los 80) escuchábamos, de niños, casetes grabados por hombres adultos que se divertían diciendo malas palabras; o cuando nos regocijábamos con gestos antinacionalistas como “El día que Artigas se emborrachó” y “El primer oriental desertor”; o, en pleno auge de la cumbia nacional y con Celia Cruz cantando en todas las radios que las penas se van cantando, disfrutamos cortes de mambo como “No somos latinos”. El Cuarteto apunta ahora a las fibras de las nuevas generaciones, generaciones “más Auto-Tune”, y es saludable que así sea. Mientras tanto, los nostálgicos siempre podremos pasar otra Navidad en las trincheras.