Conocí a Robyn Hitchcock una noche calurosa de enero de 2003. Como en la casa de veraneo de mis abuelos no había televisión por cable, solía grabar películas de Cinecanal para llevarlas a Atlántida y dejarlas puestas como un mantra antes de dormirme en la poltrona del living. Una noche de ésas me quedé dormido en el medio de uno de aquellos films y me desperté en medio de un concierto que había grabado de corrido en VHS. En la televisión granulada se veía un hombre con una colorida camisa mientras disertaba sobre minotauros que te envolvían con cinta pato y te lanzaban al centro de Leicester Square, el reverso de la gravedad, bombas atómicas, congestiones de tránsito y pulmones corroídos. Estaba entredormido, pero no pude despegarme del televisor, entrando y saliendo de canción en canción, con composiciones alegres sobre cirugías y muerte por cáncer junto a un tema comandado por una elegante Fender negra en la que aquel hombrecito inglés comenzaba cantando “Hay una justicia en este mundo / y sé cuál es su nombre / se llama Elaine”.
El concierto en cuestión era Storefront Hitchcock (1998), una de las pequeñas obras maestras de Jonathan Demme (quien también filmara la mucho más conocida y no menos genial Stop Making Sense -1984-, de The Talking Heads), en la que Robyn Hitchcock demostraba su maestría de performer y compositor prácticamente en solitario, apenas acompañado por algunos fugaces invitados, dos conos de tránsito y un gigantesco vitral donde se podía ver una transitada calle de Manhattan. Aquel verano mi primo y yo vimos ese concierto hasta desmagnetizar la cinta, encerrados en el sauna del cuarto de cuchetas, aprendiéndonos de memoria temas que cantaban sobre cosas que en el mejor de los casos apenas conocíamos de oído, como Vera Lynn o Mao Tse Tung.
Storefront Hitchcock es una gran manera de conocer en forma condensada parte de lo que hace más grande al músico: sus letras surrealistas (salpicadas por Syd Barrett y el Nick Drake de los últimos años), el estilo vocalístico de John Lennon, la prepsicodelia de Soft Machine y la “britanidad” del Village Green Preservation Society (1968) de los Kinks.
Hoy en día podría decirse que hay mucho más de Robyn Hitchcock, pero en aquel momento, luego del impacto de aquel concierto, no quise conocer cualquier otra cosa suya, temiendo que no estuviera a la altura de aquella perfecta colección de canciones, del recuerdo de aquel verano perfecto, por lo que opté por no escuchar ningún otro disco de su autoría. Sin embargo, los juegos del destino hicieron que tres años después llegara a mi poder un disco grabado de Underwater Moonlight (1980), álbum que había sido uno de los primeros trabajos de Robyn, en tiempos en que lideraba una joya perdida de la new wave llamada The Soft Boys. Escuchar ese disco fue como dar con una pieza arqueológica, la extrañeza de ver una foto perdida de tus padres, con camisas con hombreras y extraños peinados y tratar de conectarlos con lo que son ahora.
El comienzo de Underwater Moonlight, con las guitarras nerviosas rayanas en el pospunk mientras un fuerte pero equilibradísimo coro gritaba “I wanna destroy you!” (quiero destruirte), resultaba algo distinto a lo escuchado en el formato más acústico de Storefront Hitchcock, pero pronto comenzaría a, lejos de encontrar las diferencias, descubrir aquellos vasos comunicantes que tendían puentes entre sus comienzos en la periferia del rock británico y el sonido más acústico e intimista de sus otros trabajos. Letras cargadas de una ambigüedad que iba más allá de lo emocional y terminaba disipando la distancia entre una persona y otra (una fusión identitaria que es marca de fábrica en las letras de Hitchcock), la introducción de excéntricos personajes y la presencia rasante de la muerte no como un elemento trágico sino como una sombra amiga que se enamora de los pies de uno.
Sin llegar a tener el éxito esperado en Reino Unido, los Soft Boys emigraron a Estados Unidos, donde la flexibilidad del new wave los acogió en el creciente formato art rock universitario, en el que tuvieron un moderado renombre. En 1981 Robyn Hitchcock se separó de la formación y lanzó una serie de irregulares discos solistas entre los que se destaca I Often Dream of Trains (1984), posiblemente uno de los álbumes en los que da más rienda suelta a su imaginería neopsi- codélica (con joyas como “Sometimes I Wish I was a Little Girl” y el tema que da nombre al disco).
En 1985 inaugura con Fegmania su nueva formación Robyn Hitchcock and The Egyptians, que incluía en su plantilla a antiguos miembros de The Soft Boys. Entre los cinco discos que componen la discografía de esta banda, posiblemente su mayor éxito haya venido con Perspex Island (1991), pero está partida por un disco solista (en su más radical término) llamado Eye, posiblemente el mejor y más intenso disco de la carrera de Robyn (casi únicamente acompañado por una guitarra, más intimista y lejos de la psicodelia cargada de sus formaciones grupales).
Luego de Respect (1993), su último álbum bajo el nombre de Robyn Hitchcock and the Egyptians (marcado por el doloroso duelo por la muerte de su padre), el británico continuó una prolífica carrera en la que fue acercándose progresivamente a la música de Estados Unidos (país que no sólo lo acogió, sino que estuvo marcado por particulares relaciones amorosas), terminando por consolidar esta incursión en los sonidos del continente en Spooked, disco con influencia bluegrass que cuenta con la participación de la importantísima Gillian Welch (parte de esta cofradía puede verse en el documental Sex, Food, Death… and Insects, de 2007).
Este interés por la América profunda ha seguido ensanchándose en su formación Robyn Hitchcock and The Venus 3, que incluye entre sus integrantes a Peter Buck, conocido guitarrista de R.E.M. (banda con la que compartió escenario innumerables veces, particularmente en la época de los Egyptians). Su último disco, Tromsø, Kaptein, está marcado por el impacto de un reciente viaje a la costa oeste de Groenlandia con un proyecto de artistas llamado Disko Bay Cape Farewell, que incluyó artistas como KT Tunstall y Jarvis Cocker. El sonido continúa la senda de Goodnight Oslo, pero con la inclusión bastante notoria de cuerdas, algo que no se había visto de forma tan evidente en anteriores trabajos.
Ver a Robyn Hitchcock en su versión más solitaria posiblemente sea una de las mejores opciones posibles, en la que se lo ve más flexible para desplegar no sólo su excelente arreglística sino también ocurrencias entre canción y canción. Similar a la visita de Jonathan Richman, es uno de esos pequeños destellos de luz que hay que aprovechar una vez que aparecen.