Nacido en 1964, fue a sus veintipocos años fundador de Casa de la Guitarra, cuando la dictadura se acercaba a su final. Allí conoció al grupo de músicos El Sótano -integrado, entre otros, por Jorge Drexler, Walter Bordoni y Eduardo 
Darnauchans- y descubrió, a la par de su veta de poeta y de su decreciente entusiasmo por la carrera de Ingeniería, una vocación para la organización de los aspectos que rodean al arte, la semilla de lo que hoy se entiende bajo el rótulo de gestión cultural. Gerardo Grieco fue mánager del Darno y produjo el disco El trigo de la luna, organizó festivales de jazz (que trajeron al país a artistas como Hermeto Pascoal, Gilberto Gil y el grupo Irakere), pero fue en 1995 cuando, convocado por el entonces intendente de Montevideo Mariano Arana y por su director de Cultura Gonzalo Carámbula, ingresó en el camino de la gestión estatal y asumió como director de la División Promoción y Acción Cultural de la comuna. De ahí pasaría a dirigir la Sala Zitarrosa hasta 2004 y el Teatro Solís hasta octubre del año pasado (en estos días se anunció que su sucesor allí será el publicista Walter Bagnasco). Dice haber arrancado por el camino de la gestión cultural “convencido de que si expandíamos la sensibilidad de las canciones del Darno íbamos a hacer la revolución”. “Sigo buscando lo mismo, aunque capaz que de una manera más madura”, dice hoy en su despacho, en el Auditorio del SODRE, que dirige desde noviembre.

-¿Cómo quedó presupuestalmente el Teatro Solís?

-Los presupuestos públicos siempre tienen tironeos. Eso es normal en cualquier entidad, en cualquier unidad, hagas lo que hagas y en el rincón del país al que vayas; hay una natural proyección de las actividades hacia el quinquenio siguiente, pero después los departamentos de Hacienda tienen que cerrar los ingresos y los egresos, y ahí siempre hay tironeos. No sé cómo decirlo y que no se malinterprete: creo que los presupuestos no son un problema. En Uruguay tenemos una mala costumbre, en lo público y en lo privado, de echarle la culpa a la falta de presupuesto. Es un error conceptual. La plata viene después. Si el proyecto de gestión y su contenido están bien, si valen la pena y le van a servir a la sociedad, la plata la vamos a conseguir.

-No evaluás como un problema la falta de recursos a la hora de mejorar la infraestructura, entonces.

-No. Lo que puede hacer la plata es darte más velocidad, pero no soluciona nada. Vas a la velocidad de tus capacidades. Lo que importa es lo que la institución hace. Podés gastar varios millones de dólares y tirar la plata a la basura en una institución, y en otra gastar un par y obtener un valor hasta histórico para la sociedad, que la motiva y estimula a ser un país más productivo. La plata es un instrumento. Echarle la culpa al ministro de Economía cuando los problemas son de gestión es una mala costumbre. No conozco ningún caso en Uruguay de buenos proyectos que hayan quedado sin financiación. A veces en el sistema político usa eso como mecanismo de gestión: estimulo esto y desestimulo aquello. Es para eso que los elegimos.

-La cultura es un campo en el que se dificulta medir los resultados. ¿Cómo se relacionan con los recursos que se invierten?

-En cultura hubo en algún momento una tendencia muy economicista de trabajar con sistemas de indicadores clarísimos: “de 100 entradas vendí 96 y eso cubrió tanta cantidad de mi presupuesto”. Eso es una foto muy inmediata, pero el valor de la actividad cultural no está ahí; está en la acumulación, en el tiempo, en el valor simbólico para la ciudad y el país, en el valor de imagen de marca. ¿Qué sería de París sin el Louvre o de Nueva York sin el Lincoln Center? ¿Qué sería de Montevideo sin el Teatro Solís, la Sala Zitarrosa, el SODRE, la Peatonal Sarandí, el Mercado del Puerto? ¿Cómo nos relacionaríamos como sociedad? Ese valor no se mide por un ratio matemático, aunque podría hacerse; habría que invertir en equipos interdisciplinarios con economistas, historiadores, antropólogos. Ahora hay una línea de pensamiento relacionado a medir el índice de felicidad. ¿Cómo se mide el estado emocional de una sociedad? El aspecto económico es importante, pero hay otros componentes. Hay un plano de movilidad: si vienen 100.000 personas a ver espectáculos es una ciudad distinta, se gasta, se relaciona y se convive distinto. Creo que en el siglo XXI esto es trascendente, porque la revolución tecnológica puede llevarnos al aislamiento, a tener una especie de vida encarcelada y sólo con relaciones virtuales, como en los barrios privados. Gerardo Caetano me decía que la platea del Solís es lo más vareliano que hay: hay integración de los públicos, ese concepto del rico y el pobre compartiendo pupitre que hoy, lamentablemente, no se da demasiado. Creo que las instituciones culturales importan mucho, porque si son notorias, dinámicas, inclusivas, eso impacta en los tres millones de uruguayos. Sigo soñando con que Uruguay puede ser el mejor lugar del mundo para vivir. Sigo pensando que las artes escénicas nos pueden ayudar a convivir de una manera más feliz.

-¿Cómo se integra al sector de la ciudadanía que no accede a determinados bienes culturales por una barrera de segregación territorial?

-Creo que las políticas de inclusión social tienen que ser culturales. Jorge Esmoris me contaba la otra vez que hizo hace unos años unos talleres en el Comcar, puso Mozart y la gente se emocionó y algunos lloraban. Era la primera vez que lo escuchaban. Ese ejemplo es esperanzador. La inclusión es posible, porque todos somos seres humanos y somos iguales. ¿Qué hacemos nosotros, el resto de la población, para incluirlos?

-Eso tiene que ver con una concepción de que hay arte que es bueno de por sí y que el contacto con él ya es suficiente, pero hay otras obras que requieren acercamiento previo, formación.

-Yo no pretendo hacer un razonamiento lineal y decir que a los tres millones de uruguayos tiene que gustarles la ópera. Estaría loco. Es un tema de cómo queremos convivir. En algunos casos es extremo y complicado porque llevamos, como sociedad, muchas décadas de exclusión; no podemos pensar que apretamos un botón y tenemos un proyecto de artes escénicas. El Centro de Montevideo en los años 90 era percibido como un gueto. Habían cerrado los comercios y los teatros. El Palacio de Justicia era el monumento a la obra púlbica no terminada. Hoy el panorama es otro.

-Hay un esfuerzo estatal tremendo para recuperar el Centro, pero los privados se están retirando.

-Bueno, pero todos los cines son privados.

-¿Y en las artes escénicas? Cierra Lorente y el Complejo Cultural Plaza está cerrado. El único lugar para recitales más o menos grande que viene quedando en la zona es La Trastienda. A veces parecería que las iniciativas públicas asfixian a la actividad privada.

-Creo que el sistema político hizo mal en su estímulo del sector privado. El [cine] Radio City se perdió, el Trocadero [que hoy alberga a una iglesia pentecostal] vende milagros y el Plaza puede ir por ese camino, el edificio de la redacción del diario El Día se convirtió en un casino y nosotros, como uruguayos, no supimos hacer nada para que ese capital de la sociedad no se perdiera. En Buenos Aires hay una regulación viejísima que obliga a que las empresas que cierran cines o teatros tengan que devolver a la comunidad un cine o un teatro con la misma cantidad de butacas. Ésa es la base de la calle Corrientes. Creo que no supimos estimular esa parte adecuadamente. Ahí entra un tema de lógica comercial: vos tenés que generar una actividad sustentable y que tenga rentabilidad. A veces hay en la cultura ciertos miedos de promover que proyectos así queden en manos de privados. Somos un país laico que está muy bien, pero no está bien permitir que una iglesia compre el Plaza. Tenemos que ver cómo lo cuidamos para que quede en la infraestructura de uso cultural en el sentido más amplio. No hemos tenido el músculo, así como sí lo hemos tenido, especialmente desde los gobiernos de izquierda, a la hora de recuperar teatros del interior y terminar obras.

-¿Cómo se está pensando el modelo de gestión del Auditorio del SODRE?

-Pusimos énfasis en el proceso del SODRE, que tuvo una época fabulosa, se incendió en 1971, luego salimos de la noche de la dictadura y el sistema político con afán restaurador llamó a concurso en 1986. Se para y vuelve a empezar, hasta la mitad del gobierno de Tabaré Vázquez, que arremetió con dos símbolos: el Palacio de Justicia y el SODRE. Y terminó la Sala Eduardo Fabini. Ahora queremos crear una nueva edad dorada del Auditorio, no como nostalgia del pasado sino como símbolo del futuro. Lo primero que se hizo fue traer a Julio Bocca, pero además tiene que haber un modelo económico, porque estas salas son proyectos deficitarios. No hay un teatro de ópera, conciertos y ballet en el mundo que sea rentable, ni en China ni en Cuba. La sociedad busca distintos sistemas de mantenerlo: en algunos lugares se descuentan impuestos y en otros el Estado directamente aporta un porcentaje de su presupuesto. En París, 97% de las salas es presupuesto público. Acá éramos muy franceses, pero hace un tiempo empezamos a generar un mestizaje de relación público-privada, de empezar a generar unidades de negocios que ganan ciertos dineros. De ese mestizaje esperamos instalar en los próximos dos años un modelo de negocios con metas de ingresos muy ambiciosos y un control de gastos muy transparente y ético. Que la sociedad financie el soporte -el edificio- y la organización se gane la vida.

-En el Solís promoviste la creación de una asociación que tenía potestades para generar recursos.

-Creo que las instituciones tienen que encontrar herramientas para conseguir recursos que financien sus propuestas artísticas. Lo que me parece importante es que sean un buen legado para los próximos gobiernos. En las artes escénicas, las políticas son mucho más largoplacistas que los períodos de gobierno. En cuatro o cinco años no se forma un bailarín. A un violinista, volverse profesional le toma 14 o 15 años. No es que vos traés a Lionel Messi a Danubio y sale campeón del mundo. No podemos estar enganchados a los ciclos económicos y volver a comenzar las instituciones de nuevo en cada período.