Pablo Ramos es narrador, poeta, músico y autodidacta, como en los viejos tiempos. Ganó el Fondo Nacional de las Artes, el premio Casa de las Américas de Cuba y el Ópera Prima del Instituto de Cine Argentino para filmar El origen de la tristeza. Con él conversamos sobre su vida, la política y la angustia, además de los vaivenes de una obra que pareciera no dejar de reescribirse nunca.

-¿Es cierto que te parecés a lo que escribís?

-Es cierto en el mejor de los casos. Creo que la diferencia entre Gabriel y yo es que sus aspectos oscuros se resuelven -en algún momento- hacia un lugar luminoso, y los míos no tanto. Esto lo saqué de [Pablo] Picasso, que estuvo meses trabajando el retrato de un tipo y nunca le permitió verlo; cuando lo vio, el tipo dijo “éste no soy yo” y Picasso le respondió: “Ahora, a parecerse”. Creo que el arte al estructurarse en términos poéticos se convierte en un ordenamiento espiritual de esos acontecimientos. Esto termina siendo una proyección que arma como un retrato de aquello poético tuyo. Entonces yo creo que sí, que lo intento, y que habla bien de mí como persona terminar pareciéndome. Creo que corregir es un trabajo espiritual, uno corrige personas, no corrige textos. Es esa búsqueda, ese encontrar la fisura. Ese yo literario es el más íntimo, incluso María o cualquier otro yo que asuma. Lo correcto sería que siempre busco parecerme a eso que escribo.

-Si te digo Mario C (compañero en la cárcel de Caseros), ¿qué te viene a la mente?

-Una de las personas más extraordinarias que conocí en mi vida, un tipo que era asaltante de camiones blindados. Fue él quien me hizo conocer Alcóholicos Anónimos. Cuando salimos -él estaba trabajando en uno de esos supermercados que explotan a la gente- vi cómo un pendejo supervisor lo bardeaba. Entonces él me dijo: “Éste no sabe que amagando un cachetazo a mano limpia me llevo lo que quiero y salgo caminando por las cajas sin que me toque nadie. Pero si lo hago mañana vuelvo a beber, y si vuelvo a beber pierdo a mi mujer”. El tipo vivía en una pensión y cuando yo caía borracho, me cocinaba unos fideos -que yo trataba de pagar y no me lo permitía- y me decía: “Vos tenés todo para ser campeón, y mirá cómo estás”. “Yo lo único que logré en mi vida fue dejar de tomar. Por qué no rompés más las bolas y escribís todo esto que te pasa”, me decía. Fue alguien que me cambió la vida y me enseñó la diferencia entre el fracaso y el triunfo: el fracaso no es lo que dicen los norteamericanos, fracaso es lo que era yo, tirado en la autocompasión. No me siento orgulloso de lo que escribí sino de haber cambiado esos hábitos y mirar la vida un poco más de frente, además de recuperar a mis hijos después de haberlos abandonado por muchos años. Esto es un orgullo para mí.

-Venís a la Feria del Libro, pero vos estás por fuera de la movida literaria porteña.

-Sí, es algo que no me interesa, y de hecho no voy a la Feria del Libro de allá. Sí voy a lugares donde no puedo llegar desde el boca a boca, como el interior del país. Yo acá vengo esperanzado de lo que puedo hacer. Saben que no vengo a hablar de mercado ni de ebooks, saben que vengo a hablar de la forma literaria, que es lo único que me interesa; eso y la música. En este contexto vengo porque escribo para un “nosotros” que no incluye al uruguayo pero sí al montevideano, que es tan parecido a mi ser bonaerense (no porteño). Nos separa un río que es un universo, y no hablo de los conflictos que puedan tener que ver con la huevada de las pasteras, hablo de las personas que leen, que les interesa la literatura y no pueden llegar a eso que escribo. Para este fin es útil venir. Soy una persona de-
sacartonada, por fuera de la academia. Un escritor que intenta volver a conectar a la gente con la literatura 
-que en Uruguay en un momento se perdió, sacando a muy pocos de los contemporáneos-, que se nutrió en la idea del juego, la idea literaria y la experimentación. Después de [Juan Carlos] Onetti, Felisberto [Hernández] y algunos pocos, se perdió eso de que la literatura no es una cuestión muy intelectual, sino el ejercicio de una libertad sobre otra libertad, diría Sartre. Esto implica a todo el ser. Mi literatura es muy física, muy visceral. Esto no quiere decir que no tenga un trabajo del lenguaje extremo.

-Tu obra, más que la aventura del hombre, parece la aventura del lenguaje y la obsesión.

-Ésa es una gran lectura, gracias. La ley de la ferocidad es una aventura del lenguaje. En El origen de la tristeza el niño se enfrenta a la realidad, pero el Gabriel adulto tiene una obsesión discursiva.

-Da la impresión de que el lector se encariñó con Gabriel en El origen de la tristeza. En La ley de la ferocidad, el sentimiento pasó a ser una angustia instalada en el transcurso de la lectura, y con María llegó una especie de comprensión, si es que existe.

-Existe, porque es una madre. Por eso necesité esa primera persona. Gabriel deja de tener amor desde la muerte del Tumbeta [amigo que fallece en la infancia] y no es ese machista que dice ser o ese homofóbico que parece ser, exagera sus defectos al punto de vista que encuentra su límite cuando hace llorar a su hermana Julia. Después de haber estado con la azafata y al haberla mirado, descubre que tiene “ojos que miran”. No puede hacer daño mirando a los ojos, tiene que olvidarse de la humanidad porque quiere olvidarse de su propia humanidad. Y entonces empieza una competencia, esta cuestión lacaniana de ir más allá del padre; yo le agregaría: tratar de ir más allá del amor al padre. Él no se siente visto por su padre, y por eso al final dice que el padre le tocó el hombro un día y ésa fue la única vez que lo tocó. Yo no recuerdo que mi padre me haya tocado. Incluso ese hombro me lo invento, ese hombro es mi yo literario; sin él estoy otra vez consumiendo cocaína. Una vez, creo que Jaime Clara, hablando de mi misticismo, me dijo: “Pero Ramos, Dios no existe”. Supongamos que no, pero [Antoine] Roquentin -el protagonista de La náusea, de Sartre- tampoco existe, y sin embargo en mi vida fue más importante que vos y la mayoría de los vecinos de la cuadra, que no sé ni cómo se llaman. Onetti diría que los hechos están desprovistos del alma de los hechos, ¿qué es la realidad? El periodismo estaba -ya no- para traernos la memoria fáctica de la humanidad, pero el escritor está para traer la memoria emotiva o la esencia espiritual de lo vivido, diría [Carl] Jung. Eso es lo digno de ser narrado.

-¿Cuál sería el alma de los hechos?

-Mirar de manera perpleja lo que se pierde. Aquello que los hechos no contienen. Es la naturaleza del escritor, Un sueño realizado [por el cuento de Onetti], ¿no? Creo que ahí están los sentimientos, desbordados, al margen. Por eso el escritor no puede convertirse en un discurso hegemónico, no puede ser un Alan Pauls, ¿viste? César Aira tiene más talento que Pauls, pero esa idea de que publico, luego escribo... cuando hablar es lo contrario de escribir. Cuando escribo preservo las palabras, corrijo mi persona y después corrijo el texto. En esa morosidad es donde la palabra se forja. En un taller que daba había un tipo muy pesado. “Escribí la palabra mierda”, le dije, y la escribió en mayúscula. Hago lo mismo pero la escribo con minúscula y le respondo: “Lo mío es literatura y lo tuyo no”. “Vos sos un soberbio”, me dijo. “No, flaco”, le respondí, “vos escribiste mierda porque yo te lo dije, ¿sabés lo lejos que está esa palabra de una cosa amarilla, líquida y repugnante que vi salir de las orejas de un tipo en una comisaría de la Quinta de Varela? Cada vez que escribo esta palabra me vuelve todo eso. Por eso esto es literatura y lo tuyo no. Y, lo que es más doloroso para vos, la gente se da cuenta”. Escribo desde el contexto hacia el texto y no al revés.

-Me acuerdo de que aprendiste a corregir con tu viejo...

-Yo creo que mi padre y mi abuelo me enseñaron que la fe es la capacidad de soportar la duda. Hay una anécdota de cuando mi abuelo ya no podía cantar y la familia -que tenía dos circos- le regaló un carro de pochoclos y la concesión de una plaza. Cuando lo vi a las 10.00 desde un colectivo, en un día nublado y de viento, me bajé a preguntarle qué hacía, si estaba loco, ya que no había nadie en la plaza. Me respondió que el hombre del pochoclo hace pochoclo los domingos, los sábados y cuando sea. Al año él se murió y en su agonía me preguntó qué había entendido de esto. “¿Puede ser que en los días de sol, pochoclo hace cualquiera?”, dije, y me sonrió. El problema son esos días en los que todo está gris y todo es soledad, y en los que uno se sostiene haciendo lo que vino a hacer. Mi literatura yo no la escribí ahora que soy Pablo Ramos; fui de pensión en pensión con una máquina de escribir sin saber cómo iba a pagar el alquiler y sin saber qué iba a morfar. A la hoja le ponía atrás una franela para tipear sin hacer ruido, por miedo a que la tipa -a la que le debía dos días- me escuchara. Entonces construí algo que es indeclinable. Si hoy me publican y mañana no, voy a seguir poniendo una hoja en la máquina de escribir. Pero lo importante no es que ahora tenga lo que tengo, que me encanta, sino saber que estoy siempre en ese lugar. Siempre recordando a tipos enormes, como Mario, como mi abuelo.

-¿Creés que fuiste injusto con tu viejo en La ley de la ferocidad?

-Creo que sí, que fui desmedido. Injusto no, porque no soy alguien que pueda repartir la justicia. Canalicé. Ahora en mi último libro [El camino de la luna] hay un cuento -“Nadar en lo profundo”- que lo compensa. Escribiendo me di cuenta de que la única capacidad que tenía mi padre éramos nosotros, y que con nosotros todo le salía mal. Este cuento es una reivindicación. Quizá en La ley... hay un acto de justicia en la escena de la bicicleta [en la que Gabriel se indigna al pensar que su padre estaba arreglando una bicicleta para un vecino, cuando en verdad la estaba restaurando para sus hijos]. Mi padre se moría y yo de espaldas, aunque logré hacer una especie de empate con mi viejo antes. Mi posible justicia es injusticia para el otro. Tenía mucho para decir, incluso de violencia, de la que nunca quise hablar.

-Cuando a él le empieza a ir mal con el taller todo se viene abajo.

-El país se viene abajo. El peronismo, el proyecto de país, la Triple A, el proyecto de infancia, el Mundial (en el que Argentina debía tener en la camiseta una lágrima y dos estrellas). Pero sin embargo, creo que Stalin dijo algo similar sobre algo revelador: “La muerte de un hombre es una tragedia, la muerte de un millón de hombres es estadística”. Por eso uno cuenta una historia en particular y eso impacta más que si yo hago un estudio de cómo se destruyó la industria nacional, y cómo un país que era la séptima potencia del mundo llegó a estar quebrado en 2001. Es el proceso que continuaron [Carlos] Menem, [Raúl] Alfonsín y que se interrumpió un poco ahora con Cristina [Fernández]. Algunos no la quieren, pero la verdad es que nos volvió a poner de pie y a mirar hacia adentro. Para mí es una presidenta de la clase trabajadora: la ley de medios, el matrimonio igualitario, los derechos humanos. Llegaron a decir cualquier cosa de ella, como si su concha fuera una cuestión de dominio popular, como si ella no tuviera derecho a nada. Claro que el kirchnerismo te puede dejar dudas, pero la oposición no te deja ninguna. Son lo peor. Como dijo Mujica, “Argentina es un continente, no son sólo los porteños veraneando acá”. Hay más de 40 millones diseminados por todo el país, es muy difícil.

-Vos tenés algo del tío Héctor -personaje de "En cinco minutos...”-. Cuando en Clarín te piden que escribas unas líneas sobre el Maravilla...

-Me dijeron “tenés que escribir”, por ser Clarín. Les respondí: “¿Tengo?”. “Sí, sí, 3.000 caracteres”. Al tercer mail sigo preguntando: “¿Tengo que escribir?”, y me dicen: “Sí, Ramos, ¿qué es lo que no se entiende?”. “Lo que vos no entendés, flaco”, les puse. Creo en la forma. Durante mucho tiempo creí entenderlo todo y no entendía nada. Quizás tardé mucho, ya tengo 47 años, pero necesité eso porque tal vez mi talento radica en el proceso de ir corrigiendo e ir entendiendo las cosas. La literatura es presentar sencillamente la cosa con las vueltas del lenguaje que necesite.

-Sos peronista...

-Soy.

-...aunque en "El origen de la tristeza" hay lecturas caricaturescas de los propios peronistas.

-Sí, el peronismo es un cachivache. Perón decía que los peronistas no somos ni buenos ni malos, somos incorregibles. El peronismo no es una ideología, es un movimiento. Hay un mito de que todo lo hizo Perón, de ahí la caricatura. “Ahí donde hay una necesidad, nace un derecho”. La mujer vota en América Latina por Eva Perón. ¿Que era una putita?, ¿y?, ¿somos tan caretas? ¿La mina tiene que ser fea o tener pija, como la Merkel? Somos oscuros y perversos, los rioplatenses. Yo no me puedo olvidar de que vengo de la clase trabajadora, ni de la clase alta ni de la villa. Fijate que toda la literatura del caño y de la villa es de burgueses. Yo hago un culto a la herramienta. Cuando aparece un revólver es algo malo, cuando vos ves que es una herramienta partís de esa estética; María se enamora de su marido cuando lo ve cortando una madera. Nos hizo mierda el capitalismo. Soy peronista porque el peronismo es un cachivache pero cree en dos cosas: la movilización para conseguir lo que se quiere y el Estado de bienestar.

-Dijiste que estás más orgulloso por haber dejado de tomar que por escribir. ¿Cómo te llevás con el alcohol y las drogas ?

-Hoy me crucé a la vereda de enfrente de las drogas porque no puedo manejarlo. Tuve recaídas, pero hace un tiempo considerable que no consumo. Y con el alcohol, por ejemplo, si juego un partido de fútbol y transpiro pienso en un whisky. Es algo instalado en mí. Y bueno, sencillamente, cada tanto, en determinado contexto y midiéndome bien, me tomo un vino o una cerveza. Lo hago siempre afuera, nunca tomo en Argentina. En la revista digital Anfibia hay un adelanto de mi próximo libro que habla de esto.

-¿Y las mujeres?

-Hermosas.