En una nota publicada en Interruptor (suplemento semanal virtual de H Enciclopedia), Aldo Mazzucchelli se toma el trabajo de leer y comentar con atención una nota del suscrito publicada este mes en el número 7 de la revista Lento. Si bien son encomiables el interés y la seriedad con las que el autor trata los contenidos y la forma de mi trabajo, me parece oportuno hacer varias puntualizaciones sobre algunos de sus análisis y opiniones. La primera tiene que ver con el Convenio 169 de la OIT que estipula, efectivamente, que su articulado se aplica a aquellos que descienden de pobladores originarios que habitaban en algún lugar del territorio al tiempo del contacto con los europeos. También se aplica a aquellos que mantienen una continuidad cultural a través de los años que se manifiesta en la preservación de tradiciones y costumbres ancestrales. Si se siguieran estos criterios, según Mazzucchelli, se debería concluir que no hay grupo o individuo alguno en el Uruguay de hoy que pueda calificar como indígena. La realidad, que siempre es más rica que la letra de la ley, sin embargo, es un poco más compleja. Para empezar, como señalo en el trabajo comentado por Mazzucchelli, los Estados como Uruguay, Argentina o Estados Unidos, llevaron a cabo un tipo de colonización que se basó en una estrategia de desplazamiento y exterminio, lo cual tiene consecuencias muy negativas para los grupos indígenas que fueron víctimas de esos procedimientos. Algunas de ellas tienen que ver con la pérdida de prácticas, conceptualizaciones, y tradiciones de todo tipo. El más básico principio de equidad requiere que el Estado que reprimió violentamente a los indígenas que ocupaban el territorio se abstenga de exigirles que hayan preservado las tradiciones que ese mismo Estado intentó borrar para siempre. De hecho, tanto en Estados Unidos como en Argentina, los Estados nacionales han terminado por reconocer legalmente la existencia, por medio del otorgamiento de personería jurídica, a una serie de grupos humanos que se daban por extinguidos—grupos que debido a los años de opresión y represión sufridos han visto seriamente disminuida la serie de diacríticos culturales que los caracterizaban al tiempo del contacto. Por otro lado, buena parte de esos pueblos originarios se caracterizaba por una alta movilidad, razón por la cual no se les puede exigir que propongan un territorio ancestral claramente delimitado desde una perspectiva geográfica o cartográfica occidental. Para lidiar con este problema, lo que se ha hecho, por ejemplo, en Argentina, es iniciar un proceso (ordenado por la Ley Nacional 26.160 y conducido desde el INAI, que es el organismo estatal que se ocupa de los temas indígenas) de relevamiento de los territorios habitados y practicados por los indígenas reclamantes tanto en el pasado como en el presente. Debe tenerse en cuenta, además, que la política de algunos Estados, como Uruguay y Argentina, se basó en desplazar a los pueblos originarios de sus territorios ancestrales, razón por la cual les sería a estos últimos muy difícil probar que haya existido una continuidad histórica en la ocupación de la tierra desde tiempos prehispánicos. Si este fuera un requisito exigido por la OIT, el mismo sería no solo poco realista sino también bastante injusto para sociedades que fueron desplazadas de las tierras que habitaban. Pero no se trata de un requisito, ya que el convenio dice claramente que sus disposiciones “se aplican” a los pueblos que tienen las características descritas en los numerales a) y b) [1].Es decir, el convenio no les exige nada a los indígenas reclamantes: solo se limita a declarar a quienes se aplica. Y a continuación aclara que “La conciencia de su identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio.” O sea: se estipula que, al menos en el marco legal provisto por esta norma, la autoadscripción es un criterio fundamental para determinar quién es indígena y quién no. De todos modos es importante entender que la identidad que reclaman los indígenas víctimas de políticas estatales de exterminio no es producto de su sola voluntad, sino que se sustenta en procesos históricos a lo largo de los cuales sus derechos y su sentido de pertenencia, su modo de ser, fueron combatidos, literalmente, a muerte. Los estudios de archivos en países como Argentina muestran una serie de acciones y estrategias llevadas a cabo por el Estado nacional que tuvieron como consecuencia la opresión, la discriminación, y la invisibilización de los individuos de origen indígena que sobrevivieron a las campañas de exterminio. Esta supervivencia, esta resistencia a las estrategias de exterminio e invisibilización, son las tradiciones que estos grupos de hoy pueden esgrimir como elementos de cohesión y continuidad cultural y social a través del tiempo. Es la historia y no las esencias, es la experiencia compartida de la opresión y no los rasgos culturales pre-contacto que reclama Mazzucchelli, lo que da un sentido de pertenencia a través del tiempo a los integrantes de los grupos que hoy se declaran indígenas. En los casos de aquellos grupos que ya no viven en comunidades, es la experiencia de diversas formas de discriminación y el haber sufrido una privación del derecho a su identidad lo que los hace unir esfuerzos para hacer reclamos en el presente. Es porque algunos Estados modernos han reconocido este tipo de situación que, en la práctica, algunos de ellos han evaluado la legislación internacional a la luz de las trayectorias históricas de los grupos o individuos que provienen de sociedades indígenas del pasado y han decidido fallar, en varios casos (en otros, no), a favor del grupo reclamante: los huarpe, los tehuelche, los rankülche, y los charrúa en Argentina, o los Wampanoag Mashpee en Massachusetts, EEUU, por poner tan solo los ejemplos de reemergencia más conocidos. El problema es que Mazzucchelli no puede percibir este tipo de lógica porque, según él, esa política de exterminio es un tema que todavía se debate encendidamente en la historiografía y la antropología uruguayas. Todo parece indicar que el autor que nos ocupa está bastante desinformado al respecto: de lo contrario, no se entiende cómo se puede negar una política y una estrategia de exterminio que ha sido reconocida (en ocasiones con orgullo) por sus propios perpetradores. Cartas e informes escritos por los mandos más altos del recién nacido Estado oriental (incluido el primer presidente constitucional, Fructuoso Rivera) así lo afirman sin prurito alguno. Casualmente, algunos de esos textos pueden encontrarse citados en una obra reciente (Con las armas en la mano: charrúas, guenoas-minuanes y guaraníes. Montevideo: Planeta, 2013) de un historiador (Diego Bracco) que Mazzucchelli parece admirar. Por ejemplo, aparecen documentos donde Rivera expresa sus intenciones y anuncia que ya tiene un plan para llevar adelante el engaño del que serán víctimas los indígenas. Otros documentos, de tres décadas antes del comienzo de la campaña de exterminio, firmados por Jorge Pacheco, demuestran que esa intención genocida ya existía desde mucho tiempo atrás—por ejemplo, se hablaba sin vergüenza ni precaución alguna de la práctica que consistía en ejecutar prisioneros de sexo masculino. En fin, buena parte del libro de Bracco es un exitoso intento por demostrar que muchas veces los indígenas no morían con las armas en la mano. Esto de negar la lógica de exterminio puesta en práctica por el Estado uruguayo se relaciona con otra postura de Mazucchelli que emparienta su mirada con la de gente como Julio María Sanguinetti, quien ya hace tiempo se viene dedicando a hacer una obstinada defensa de la bondad y el progresismo de los criollos que fundaron el Estado-Nación uruguayo. Véase este significativo pasaje, donde se queja de: “la permanente crítica denigrante que, en los últimos tiempos, algunos agentes de nuestra academia local y mucho de los practicantes de los estudios culturales en las academias extranjeras, particularmente la estadounidense, practican contra la comunidad criolla, tanto patricia como popular, de los siglos XVIII y XIX en América. Aquéllos fueron colonos y agricultores, comerciantes y letrados, gente de trabajo y de luces que organizó y ganó, luchando codo a codo como soldados, la independencia de estos países: auténticos progresistas que hicieron una revolución real.” El discurso (¿ingenuamente?) iluminista de Mazzucchelli omite varias cosas, como por ejemplo el probado (existe amplia bibliografía sobre el tema) carácter excluyente y elitista de las luchas por la independencia, donde los sujetos de ascendencia diferente a la criolla tenían menos derechos que aquellos. Pero sobre todo, se saltea precisamente el paso previo y necesario para que los criollos pudieran desarrollar esas actividades que él, adhiriendo a una narrativa evolucionista un tanto pasada de moda, considera como ejemplo de progresismo: el desplazamiento territorial y la masacre sistemática de los indígenas que vivían en el territorio que ellos pretendían ocupar y explotar. Es ese origen vitando, ese momento inicial vergonzoso, el que Mazzucchelli no quiere asumir ni aceptar. Lorenzo Veracini ha dicho que de los habitantes de los países forjados a partir de un colonialismo de colonos (settler colonialism) no se puede esperar reacciones racionales en relación a estos temas, porque niegan (como Mazzucchelli) la política de exterminio y hasta la existencia misma de los desplazados (algo que Mazzucchelli también hace al poner en duda la existencia de los charrúa en el pasado), justifican lo injustificable y defienden a capa y espada a un sector de la población de la cual se sienten descendientes y herederos (Settler Colonialism. A Theoretical Overview. London: Palgrave, 2010). Por eso no ha de sorprender a nadie que los siguientes receptores de sus dardos sean los estudios culturales de origen estadounidense, debido a que habrían tenido la osadía de criticar al sector de la población que fundó tanto el Estado como la Nación uruguayos. Pero no solamente son culpables de ese pecado de lesa criollismo, sino que además, sus aviesos (acaso imperialistas) designios incluyen la creación de pseudo-problemas tales como “la cuestión indígena” en Uruguay. Este tipo de mirada adolece de varios males, pero los más sorprendentes son la negación (de una situación de violencia que está en la historia y en los orígenes del Estado-Nación uruguayo) y la paranoia (ante una supuesta conspiración proveniente de una entidad sospechosa y siniestra que él denomina estudios culturales), que le impiden percibir que si hay alguna entidad culpable de que estos temas resurjan hoy con fuerza suficiente como para incomodarlo, esa entidad se llama antropología. [2] Por supuesto que se necesita otro gran culpable para la reemergencia de estos temas: los propios grupos de indígenas y descendientes. Sus practicantes se involucran cada vez más en los procesos de reemergencia indígena, concientes de que buena parte de la responsabilidad de la invisibilización de esos pueblos les corresponde a sus antecesores en la práctica de la disciplina—y a otros académicos y productores de conocimiento, como los arqueólogos e historiadores que también contribuyeron a forjar las narrativas de la Nación. Estos antropólogos son concientes que su disciplina puede y debe intentar rectificar errores del pasado. Una forma de hacerlo es contribuir a desandar el camino de negación y de invisibilización sufrido por diversos grupos indígenas. Lo que los estudios de esos antropólogos (que no se contentan con hacer etnografía sino que también se meten en los archivos, donde han encontrado abundante evidencia de la opresión sufrida por los indígenas a lo largo de la historia nacional) están mostrando es la continuidad no ya de los rasgos o diacríticos que los primeros cronistas percibieron en los indígenas que se encontraron, sino de las prácticas de discriminación y despojo que esos grupos humanos han sufrido a lo largo de la historia. La nota de Mazzucchelli es larga, sesuda, llena de opiniones discutibles (como sus comentarios en relación a Tabaré) y también de errores de concepto (v.gr.: su idea de que los charrúa serían menos legítimos o menos originarios que otros grupos indígenas que ocuparon el territorio del Uruguay actual), pero seguir haciéndole aclaraciones sería tal vez demasiado prolijo—además de que supongo que esta no será mi última conversación con él sobre el tema. Lo importante, creo, es que más allá de las opiniones que Mazzucchelli, quien esto firma, los antropólogos, o el Estado, puedan tener sobre la autenticidad (o falta de ella) de los activistas charrúa del presente, se empiece a debatir seriamente estos temas y, de ese modo, se contribuya a promover una mayor conciencia sobre ellos en el público. Sería importante también que el Estado uruguayo ratifique el Convenio 169 de la OIT y que se cree un instituto o secretaría (o como se decida llamarlo) nacional del indígena (como propuso la antropóloga Pilar Uriarte en un informe para el MEC sobre racismo en el Uruguay), para que haya autoridades competentes para dirimir cuestiones como las que estamos discutiendo aquí. Si bien no es ideal que el Estado, sus expertos y sus funcionarios, sean los que decidan sobre la autenticidad de las identidades y reclamos indígenas, es sin duda un primer paso hacia la re-visibilización de estos grupos humanos que reclaman, ante todo, que se les reconozca su existencia. Digo esto porque en el fondo todo este asunto gira alrededor de dos puntos: la definición de “quién o quiénes son indígenas” y quién o quiénes tienen la potestad de elaborar esa definición. Por ahora, dicha definición sigue estando en manos de sujetos que no se reconocen como indígenas.
Como bien apunta Diego Escolar, es frecuente que las percepciones y argumentos de los indígenas sobre su propia identidad no coincidan con los criterios de los saberes o disciplinas hegemónicas usados para asignar etnicidad o aboriginalidad (Los dones étnicos de la Nación. Identidades huarpe y modos de producción de soberanía en Argentina. Buenos Aires: Editorial Prometeo, 2007). Es que según ese mismo autor, las categorías étnicas y los procesos de reemergencia o etnogénesis suponen disputas de hegemonía que involucran a actores que no tienen el mismo poder: algunos agentes tienen más fuerza que otros para imponer las denominaciones y las definiciones de su preferencia (27-28). Por ello es deseable que en el futuro los propios indígenas —o aquellos que se autoadscriben como “descendientes”— puedan ser parte de la discusión sobre qué es lo que los constituye o define como tales. Pero por el momento, algunos nos conformaríamos con que el gobierno uruguayo se deje de remolonear e inicie, de una vez por todas, el proceso de ratificación del Convenio169, que ya pronto va a cumplir veinticinco años de vigencia en el ámbito internacional.

Notas

[1] 1.El presente Convenio se aplica: a) a los pueblos tribales en países independientes, cuyas condiciones sociales culturales y económicas les distingan de otros sectores de la colectividad nacional, y que estén regidos total o parcialmente por sus propias costumbres o tradiciones o por una legislación especial;  b) a los pueblos en países independientes, considerados indígenas por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista o la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conserven todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas.

2. La conciencia de su identidad o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio.

[2] Por supuesto que se necesita otro gran culpable para la reemergencia de estos temas: los propios grupos de indígenas y descendientes.