2013 será recordado como el annus mirabilis (el año de las maravillas) por los amantes uruguayos del rock estadounidense más o menos independiente. Durante los pasados meses desfilaron por Montevideo músicos legendarios como Television, Cat Power, Daniel Johnston y Lee Ranaldo, y todavía se anuncian las llegadas de Coco Rosie y Devendra Banhart, para completar una sucesión de visitas propia de cualquier ciudad del circuito del primer mundo. Entre todas ellas la más notoria era a priori la del californiano Beck Hansen. Coetáneo de la generación indie de principios de los 90, Beck emergió como un compositor único que no sólo sintetizaba el espíritu de esa generación, sino que también capturaba todo lo que estaba sucediendo en aquel momento. Su primer tema de difusión, “Loser”, sonaba como un cruce imposible entre Sebadoh, Public Enemy y Jon Spencer Blues Explosion, y antes de que los oyentes pudieran decidir si se trataba de algo realmente nuevo o una elaboradísima broma, su primer disco, Mellow Gold, llegó para probar que se había alcanzado un grado de eclecticismo musical que ni pioneros del crossover (cruce de géneros) como Funkadelic, 
Mano Negra o Faith No More habían imaginado.

Desde entonces Beck se volvió un auténtico faro para la crítica posmoderna, para la cual nadie ejemplifica mejor que este güero la combinación de melomanía retro, distanciamiento irónico y actualización tímbrica que se suele valorar como vanguardia, a pesar de haber crecido sobre las ruinas del concepto mismo de vanguardia.

La experimentación de Beck con los cruces genéricos llegó a su cenit con su cuarto álbum. Odelay (1996) es uno de los discos más influyentes de la década del 90 y una auténtica coctelera musical de la que han sacado ideas varias generaciones de compositores y productores. Es una obra sin dudas brillante, que también funciona como un catálogo de los vicios del pop posmoderno (excesos de ingenio, inconsecuencias estructurales, abuso de los fragmentos sampleados, frigidez emocional) que lo definían como el padrino del nefasto pensamiento hipster actual. Por suerte, Beck resultó ser un artista mucho más articulado -y honesto- que sus imitadores, y en obras posteriores como Mutations (1998) y el dolorido Sea Changes (2002) demostró ser capaz de componer en formatos menos orientados a la sorpresa y más a la emoción. Desde entonces su carrera ha oscilado entre el deseo de seguir encarnando la actualidad en sus aspectos más ambientados y cool, y el de simplemente seguir haciendo buenas canciones.

El señor espectáculo

El concierto de Beck y su banda el martes en el Metro abría antes que nada la incógnita de con cuál de sus versiones nos encontraríamos. Un comienzo sumamente sereno con la excelente “The Golden Age”, seguida por tres temas bastante suaves, pareció indicar que Beck había llegado en su formato más blanco e íntimo, es decir, el de Sea Changes, pero al llegar al quinto tema -“Devil’s Haircut”- apretó a fondo los pedales de volumen y ritmo, y convirtió la sala en esa enorme y efusiva fiesta bailable que deberían ser todos los recitales de rock.

Impresiona el descaro de Beck como cantante, un intérprete de voz limitadísima y reducida casi por completo a un tono plano, quien, sin embargo, no tiene problemas en ensayar un falsete casi caricaturesco en la mitad de “Debra”, o en meterse con temas tan difíciles como “I Feel Love”, de Donna Summer o “Billie Jean”, de Michael Jackson, y llevarlos a su propio terreno. Beck no hace una parodia de las virtudes de sus modelos, sino que simplemente las reduce a su medida, y el truco resulta. En cierta forma, su recurso básico es fagocitar elementos súper conocidos de la música negra e interpretarlos de la forma más blanca posible, consciente de lo extraños que son a su personalidad musical, pero adaptándolos en una forma que combina cita y homenaje en algo que termina siendo absolutamente propio.

Pero si como cantante es un campeón del deadpan -esa interpretación vocal deliberadamente inexpresiva que termina dándole un particular clima de extravío y soledad a su canto-, como guitarrista y ejecutante de armónica demostró ser un músico por momentos excepcional, apoyado además por una banda deslumbrante, en particular el bajista Justin Meldal-Johnsen y el guitarrista Smokey Horbel, músicos capaces de cambiar de tempo y hasta de género musical en dos compases, y que tocaban tan relajados como si estuvieran en una fiesta de amigos.

Dentro de la licuadora musical de Beck puede encontrarse hip hop, grunge, country, blues, soul, disco, psicodelia, electrónica, noise, folk, pop y posiblemente uno o dos géneros más que estoy olvidando. Beck domina las formas de todos estos géneros, aunque no su corazón. Pero la maravilla es que en vivo, a fuerza de excelencia interpretativa y espíritu, todo funciona, y no sólo por la excelencia de las interpretaciones, sino también por el tremendo carisma de Beck (bah, de toda la banda), que llevó el show adelante con una capacidad comunicativa algo extraviada pero siempre efectiva y llena de un excelente buen humor.

Beck Hansen en vivo es como su música, divertido y distante a la vez, pero sobre todo impactante. La respuesta del público que llenó el teatro fue proporcional a la calidad del show; pocas veces se ha visto en Montevideo una audiencia más entregada, que a partir de “Loser” se dedicó a bailar y cantar cada uno de los temas, y que sintió que las dos horas y pico del show pasaban en un suspiro. Se va a hablar mucho tiempo de este show mutante, generoso, didáctico y feliz, del día en que Beck tocó en el Metro y lo prendió fuego.