La noticia de la muerte de Juan Carlos Calabró el martes provocó una oleada de tristeza en los medios rioplatenses, pero dejando de lado los titulares, pocas notas biográficas hicieron algo más que repetir los datos del comediante contenidos en su entrada en Wikipedia. No cabe atribuir esto tanto a la pereza, sino más bien a la incomprensión por parte de los periodistas de espectáculos jóvenes de un representante de una escuela humorística ya desaparecida de la televisión de estas latitudes.

Representante férreo del más bien estático humor rioplatense de los 70, Calabró era, como Juan Carlos Altavista, Jorge Porcel o el mismo Alberto Olmedo, un repetidor incansable de los mismos recursos, los mismos personajes y los mismos latiguillos. Ver uno de los sketches de Johnny Tolengo, Aníbal o El Contra era verlos todos, pero nadie se quejaba. De alguna forma, el humor televisivo de aquellas décadas no dependía de la sorpresa o lo inesperado, sino de la anticipación de las mismas dinámicas, frases y acciones, con ligerísimas variaciones que permitían distinguir un episodio de otro.

Se podía decir que el humor de Calabró era un humor “blanco” o familiar; más allá de algún doble sentido eventual, todos sus chistes y latiguillos eran esencialmente asexuados, e incluso Aníbal, su poco afortunado seductor barrial, soñaba más con llevar a sus cortejadas al altar que a la cama. Calabró, como el estadounidense Bill Cosby, se enorgullecía de haber pasado 50 años en televisión sin haber dicho una “mala palabra” (algunas de sus canciones, como “La cacerola de Irene”, harían enrojecer a varios cumbieros villeros, pero hay que reconocer que eran deslices bastante excepcionales). Pero a diferencia de Cosby, que siempre mantuvo una agenda de derechos raciales, lo político-social jamás se filtró en su comedia. O sí; vale la pena recordar que Calabró tuvo su emergencia artística en plena dictadura militar argentina, y fue el principal protagonista de La fiesta de todos (Sergio Renán, 1979), una película de sketches ambientada en el Mundial de Fútbol de 1978 y que muchos consideran una velada propaganda del régimen militar, al presentar a un pueblo unido y feliz en momentos en los que la represión hacía desaparecer a miles de personas. Siendo estrictos, la película trataba exclusivamente de la alegría producida por el triunfo deportivo, y fuera de su contexto es difícil considerarlo un film con connotaciones políticas.

Si el sexo y la política estaban ausentes en su trabajo, podía reconocerse un tema recurrente en el humor de Juan Carlos Calabró, y éste era el de los egos inflados y su constante batalla humorística contra ellos. Basta repasar sus personajes más conocidos. Johnny Tolengo era un egomaníaco que se hacía llamar “el majestuoso” y que esencialmente no hacía otra cosa que alardear de su propia grandeza artística, consiguiendo el efecto humorístico al contrastar esta vanidad con los más bien ridículos méritos musicales de semejante estrella. Aníbal, “el number one”, era prácticamente una versión evidentemente fracasada de Johnny Tolengo, pero en versión de Don Juan grasa. En este caso -al contrario que Tolengo, que extrañamente era en efecto un seductor de masas-, la comicidad se producía al encontrar el recurrente fracaso de los avances amorosos de su fanfarrón personaje. Si bien era notorio que Calabró les tenía gran cariño a ambos personajes, al mismo tiempo estaba claro que se reía de ellos, no con ellos.

Pero también El Contra era un soldado en combate contra la vanidad y la arrogancia; si bien su gracia era la de confundir a los famosos con los que se encontraba y ofenderlos mediante preguntas indiscretas o ligeramente insultantes, el sketch funcionaba gracias a las ínfulas de importancia que se daban estos personajes, amplificadas generalmente por quien mediaba las conversaciones, un Gerardo Sofovich al que no le costaba nada parecer soberbio. Ya fuera encarnándolos o enfrentándolos, el trabajo de Calabró parecía ser siempre dejar en ridículo a quien se creyera superior a la media de los ciudadanos. ¿Era esto una crítica de la ampulosidad artística o una defensa de la mesocracia? Es dudoso que Calabró se lo haya planteado en esos términos -de hecho, como entrevistado era uno de esos personajes que impresionaban como muy vanidosos de su propia humildad-, pero es difícil no ver ese patrón común en estas creaciones tan populares.

Además de sus tres personajes más conocidos, Calabró presentó con diversa fortuna otras creaciones recurrentes: Abraham el gaucho judío, su versión de Batman, Gran Valor, Drácula, Borromeo, los Chiquibum, Carlos La Banca (“el que paga todo”), el promotor de Cocucha Efervescente… Todos en general amenos, pero salvados más que nada por el desenfado de Calabró y su expresividad física.

En los últimos años se lo veía melancólico en sus apariciones televisivas -casi siempre como invitado en programas de farándula y sólo requerido como comediante en algunos ejercicios nostálgicos-, obligado a opinar con visible disgusto sobre la vida personal de sus hijas en programas de chimentos, que éstas utilizaban como plataforma de promoción. Un rol triste para alguien que siempre fue un defensor acérrimo del matrimonio y la privacidad familiar. Su última aparición pública fue hace unos meses al recibir, acompañado por sus hijas, un premio Martín Fierro en reconocimiento a su medio siglo en la televisión, premio sobre el que planeaban las sombras de los buitres mediáticos que sabían de su endeble estado de salud.

En todo caso, y más allá de los gestos protocolares de algunas figuras de la farándula, saber de su fallecimiento generó una genuina tristeza ante la desaparición de lo que ya era un símbolo de un tiempo menos fragmentado. Un tiempo de poca oferta televisiva y en la que había que complacer simultáneamente a dos o tres generaciones de espectadores. Calabró lo logró, y es imposible no reconocerle la creación de ese espacio común y ahora irreproducible.