Emprender un viaje mental, como la revisión y balance de una temporada teatral, necesita, en general, de una estructura, cierta organización. En este año proustiano -se festejó la salida, hace un siglo, de la primera parte de “En busca del tiempo perdido”- parece en consonancia un viaje a posteriori, agarrándose al “ahora” para atravesar, a paso de cangrejo, los últimos 12 meses. De adelante hacia atrás entonces, sin metas capitales como la del novelista francés, pero sí como exploración abierta a las fáciles omisiones de la memoria y también a sus fecundas proyecciones.

La última oferta de la temporada fue “Proyecto Felisberto”, dirigido por Mariana Percovich y escrito por Gabriel Calderón, Alejandro Gayvoronsky, Luciana Lagisquet y Santiago Sanguinetti. Ambientado en una casa de estructura caprichosamente felisbertiana, el espectáculo conjugó la completa inmersión del espectador en la prosa del escritor, con el recorrido por el espacio. Un elenco de diez actrices y actores fueron, de a ratos, Horacio, María, Hortensia y la sonámbula, invitando a los presentes, como en una suerte de club erótico, a elegir distintas habitaciones y ver lo que pasaba dentro (imposible no pensar, si de mirada se trata, en los ojos, como dos gusanos, del acomodador). Con una hercúlea máquina escenográfica -meticulosa en su orquestación de vestuario, máscaras, mobiliario y objetos expuestos- este espectáculo, como un gabinete de curiosidades transitable, selló la temporada con un toque tímidamente rarificado que había escaseado (valiosas, en este sentido, las actuación es de Carolina Eizmendi, Carla Moscatelli y Natalia Sogbe).

En una dirección afín (es decir, de desarticulación de los cánones de representación realistas) se movió “Lo que los otros piensan. Una obra de teatro de carretera”, de Domingo Milesi, que probó alterar dos direcciones coordinadas de la percepción automática: las voces de los actores, mediante micrófonos que ahuecaban su sonido en el espacio reducido de La gringa, y las inmediatas asignaciones etarias y sexuales en relación a los roles. En la misma sala, Fernando Nieto Palladino ensayó con su “Blu”, entre otras cosas, el movimiento en clave de tableau vivant, la pose de sabor arcaico. Un valioso ensayo sobre la capacidad de transfigurar historias (micro y macrohistorias) en torno a Alberto Restuccia, extraordinaria Ave Fénix de nuestro sistema, si viajamos más atrás, fue “El gimnasio”, de Gabriel Peveroni y dirección de María Dodera. “Invierno”, con dirección de Anthony Fletcher, por último, incursionó en el texto áspero de Jon Fosse que los actores Natalia Bolani y Carlos Rodríguez supieron hacer propio con una intensidad rara.

Poco flirt, amén de lo mentado, con impulsos, aunque sea blandamente experimentales de otras temporadas. El teatro como espacio complaciente e inocuo (sea en forma de comedias más o menos groseras, sea como reposición automática y automatizada de clásicos de ayer y hoy) parece ser el proyecto ganador, hegemónico. En este sentido es posible pensar -más allá de los aciertos o equívocos- la oferta del tercer Festival Internacional de Artes Escénicas de octubre, mixtura de exotismo inasible (“Ukchuk-Ga”, por Panzori Project Za de Corea) y taller fosilizado (“La vida crónica”, por el danés Odin) o la venida de La Comédie Française -en el marco de Montevideo Capital Iberoamericana de la Cultura 2013- con su previsible “El juego del amor y el azar”. La Comedia Nacional, soslayando, al menos en lo que toca a la exhibición pública y prolongada en el tiempo, el precioso proyecto “Entre nosotros”, que impulsaba a integrantes del elenco a trabajar sobre dramaturgos rioplatenses (de allí salieron, el año pasado, dos puestas magníficas, “Variaciones Meyerhold”, por Lucio Hernández, y “El tobogán”, por Worobiov), se movió en un terreno relativamente seguro (directores probados, textos probados, estilos actorales más que probados). Eso no impidió, por supuesto, algunas perlas: la Finea de Jimena Pérez en “La dama boba”; el juego escénico y manipulación del texto por Percovich en “Las descentradas”, la Elvira de Alejandra Wolff y la Gloria de Andrea Davidovics; la escenografía monumental, por Beatriz Martínez, de “Ahora empiezan las vacaciones”; la intimidad tibia en “Ver y no ver” por Fletcher.

Entre las bondades de la temporada -hagamos un rápido stop over- hubo un intento fallido de revolución (“Argumento contra la existencia de vida inteligente en el Cono Sur”, por Santiago Sanguinetti), dos celebraciones agridulces (burguesa y feroz “La fiesta de Abigail”, por Jorge Denevi, y “La fiesta”, por Fernando Toja, colectiva y subterránea), un par de relaciones de trabajo complicadas (“Contracciones”, por Mario Ferreira, y “Huele a fiera”, por Marianella Morena), por lo menos tres propuestas extranjeras valiosas (“Kiwi”, de la Compañía mexicana Los Endebles; el monólogo argentino “La mujer puerca”, de Santiago Loza por Lisandro Rodríguez; y el brasileño “Get Out!”, por Assis Benevenuto) y la inauguración del esperado Centro Cultural Carlos Brussa (la planta baja de la Sociedad Uruguaya de Actores, Mercedes 929) que promovió, raudo, actividades y encuentros.

2013 no tuvo -al menos no visible en librerías o dejada en la redacción de la diaria- dramaturgia publicada en papel. Y aunque la falta venga de antes, y esté sólo exaltada por el soporte virtual que sostiene buena parte de la producción cultural, la escasez de ediciones debería pensarse en directa y dolorosa correlación con la pobre presencia de autores uruguayos en la escena (al margen de los dramaturgos que ponen en escena sus propias obras o trabajan con directores específicos). Quizá sea hora de revisar el impacto efectivo del Portal de Dramaturgia Uruguaya en línea, impulsado en 2008 por el MEC (http://www.dramaturgiauruguaya.gub.uy/). Pasado el lustro, convendría volver sobre las bases de este proyecto, cuya lógica reside en lo meramente inclusivo y nivelador (es decir, entrada de todos los que desearan poner sus obras allí, sin restricciones, sin selecciones, sin filtros), y ver si incrementó la difusión del autor nacional, modificando la cartelera, o se transformó en puro goce autorreferencial.

A este periplo “proustiano” le faltaría una etapa no menor. Visitados actores y gestores, quedaría por atravesar las modalidades de exégesis practicadas en nuestro medio, a propósito de la producción, los criterios con los que se legitima tal o cual espectáculo, la autoridad (o competencia) con la que se premia o se ignora parte de lo hecho. Pero, por supuesto, esto chocaría con mis funciones. Ese otro balance, indispensable, se lo dejo al lector.