Amour (Michael Haneke):

Pocas veces antes se habrán combinado con tanta intensidad en una misma película (en los mismos aspectos de la película) la fealdad y la indignidad inherentes a la enfermedad y al deterioro de la vejez con la belleza y la ternura inherentes al privilegio raro de un amor pleno, a toda prueba y “para siempre”, filmados en el estilo helado pero sugerente de Haneke. Exceptuados unos pocos planos al inicio, la casi totalidad de esta historia transcurre confinada en el apartamento en que vive la pareja encarnada por dos íconos del cine, Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, quizá uno de los sutiles comentarios metacinematográficos de la obra.

Tabú (Manuel Gomes):

Una novela rosa, una parábola antropológica, una película de aventuras y una crítica solapada al colonialismo. Tabú es todo al mismo tiempo, saliendo y entrando de formatos (desde el tono mitológico, cercano Murnau y Flaherty de la Tabú de 1931 en el prólogo del film al estilo áspero y realista del primer capítulo) con la serenidad mineral del cocodrilo que aguarda con sus ojos insomnes en el lecho del lago. El amor prohibido endulzado por el marco salvaje y exótico del colonialismo o la historia contada en retrospectiva por una ex pareja de la difunta son marcos temáticos y recursos narrativos ampliamente conocidos, pero Gomes se encarga de diseminar, como por pequeños túneles paralelos a un boxeador loco, un alcohólico que juega a la ruleta rusa y una oscura banda de pop tocando a la orilla de una piscina semivacía. En un cine que parece haber llegado a su punto de agotamiento, en el que se vuelven a refritar viejas películas como única alternativa, Gomes vuelve a las bases del cine mudo (donde todo parecía crearse de la nada) señalando que siempre hay nuevas historias, aun cuando sean las mismas.

Fuera Satán (Bruno Dumont):

Bruno Dumont haciendo lo que más le gusta: películas en estado de suspensión (tanto estético como ético) en las que la violencia irrumpe en el metraje con la naturalidad de un rayo sin trueno. En una historia disipada, apenas salpicada por el hilo temático del asesinato de un padre abusivo, el verdadero centro de la narración es la inescrutable presencia de Dios o el Diablo entre los hombres, personificado en un hombre que se abre paso entre los mortales sin que jamás se sepa a ciencia cierta si los exorciza o los posee, si es sagrado o profano, si es una deidad o un pobre vagabundo. El bien y el mal contemplados desde la naturaleza, algo que respira y tremula como el interior podrido de un árbol invadido de insectos. Cómo habría hecho películas Robert Bresson, si en vez de católico hubiera sido pagano.

Post tenebras lux (Carlos Reygadas):

Hay una anécdota tenue que transcurre en orden cronológico, y que involucra el cotidiano, mostrado con total naturalismo, de una familia burguesa que vive en una zona rural de México. Sin embargo, y sin justificación alguna, esa anécdota se alterna con otros momentos en la vida de esa misma familia, con eventos de otros personajes que no tienen conexión aparente alguna con los protagonistas, y con elementos de absurdo y surrealidad. La película es como un enigma, pero uno que al espectador lo tiene constantemente en vilo, por la intriga, por lo convincente del desempeño de un reparto de no-actores, por la extraña belleza de sus imágenes.

Cloud Atlas: La red invisible (Tom Twycker y los hermanos Wachowski):

Sin dudas una película desmesurada y no siempre clara en su interconexión entre seis historias alejadas en el tiempo y que van de la reconstrucción histórica a la ciencia-ficción desbocada. Pero en sus aciertos -que son muchos- Cloud Atlas es realmente deslumbrante tanto a nivel visual como de una estructura cuya textura se devela lentamente para terminar siendo mucho más simple y emotiva de lo que parecía. Tom Hanks, interpretando varios roles a la vez, consigue en algunos de ellos actuaciones realmente antológicas. En un año lleno de ciencia-ficción bien intencionada pero de pobres resultados, Cloud Atlas se destaca claramente como una de las apuestas más osadas.

Monsters University (Dan Scanlon):

Más allá de la acostumbrada delicia de su producción visual y la manera de crear películas tan complejas como entretenidas, Pixar se ha vuelto con el tiempo un faro moral alternativo a los grandes discursos comúnmente aplicados en las películas para niños. Más allá de la efectivísima cosmogonía propia (con sus propias reglas y seres, junto a sus propias versiones de géneros cinematográficos, en este caso los films de secundarias y universidades), Monsters University tendrá ganado el cielo como esa película animada que planteó que a veces el gastadísimo lema de “seguir tus sueños” no necesariamente es factible, siendo necesario negociar con la realidad, intentando adaptarse a las propias limitaciones. Incluso pone en duda el ideal de m’hijo el dotor, proponiendo la posibilidad de vías paralelas por fuera de la universidad para afincarse en el mundo laboral.

Django sin cadenas (Quentin Tarantino):

El habitual enjambre tarantiniano de intertextos aquí está centrado en el western. Pero es un western peculiar, por ocuparse del asunto de la esclavitud. Para Tarantino no hay nada más odioso que el racismo y la opresión a las mujeres, ni valor más sagrado que la amistad, y la anécdota pone en juego todo eso. Quizá por esto es su película más lisa, en el sentido de la más transparente, en que la capa de la narrativa es más fina, y se atraviesa sin problemas para llegar a un corazón direccionado moral y afectivamente. Y el director se concede, y nos concede, el placer inmenso de una catarsis monumental y sangrienta en nombre de las causas que abraza.

Éste es el fin (Seth Rogen, Evan Goldberg):

El dream team de la nueva comedia estadounidense haciendo de sí mismos (sacándole jugo a la compleja distancia entre los actores, su figura pública y algunos personajes que interpretaron), en un entorno bizarramente apocalíptico. No es la película definitiva de los herederos de Judd Apatow, pero difícilmente se haya hecho en 2013 una película que contenga momentos tan divertidos y delirantes como las que están diseminados, sin respiro, a lo largo de todo el metraje. Una película que logra convertir a Michael Cera en un cocainómano cachondo y hacer de una reunión en pantalla de los Backstreet Boys algo digno de celebrarse.

Gravedad (Alfonso Cuarón):

Hay pocos momentos de este film en que el espectador no esté tensionado por la inminencia de algún desastre y por la necesidad de toda la habilidad y suerte de la protagonista para zafar. Toda una proeza, en una película que empieza con tres o cuatro personajes (si contamos la voz del operador terrestre), sigue con dos y, por la mitad del metraje, con uno solo, a la deriva en el espacio exterior luego de un accidente. Rescata el sabor de la ciencia-ficción verosímil. Es además un prodigio de técnica y de invención visual, y tiene quizá los planos complejos más sensacionales de la historia del cine.

The Master (Paul Thomas Anderson):

La aproximación de Paul Thomas Anderson al mundo de los cultos -particularmente al de la cienciología, evidente inspiración de la religión alrededor de la que gira el film- confundió a muchos por su poca voluntad de enfrentar el tema críticamente y mantener todo en una gama de grises morales sin conclusiones claras. Pero The Master no es una película sobre una organización espiritual más o menos engañosa, sino sobre un hambre de trascendencia jamás saciada, sobre una clase de violencia interior y exterior imposible de adaptar o satisfacer. Una película sobre la gran decepción de la posguerra en los 50, años presentados como los más felices del siglo XX, pero que fueron atravesados por espíritus rotos por el conflicto, por personas brutalmente despertadas del sueño americano.

The Master es una película sobre la generación beat que jamás hace la menor referencia a ésta, pero también es una película arisca, que no deja al espectador empatizar con sus más bien desagradables personajes, pero que suma a su sobrecogedora belleza formal un discurso no menos bello, pero de una soledad casi insoportable. Cada escena es una lección de dirección de Anderson y una de actuación alternadamente a cargo de Joaquin Phoenix o Philip Seymour Hoffman. Cine enorme pero difícil de masticar a cargo del que tal vez sea el último cineasta realmente personal del cine estadounidense.