El escritor de novelas policiales noir Raymond Chandler solía sentenciar que “no hay peor trampa que la que uno se prepara a sí mismo”, y la frase podría aplicarse perfectamente a la historia del capitalismo reciente y al nudo de esperanzas, engaños, abusos, ingenuidades y ambiciones que provocaron el colapso financiero de 2008, del que el mundo no sólo no se ha recuperado aún, sino que parece ser incapaz de modificar en forma sustancial las coordenadas ideológicas y fácticas que lo provocaron.
Sin embargo, no hubo realmente nada inesperado o sorpresivo en términos estructurales respecto de esta crisis, acerca de la cual venían alertando centenares de economistas críticos del pensamiento único del capital. Pero no sólo desde el mundo de la economía académica más o menos disidente se habían encendido las luces de alarma, sino también desde un género en alza en la comunicación audiovisual: el documental. En 2005 Alex Gibney -un cineasta caracterizado por sus agudísimos análisis sociopolíticos y tal vez el mejor documentalista de esta tendencia- estrenó Enron: The Smartest Boys in the Room. Se trataba de un estudio sobre el derrumbe de la corporación Enron, una megacompañía especializada en la venta de energía y servicios que se vino abajo a principios de la década pasada, haciendo que sus portadores de acciones perdieran alrededor de 11.000 millones de dólares. El documental podía ser visto como un caso aislado de codicia, temeridad y autoengaño por parte de un grupo de empresarios desbocados, pero Gibney era lo bastante inteligente para demostrar que no se trataba de un caso aislado sino de un problema sistémico que hacía posible, y hasta comprensible a causa de la apertura de sus desregulaciones, conductas como las de los responsables de Enron. Enron: The Smartest Boys in the Room es tal vez el mejor documental sobre un tema económico de los últimos años, pero fuera de ámbitos especializados pasó sin llamar mucho la atención.
Tres años después, la crisis ya no era una posibilidad sino una realidad que quebraba países enteros y llevaba a la ruina a millones de trabajadores, y fue en este ámbito que el ruidoso Michael Moore estrenó Capitalismo: una historia de amor (Capitalism: A Love Story, 2009), su película más panfletaria en términos ideológicos y más débil en lo expositivo. Aunque rescataba elementos brillantes en lo sensible (como la casi desconocida propuesta de Franklin Delano Roosevelt, poco antes de su muerte, de hacer una segunda Declaración de Derechos que incluyera entre ellos el derecho al trabajo y la vivienda) y otros analíticamente certeros (la focalización del problema en la prédica de Alan Greenspan, la fragilidad de los bancos de inversión luego de las desregulaciones impulsadas hace ya más de tres décadas por Ronald Reagan), el documental fue visto como lo que posiblemente fuera: algo más ruidoso que sustancioso, además de haber sido pobremente distribuido y en un momento en el que Michael Moore había ya perdido su mejor momento mediático. Pero entonces llegó Trabajo confidencial (Inside Job, Charles Ferguson, 2010).
Un trabajo sucio que alguien tenía que hacer
Trabajo confidencial consiguió algo realmente extraordinario: que cientos de miles de personas asistieran al cine para ver un documental centrado casi exclusivamente en planos teóricos y prácticos de la economía reciente. Un trabajo realmente diáfano en su capacidad para hacer simple lo complejo y que no sólo reunía las evidencias más notorias de lo que consideraba un crimen mundial, sino que exponía el sistema de relaciones entre los poderes económicos y quienes deberían examinarlos y explicarlos: la academia económica. A pesar de sus escasas concesiones estéticas (se trata más que nada de una acumulación de estadísticas y “cabezas parlantes” hablando a la cámara), el documental logró ganar el Oscar de su categoría y se convirtió en una pieza fundamental para el movimiento de Occupy Wall Street y sus decenas de equivalentes “indignados” mundiales.
Sin duda que impulsados por el Oscar obtenido por Trabajo confidencial, los documentales referidos a la crisis de 2008, sus prolegómenos y sus consecuencias se han multiplicado. Más allá de la posible especulación que puede existir en referencia al éxito del documental de Ferguson, esta proliferación -que también tiene su equivalente en libros referidos al tema e incluso a películas de ficción (como Margin Call, de JC Chandor)- respondía a una simple necesidad natural: la de explicarle al hombre común qué y por qué sucedió algo que lo afectó en forma significativa en su vida. En un mundo dominado por lo audiovisual, los documentales se han vuelto un medio privilegiado de difusión y enseñanza, y uno como Trabajo confidencial consiguió un gran éxito a la hora de explicar algo que solía considerarse ajeno al común de los mortales, aunque tuviera consecuencias prácticas en sus vidas. Restándole aridez al tema y explicando lo básico de la compleja arquitectura financiera de la crisis, Trabajo confidencial les dejó claro a millones de personas algo que podían sentir en sus bolsillos: que habían sido despojados del valor de su trabajo y que las acumulaciones de poder, impunidad y capital habían convertido a la democracia occidental en una especie de cáscara vacía.
De cualquier forma, Hollywood -incluso dentro del género documental- no es un lugar muy afín a las críticas sistémicas, prefiriendo el viejo esquema de villanías individuales, y es así que muchos de los films que siguieron los pasos de Trabajo confidencial decidieron centrarse en casos particulares que explicaran la debacle en relación a la perversión de algunos sujetos. Así surgieron Chasing Madoff (Jeff Prosserman, 2011), centrado en el consejero de inversiones Bernard Madoff; Unraveled (Marc H Simon, 2011), sobre el abogado Marc Dreier, y Casino Jack and the United States of Money (Alex Gibney, 2010), que giraba sobre el lobbista Jack Abramoff. En todos los casos se trataba más que nada de delincuentes casi comunes (si no se toma en cuenta la magnitud multimillonaria de sus estafas) que fueron castigados legalmente y de los que -con la excepción de la película de Gibney- no se demostraba una mayor influencia en los detonantes de la crisis, ni siquiera como ejemplos de defectos estructurales, ya que se los presentaba más bien como excepciones, como infiltrados delictivos que se aprovecharon de un sistema basado en la confianza y las “reglas claras”.
En una dirección diametralmente opuesta, y con mucha menos tolerancia, pero también menos trabajo investigativo, se paró Four Horsemen (Ross Ashcroft, 2012), que es fundamentalmente un enjuiciamiento del capitalismo en todas sus variables y que, si bien se centra en la crisis de 2008, apunta a una condena más general e histórica -y expuesta con un discurso de barricada no muy sutil y plagado de tonos ominosos y apocalípticos- a todo el sistema político social de la actualidad.
Pero una crítica que frecuentemente se les ha hecho a estos documentales es que se mueven exclusivamente en las cúpulas y dejan afuera las consecuencias prácticas de los movimientos de los poderosos. Una rara excepción es Detropia (Heidi Ewing y Rachel Grady, 2012), que sin adentrarse en análisis económicos se limita a retratar la cruda realidad de la ciudad fabril de Detroit, en algún momento la de mayor crecimiento demográfico en Estados Unidos, que actualmente se está literalmente vaciando a medida que las fábricas automotrices cierran o trasladan sus plantas fuera de frontera. Se trata de un documental impresionista que prefiere centrarse en personas y situaciones particulares, pero un tanto impresionista de más, por lo que termina sufriendo de la falta de un mayor marco teórico y un análisis periodístico más afilado.
Mujeres y niños primero
En medio de este panorama temático al borde de la sobrecarga se acaba de estrenar la que -junto a Trabajo confidencial pero estilística y conceptualmente en sus antípodas- tal vez sea la mejor película documental sobre la crisis de 2008. The Queen of Versailles (La reina de Versalles) se destaca entre todos estos documentales, a pesar de abordar el problema desde un lado más lateral, subjetivo e incompleto, pero logrando el efecto metonímico de combinar lo individual y lo sistémico sin siquiera proponérselo. La película gira alrededor del matrimonio de David y Jackie Siegel, quienes a mitad de la década pasada emprendieron la empresa de construir la mayor casa familiar de todo Estados Unidos. Con una fortuna multimillonaria construida a partir del éxito -alimentado por la burbuja inmobiliaria que produjo la crisis- de Westgate Resorts (definida por su dueño como “la mayor empresa de tiempo compartido del mundo”), decidieron cumplir el sueño de edificar una mansión en Orlando inspirada estéticamente en el Palacio de Versalles francés; una monstruosidad arquitectónica con 30 baños y diez cocinas (y nada menos que 27.000 metros cuadrados) y de un costo aproximado de 100 millones de dólares, que llamó la atención de la cineasta Lauren Greenfield, quien decidió hacer una suerte de reality documental siguiendo la construcción de este palacio y retratando la vida doméstica de quienes lo idearon. Pero en lo que fue una desgracia afortunada para la directora y una desgracia a secas para los Siegel, la crisis de 2008 golpeó duramente a Westgate Resorts, coincidiendo con la mayor inversión de la empresa, un gigantesco edificio en Las Vegas valuado en 400 millones de dólares, lo que no sólo detuvo los planes de los Siegel respecto de su palacio en Miami, sino que produjo la pérdida de 7.000 puestos de trabajo en la compañía, obligando incluso a sus principales directivos a realizar recortes importantes en sus salarios y beneficios.
De esta forma, lo que habría sido simplemente un documental sobre las excentricidades de una familia, se convirtió en una cosa mucho más interesante. El mal gusto y la vulgaridad de los Siegel, capaces no sólo de intentar construir una casa modelada en el Palacio de Versalles sino también de llenarla de enormes cuadros representando a la pareja vestida como nobles del siglo XVII o de jinetes atléticos, haría enrojecer incluso a la familia Caniggia. Los Siegel serían el tipo de gente que va a una santería y se compra uno de esos feísimos ángeles de yeso con el pelo pintado de amarillo, para luego contratar a un orfebre para que lo reproduzca en platino y con el cabello en oro. Estamos hablando de una familia en la que a los perritos falderos no se les enseña a no defecar dentro de la casa, porque siempre va a haber algún sirviente latino para recoger su caca o para comprar una nueva alfombra.
Jackie Siegel es un personaje mucho más fascinante que su marido. Es una de las clásicas trophy wives (esposas trofeo) de las que les gusta ostentar a algunos millonarios. Treinta años menor que su esposo pero ya entrando en la madurez, Jackie es una ex modelo y reina de belleza que a fuerza de costosos cuidados e impactantes implantes mamarios se mantiene físicamente atractiva y que constantemente se defiende (con escaso éxito e involuntario humor) ante la posibilidad de ser considerada una estúpida. Pero en todo momento la rubia matrona irradia la humanidad de quien también es parte de una maquinaria de sueños que sólo pueden traducirse en forma material y que, a su manera, tampoco pudo escaparse del derrumbe incomprensible.
Aunque hubiera sido fácil adoptar una mirada feroz sobre el matrimonio, la película eligió una óptica más comprensiva, pero de cualquier forma Siegel demandó a la directora Lauren Greenfield por lo que consideró una imagen irreal de él, su familia y la actualidad económica de su compañía. Según el multimillonario, su empresa no sólo no está agonizante (como se podría interpretar en la película), sino que muchas de las escenas -como una muy llamativa en la que Jackie va a comprar a Mc Donalds en una limusina- fueron estructuradas y sugeridas por la directora, aprovechándose de la ingenuidad de su familia. La película es tan grotesca en su exhibición de derroches que tal vez haya algo de verdad en las acusaciones de Siegel, pero hay bastantes escenas completamente creíbles (Jackie exhibiendo su colección de zapatos en la que sólo sus Gucci de piel de cocodrilo están valuados en 9.000 dólares; una de sus niñeras explicando que se mudó a la abandonada casa de juguetes de los niños porque es más espaciosa que su propia casa) que indican que la realidad no puede estar muy lejos de lo recogido por el documental.
Las reseñas estadounidenses suelen utilizar el intraducible término germano schadenfreude para explicar la sensación provocada por este documental. Es una sensación que se define como “el placer que se obtiene ante la miseria de otros”, pero hay que tener una amplitud de miras más bien estrecha para obtener este tipo de satisfacción al ver The Queen of Versailles. Si bien el patrimonio de los Siegel fue golpeado duramente por la crisis de 2008, éste comenzó a recuperarse a fines del período documentado por la película (gracias a que Siegel pudo recomprar su deuda con el Bank of America por menos de una tercera parte de su valor) y, a pesar de haber perdido el control administrativo sobre su gigantesco edificio de Las Vegas, el matrimonio continúa, al parecer, con sus planes para terminar su indescriptible emulación del Palacio de Versalles, al que en la película llaman “la casa de nuestros sueños”.
Uno podría tentarse de considerar a los Siegel más como víctimas que victimarios, pero es imposible olvidar al patriarca afirmando con orgullo -en 2007, antes de la crisis- ser el responsable directo de la victoria de George W Bush en Florida en 2000, mediante métodos que prefiere no discutir en cámara por no ser tal vez “del todo legales”, lo que quizá sea una bravuconada pero tal vez no. Es difícil sentir algún tipo de simpatía o empatía hacia gente con semejante karma o prontuario, pero en The Queen of Versailles uno puede reírse al ver a Jackie Siegel lamentarse melancólicamente de que tal vez no pueda mudarse a su palacio francés y tenga que resignarse a vivir en su casa playera de tan sólo 40 millones de dólares, y es imposible no darse cuenta de que tal vez no sea uno el que se está riendo. En todo caso es un documental magnífico que no intenta explicar la decadencia y el colapso general de un mundo que ya no puede pagarse a sí mismo, pero que consigue una fotografía única, explícita e inquietante de ese mundo.