Al pasear por el centro de Viena, entre los copos de nieve, a cada rato aparece un cartel con una llamativa franja roja en el medio: cubre los genitales de tres futbolistas franceses sin ropa, una foto de Pierre et Gilles -en realidad, una obra bastante modesta de 2006- que promociona la muestra escándalo del año, Nackte Männer, hombres desnudos. No es que el Leopold Museum -la famosa institución austríaca que posee la colección más completa del secesionismo vienés- haya elegido diligentemente cubrir las partes íntimas de los representados. Tuvo que hacerlo porque, en octubre del año pasado, pocos días antes de la inauguración, algunas asociaciones religiosas conservadoras de Austria salieron con amenazas y acusaciones de exhibición peligrosa para los niños, forzando así al museo a la autocensura.

El hecho, de por sí suficientemente alarmante, se vuelve asombroso si se considera que hace más de un siglo, en la mismísima Viena (¿cómo no pensar en la Kakania de Musil?), ya había pasado lo mismo. Los “calzoncillos” en aquella ocasión, como inteligentemente la misma Nackte Männer deja ver (azarosa o premeditadamente en la misma sala de los futbolistas), los tuvo que poner a su propia obra un autor considerado la gloria nacional, Gustav Klimt: en 1898, en su maravilloso afiche que promocionaba la primera exposición de la recién nacida Sezessionsstil aparecía un hombre desnudo cuyos genitales fueron “borrados” bajo la presión de las autoridades, que lo obligaron a una segunda versión del póster, la que efectivamente circuló (con una solución más elegante que la actual, obvio: a través de unas ramas de árbol que Klimt ubicó estratégicamente en la composición).

Eterno retorno, pero probablemente la polémica entre el Leopold y los ofendidos ayudó a lograr el éxito de la exhibición. Hasta la fecha resulta la muestra más visitada de los últimos tiempos en Austria (supera incluso la retrospectiva para los 150 años del mismo Klimt), tanto que se decidió prolongarla un mes más: ahora todos tienen la posibilidad de ver penes más o menos famosos. Porque es obvio que el objeto de deseo y mareo aquí es, sobre todo, el órgano reproductor masculino (el verdadero tabú del desnudo varonil: ¿quién se turba al ver a un nadador en las olimpíadas o un modelo de ropa interior hoy en día?), así como la apuesta filosófica del asunto es naturalmente considerar la otra cara de la medalla: luego de la avasallante predominancia de desnudos femeninos en la historia (tanto en cantidad como en exposición), su evidente degradación en los medios masivos y la consiguiente consolidación del male gaze teorizado por Laura Mulvey -o sea, la mirada masculina entrenada en una especie de reificación automática del cuerpo de la mujer- es tiempo de indagar a fondo su “contraparte”. El corte de estos Hombres desnudos es histórico-temático (y absolutamente EEUUro-céntrico). Muchas salas, con una docena de obras cada una, tratan de iluminar, siguiendo un filo cronológico (con algunas grietas), cuestiones como “Las clases de desnudo y sus consecuencias”, “El ideal clásico”, “El héroe como patrón cultural”, “El baño social”, “El yo entre normas y revueltas”, “Miradas femeninas y masculinas” (gay): las piezas (en su mayoría pinturas y fotos) son todas de gran interés y calidad, por supuesto (de un malicioso torso de Ingres, 1800 circa, que corta el cuadro justo “ahí”, al enorme y divertido panel Spit Law, 1997, de Gilbert & George, pasando por maravillas menores como un gran óleo de Sascha Schneider y un autorretrato de Richard Gerstl,
ambos de la primera década del siglo XX), pero ya un primer vistazo deja entender que el real sujeto del escándalo tiene una presencia mínima, marginal. En este sentido, el envoltorio promete mucho más que el contenido: aparte de los penes censurados de los afiches, la otra presencia impactante que causó revuelo en la capital centroeuropea es la enorme obra que da la bienvenida a los visitadores, cerca de la escalera de entrada, y que todos pueden ver, incluso los que no quieren acceder al museo: creación de la austríaca Ilse Haider, se trata de la gigantografía de un hombre, Mr. Big, acostado al estilo Sirenita, que mira desafiante hacia delante, sin dejar imaginar nada de su anatomía. Un interesante sistema de superposición de planos fotográficos distintos permite meterse dentro de la pieza y hacerse fotografiar en zonas más o menos cachondas (cosa que, como subrayan neciamente los diarios locales, harían más las mujeres): seguramente está entre las piezas más entretenidas de la colección, pero despista con respecto a lo que se puede ver, una vez adentro.

Paradójicamente -algo que, al estar la muestra ubicada en la ciudad natal del psicoanálisis, adquiere reflejos casi caricaturescos-, la exhibición se revela decididamente parca en ostentaciones atrevidas y a la postre casi púdica. Es cierto que hasta la primera mitad del siglo XX la “hoja de parra” mental persistía en la conciencia de artistas y público (lo exhibido, salvo unas pocas piezas grecorromanas, cubre sobre todo los últimos 200 años), pero hay muchísimas excepciones. Sin embargo, los aspectos más ásperos del tema son limitadísimos (se puede destacar la foto “masturbatoria” de Annika von Hausswolff) y artistas notoriamente explícitos -por ejemplo, el fotógrafo alemán Wilhelm von Gloeden y sus jóvenes sicilianos fin de siècle en poses helénicas- se hacen presentes con imágenes castigadas. También a la hora de elegir entre las piezas del otro campeón austríaco, Egon Schiele, peso pesado del arte erótico (el Leopold puede preciarse de la mayor colección del mundo de este artista), y más allá de la indudable belleza de lo expuesto, se hubiera podido osar más (en una de las acuarelas, que aparece también en el plegable del museo, su autorretrato “mima” con el brazo, sublimándola, la excitación sexual).

Claro está que la tarea era difícil: una muestra que trata de concentrar las metamorfosis de la proyección simbólica que la fragilidad de la figura del Padre desnudo (cada hombre es siempre “el padre”, comentaría un ilustre ciudadano austríaco), que ha atravesado épocas y lugares distintos, siempre carecerá de algo. Sin embargo, pese a esta extraña mezcla de temeridad y decencia, Hombres desnudos logra armar un trazado creíble, fusionando visiones del cuerpo dentro del corset académico, vale decir, una especie de neutralización del poder voluptuoso de la desnudez (registrado en las notables sesiones de dibujos pintadas por Tancrède Bastet y Martín Ferdinand Quadal), con su uso furioso, expresión de atoramientos interiores (hay un Bacon, un Otto Muhl, un Anton Kolig y un Alfred Courmes de asombrosa potencia pictórica), y con su idealización irónicamente cultual (el falo “decrépito” Fillette de Louise Bourgeois o las tapas kitsch de la revista The Male Figure, fotografiadas en los 50 por Bruce of Los Ángeles).

Sin dudas, entre lo más destacable están las visiones femeninas, en realidad, numéricamente escasas, pero que rescatan, entre otras cosas, un trabajo de la polaca Katarzyna Kozyra, Baño para hombres, presentado en Venecia en 1999 y ahora ampliado para el Leopold (ocupando una sala entera, sumergida en la oscuridad y con varias pantallas acomodadas como para formar una habitación envolvente, se torna de alguna manera “central”). En él, la artista disfrazada de hombre graba a escondidas el comportamiento masculino dentro de un baño turco sin ser percibida como elemento ajeno, dando testimonio de la relación social entre personas del mismo sexo en un contexto de desnudez completa y de relajamiento (suerte de antítesis al antagonismo que a menudo caracteriza la “arena” pública de los varones). Difícilmente confiable como documento antropológico, el video posee algo de hipnótico y opera una especie de de-erotización sorprendente (existe también una versión “femenil” de la obra).

Finalmente, cabe señalar la casi ausencia de una especie de subgénero dentro de la tópica: la erección, tal vez el más problemático y amenazador a la hora de representar penes, tanto a nivel psicológico como a nivel de aceptación pública de algo generalmente considerado obsceno (y que traza a menudo el límite entre soft y hard -valga el chiste verbal-, entre lo tolerable y lo intolerable, entre el deseo potencial y el deseo realizado). En este caso los curadores de la exposición también fueron (quizá demasiado) cautelosos.

A una previsible foto de Robert Mapplethorpe -quizá el artista, junto con Kalervo Palsa (aquí inexplicablemente ausente), que más ha “tratado” el tema-, le agregaron, por suerte, Lynda Benglis y su famosa página de propaganda publicada en un número de 
Artforum de 1974: la artista desnuda que, en pose entre agresiva y sexy, alardea un gigantesco pene erecto de goma. Aquella foto fue un tornado. Luego de su publicación la célebre revista perdió miles de suscritores y una parte de sus críticos, encabezada por Rosalind Krauss, la dejó disgustadas para fundar otra mítica revista, October. El mensaje de aquella obra persiste tan intenso y contradictorio (¿es una cáustica y sacrosanta revancha de la mujer frente a cierta marginalización del género femenino en las artes con anexa tomada de pelo a la ecuación falo/poder, o una suerte de vulgar e involuntaria confirmación de la envidia del pene, idea en aquel momento ya desechada, de freudiana memoria?) que es imposible no pensar en qué hubiera pasado si las calles de Viena en vez de futbolistas desnudos y sonrientes se hubieran llenados de una imagen como ésa, tan pesada simbólica y gráficamente aún 40 años después de su realización.