A pocos años de comenzada la experiencia frenteamplista, en el gobierno empezaron a oírse voces reclamando profundizar la “redistribución”, señalando que se ha crecido mucho pero “los de abajo” no están recibiendo nada. Se dice que es necesario “dar un giro a la izquierda y profundizar los cambios” y que la política económica se ha centrado demasiado en el crecimiento y se hace poco por mejorar la distribución. La demanda de nuevos impuestos (que vienen últimamente desde sectores del propio gobierno) llegan sin mucha atención a cuánto recaudarían, ni en qué se utilizarían los recursos obtenidos: todo está centrado en quién debería pagarlos.
En los últimos años Uruguay compatibilizó altas tasas de crecimiento con una mejora progresiva de la distribución. Todos los indicadores disponibles lo señalan: el Índice de Gini, la relación entre los ingresos de pobres y ricos e, incluso, aumenta lentamente la participación de la masa salarial en el ingreso nacional. No se trata de un logro único en el mundo, pero tampoco es, ni de cerca, lo más común. La mayoría de las experiencias recientes de crecimiento en la globalización va acompañada de concentración económica; China, Europa y Estados Unidos son ejemplos de ello.
Y este logro no es casualidad. Las reformas recientes se han centrado básicamente en aspectos distributivos: negociación colectiva obligatoria, ley de tercerizaciones, ley de fueros sindicales. Todo esto buscando modificar la relación de fuerzas entre trabajo y capital en el epicentro mismo de las relaciones de producción capitalistas. Esto se acompañó de una política activa en términos de salarios mínimos que estableció un piso que ha sido siempre creciente. Para la mayoría de los uruguayos, el sistema de salud se “socializó”, de forma que la salud pasó de tener un precio, como cualquier mercancía, a ser un derecho en el que cada uno aporta de acuerdo a sus ingresos. La reforma tributaria modificó una estructura basada casi exclusivamente en impuestos al consumo (que son regresivos) a otra en la que los impuestos directos tienen más peso, logrando que cientos de miles de trabajadores (sí, cientos de miles) dejen de pagar Impuesto a la Renta Personal y no lleguen a pagar (o paguen menos) Impuesto a la Renta de las Personas Físicas.
Estos cambios profundos se gestaron casi completamente en el primer período de gobierno del FA (de “apenas progresistas”), lo que resulta llamativo, ya que la mayor parte de las voces que reclama "más redistribución" proviene de sectores, a priori, más identificados con este segundo gobierno (de “verdaderos revolucionarios”).
Las reformas se combinaron con una política macroeconómica prudente y seria y, junto con un contexto internacional favorable, generaron altas tasas de crecimiento que permitieron logros que de tan vertiginosos no les damos la importancia histórica que tienen. Señalo algunos: 250.000 nuevos puestos de trabajo, crecimiento salarial mayor al 40% real, caída de la informalidad laboral a la mitad, se triplicó el salario mínimo en términos reales y la pobreza se redujo 60% (¡600.000 personas!). Un país que era históricamente expulsor de gente, lentamente se convierte en receptor de inmigrantes o retornantes. No es poca cosa.
Al contrario de los que reclaman "mas redistribución", creo que "la pata más floja" ha estado del lado del crecimiento, ya que buena parte de éste ha dependido de condiciones internacionales favorables. El hecho de que en los 90, con condiciones internacionales incluso mejores, no se haya crecido ni cerca lo que en este período no debe hacernos perder de vista la vulnerabilidad actual. Ante una reversión de las condiciones externas, el crecimiento va ceder y el riesgo de retroceder dramáticamente en las conquistas enumeradas es enorme. El 75% de nuestras exportaciones de bienes son productos primarios cuyos precios dependen del contexto externo. El contenido tecnológico de nuestra estructura productiva es muy bajo, lo que pone en duda las posibilidades de que el país pueda insertarse favorablemente en un mundo en plena revolución tecnológica, rompiendo los viejos lazos de dependencia.
Es fundamental la transformación estructural de la economía que incorpore la innovación a todo nivel y permita que la inteligencia ocupe el lugar que hasta ahora han ocupado las ventajas radicadas en los recursos naturales. A pesar del esfuerzo presupuestal formidable, el sistema educativo arrastra falencias enormes. Esto afecta al crecimiento económico -porque no es posible diversificación productiva con valor agregado sin trabajadores (y empresarios) altamente calificados- pero también la igualdad social. Una educación de calidad para aquellos que llegan al sistema con mayores desventajas requiere mucho más de cuatro horas diarias de contacto con educadores. ¿Por que no discutimos la universalización de la educación pública de tiempo completo, digamos, al menos hasta los 14 años?
El sistema nacional de cuidados, sobre el que se ha avanzado incipientemente, necesita profundizarse, para permitir atender adecuadamente a la primera infancia y asegurarnos una población con alto potencial productivo, además de defender el derecho básico del ser humano a desarrollar al máximo su potencial. Y ni que hablar del efecto que tendría en el acceso al mercado de trabajo de las mujeres de estratos socioeconómico bajo y medio bajo.
Pero claro, estas propuestas cuestan dinero, mucho más que el que se dispone en el presupuesto. Basta, por ejemplo, con pensar que habría que duplicar la cantidad de edificios escolares para funcionar en doble horario, duplicar las horas docentes, etcétera. Habrá que pensar en pasos progresivos. Esto no se hace en cinco años, pero hay que empezar.
Si en esto estamos de acuerdo, podremos, ahora sí, empezar a hablar de impuestos y quién debería pagarlos. Pero no para la tribuna o para “la redistribución” en abstracto, sino con un objetivo concreto: profundizar el crecimiento, mejorando la distribución.