Son los últimos días de la tan publicitada Bienal de Montevideo: una guía crítica puede resultar útil a quien quiera aprovechar de lo que queda de tiempo para ir a verla, y funcionar, simultáneamente, como reflexión conclusiva sobre el evento. ¿Cuándo la heterogeneidad se vuelve falta de cohesión? Cuando es asumida una postura de máxima apertura (aparentemente, no hay medio ni proyección ideológica que falten en esta Bienal, rozando a menudo el anything goes) las piezas se superponen sin ninguna continuidad, ni base común: El Gran Sur, eje temático de esta Bienal, resulta, a la postre, poco abarcativo como para incluirlo, congruentemente, todo o demasiado genérico, según el punto de vista. Ideas y piezas tan disímiles produjeron más un efecto de mera acumulación que una “narrativa”, permaneciendo incomunicadas entre sí: dado un tema, y por cuanto caótica adrede esta narrativa se pueda armar, debería poderse distinguir.

Bienal de Montevideo. El Gran Sur.

Curador general Alfons Hug, co-curadoras Paz Guevara y Patricia Bentancur. Casa Central BROU (Cerrito 351), Edificio Anexo BROU (Zabala 1520), Edificio Atarazana (Zabala 1583), Iglesia San Francisco de Asís (Solís 1469). Hasta el 30 de marzo.

Posiblemente la apuesta logística fue demasiado alta y no ayudó a crear consistencia: la sede central del BROU, más que dar carácter a lo expuesto, chupa ávida y ególatra la energía y el protagonismo a las propuestas, que quedan aplastadas (bajo la cúpula y un vacío enorme) o encasilladas fríamente (en las “celdas” laterales). Sobre la cuestionable y cuestionada elección de juntar a todas las obras audiovisuales en un espacio aparte, el Anexo de la calle Zabala, y mostrarlas una al lado de la otra sin divisiones (salvo un puñado de videos que, misteriosamente, quedaron en la sede principal con las demás piezas), el resultado final -una enorme y pulsante caja negra-parece justificar la decisión. Resulta casi opuesta, con su efecto de intimidad entre cámara oscura y delirante multisala de cine, al aire de titánica feria que se respira en la sede central. Curiosa y paradójicamente, los videos parecen ganar importancia por el hacinamiento convulso de imágenes en movimiento y el disparo sensorial que ello produce: en vez de distraer, obliga el espectador a una atención que normalmente no se suele prestar a los videos. De todas maneras, hay que remarcar que para las piezas donde escuchar el audio con “disturbios” hubiera comprometido irremediablemente la comprensión de los mismos, se optó por un relativo aislamiento.

Obras

En términos de obras, también la calidad, no sólo las tipologías, fue muy abigarrada. Lo que sigue es un rápido recorrido de lo que más se destaca, para bien o para mal (agrandable o reducible, en fin debatible, por supuesto, como todo escueto florilegio).

Kilombo de Bernardo Oyarzún (Chile). Por su posicionamiento -básicamente la primera obra que se ve entrando en el gran edificio- delude doblemente. Esta réplica en papel maché de varias figuras del carnaval, desconcierta por su pobreza de ejecución y conceptual: trasladar el simulacro de la fiesta popular más importante del país, plenamente integrada en el tejido social, en el medio de un banco, carece de cualquier tipo de real complicación y/o afán estético.

El gabinete de las máquinas del capital de Mark Dion (EEUU). La pieza de quien es, probablemente, el artista internacionalmente más célebre, entre los elegidos: su típico trabajo sobre el archivo, en forma de una enorme estantería, alardea piezas disparatadas encontradas en las oficinas del BROU. No se le puede negar cierta potencia, pero esta arqueología del pasado próximo (o incluso arqueología del presente, dado que la mayoría de los objetos empleados siguen siendo utilizados) se reduce a una vitrina de bienes agigantada que se estrecha tajantemente una vez sumergida en “el templo del dinero”.

El árbol-frankenstein (sin título) de Gabriela Albergaria (Portugal). Es quizá la única pieza que logra realmente enfrentar su contexto: monstruo vegetal obtenido “cosiendo” -con técnica agronómica vigente- troncos y ramas de varias especies autóctonas e importadas, desafía con su naturalidad artificial el peso arquitectónico del edificio, metaforizando, por supuesto, todo tipo de implantes, sus provechos y sus debilidades.

U from Uruguay de Martín Sastre (Uruguay). La “obra-escándalo” del evento (cada Bienal tiene que tener una) o, por lo menos, la única que causó un mínimo revuelo mediático. Es el comercial de un (falso) perfume extraído de las flores que planta el presidente José Mujica -justo durante el momento en que fue definido el “presidente más pobre del mundo”-, filmado con técnica y estética publicitarias corrientes: adhiere tanto al vigente modelo de propaganda elitista e insulsa que termina totalmente fagocitado por lo que debería “criticar”.

42 retratos parciales de los presidentes de un banco, de Jorge Satorre (México). Además de ser una de las pocas instancias pictóricas de la Bienal, funciona como un perfecto mix de agitación conceptual y lenguaje clásico. Siguiendo el paradigma indiciario que se desarrolla desde Giovanni Morelli a Carlo Ginzburg y con la ayuda de una semióloga y un psicoanalista uruguayos, Satorre extrae, de los retratos de los directores del banco, detalles aparentemente nimios que deberían revelar nudos ocultos de sus personalidades y por ende de lo que “representan” oficialmente, instaurando una (micro) historia personal del poder, centrada en sus pliegues.

El sol del porvenir de Luca Vitone (Italia). El único artista que enfrenta directamente el tema del dinero con una doble intervención en las cajas del banco: por un lado, una selva de hiedras que debería llenarlas (aunque evidentemente no crecieron lo suficiente como para cambiar el aspecto de éstas), borrando definitivamente la memoria de su función; por el otro, falsos billetes uruguayos de distintas épocas, que se reparten gratuitamente y que en lugar de hombres ilustres reproducen una serie de islas de la tradición utópica-fantástica y aforismos (singularidad vs. multitud, realidad vs. ensueños).

Luna con dormilones de Pablo Uribe (Uruguay). El meteorólogo mediático Núbel Cisneros que, impasible, relata lo que parece un pronóstico del tiempo, pero que se refiere, en realidad -aunque no haya enganches visuales que lo manifiesten- a una famosa pintura de José Cúneo. Sutil meditación, a través de un deslinde culto, sobre lenguaje técnico y expresividad, exactitud y vaguedad, palabra e imaginación.

Gente empujando de Chen Chieh-Jen (China). Más de 17 minutos en que un conjunto de cabezas y brazos -únicos elementos a la vista- empujan una gran chapa corrugada verde (que, según la explicación, recubre los techos de muchas construcciones, legales e ilegales, de Taiwán): el movimiento no se percibe y la tremenda fuerza que aparece aplicada en la tarea se desvanece en el aire.

Dibujo sobre polvo de Olmo Blanco (España). En una Bienal donde algunas obras no escatiman cierto grandeur -la mencionada estantería de Dion, pero también el monumental collage de Juan Burgos o el larguísimo y suntuoso video del Grupo PROVMYZA- la precariedad extrema de este trazado sobre el polvo acumulado en el mostrador principal, armado con patrones geométricos antiguos, resulta casi conmovedora, explicitando la dosis de inconsistencia inmanente en cada pieza -y tal vez en toda Bienal- a pesar de su pretendida solidez. En la misma línea minimal cabe nombrar al chino Yang Xinguang y su liliputiense foresta de Puntas de árboles.

El Espejo y la Tarde de Dias & Riedweg (Brasil/Alemania). Nueve minutos de interminables ventanas que se abren dentro de otras ventanas, mostrando un hombre que camina, con un espejo bajo el brazo, a través de una favela que está siendo reformada: el juego del picture-in-picture, el aire crepuscular, el piano que toca un motivo tierno, diluyen en vez de amplificar las contradicciones del ambiente que el paseo exhibe.

Enemigo Invisible de Guilherme Peters (Brasil). La premisa es un poco burda: adoptando el punto de vista de los videojuegos estilo Doom, se filma a un soldado armado que avanza en lugares sombríos y desiertos buscando a un enemigo que no existe: sin embargo, el tedio que procura da en el blanco y erige una ecuación belicismo= vacuidad de notable impacto (y hay también que remarcar el inesperado diálogo que instaura, a puro nivel visual, con la obra de Derren Almond, Fuerza ártica).