-¿Por qué Boal y el Teatro del Oprimido?

-Porque como directora de teatro estaba trabajando más bien musicales, y comencé a darme cuenta de que se dividían las cosas. El valor del musical no me satisfacía y coincidió que en esa época conocí a Boal personalmente. Al trabajar con él aprendí mucho y me sedujo el concepto del Teatro del Oprimido, aunque había cosas con las que no estaba de acuerdo.

-¿Con qué no estabas de acuerdo?

-El Teatro del Oprimido puede ser muy fuerte y toca mucho a las personas. Si bien dice que no es terapia, tiene un beneficio terapéutico, lo que es una línea muy fina. Y cuando uno hace ejercicios -como convertirse en un policía mentalmente-, a veces la gente comienza y después no sabe cómo seguir, o no siempre tiene una guía para saber qué hacer. Y si toca jugar con cosas psicológicas creo que hay que saber cómo seguir con eso.

-Este teatro nace con Boal y con Paulo Freire y sus técnicas pedagógicas en las décadas del 60 y 70 en Latinoamérica. ¿Creés que esta manifestación teatral funciona fuera del contexto donde fue pensado?

-Sí, aunque con variaciones. Porque el trabajo de Freire, por ejemplo, son cosas que se pueden aplicar ahora como en esa época. Mi problema con este teatro es que a veces creo que tuvo que cambiar con los tiempos y aceptar que el mundo cambió y avanzar en eso. Hay momentos en que se apega demasiado al pasado. El Teatro del Oprimido es más apreciado fuera de Sudamérica que dentro.

-¿Qué diferencias notás al aplicarlo en Gran Bretaña y en Paraguay?

-Lo que me impactó mucho de la violencia doméstica es que existe en cualquier país del mundo. Tenemos un proyecto de violencia doméstica en África, en un campo de refugiados, por ejemplo. En cada país la gente dice las mismas cosas; muchas de las víctimas dan las mismas razones de por qué quedaron en determinadas situaciones, justificaciones; igual es el caso de los victimarios. No importa el país, la cultura o el idioma, dicen lo mismo. Como proyecto es igual, como obra es distinta.

-Es una suerte de generador de conciencia tanto para el individuo como para la comunidad...

-Claro, es una forma de entenderse mejor a uno mismo, al manejo de sus sentimientos y tener herramientas al respecto. Para mí realmente funciona en problemáticas mundiales. Hicimos un proyecto hace dos años en Gran Bretaña con un grupo de víctimas de violencia, ahí conocí la historia de una mujer que me conmovió mucho, así que le pedí su historia para contarla. La llevamos a otros grupos de víctimas, a la cárcel, a niños que vienen de familias violentas. La obra basada en esa historia la estrenamos hace tres semanas en Paraguay (con elenco paraguayo), con pequeños cambios de adaptación. Hay lenguajes y cosas que pasan en Gran Bretaña y no en Sudamérica. Tanto Gabriela Iribarren como Agustín Maggi -los actores de la pieza en Montevideo- comprendieron muy bien cómo funciona en este caso la violencia doméstica y cómo trabajarla.

-¿Cuáles son las transformaciones más significativas que viviste?

-Vi que hay cosas muy obvias para gente que lo ve de afuera, pero no es nada obvio para los que padecen la violencia. Con las técnicas del Teatro del Oprimido pueden ver cosas que no habían podido ver antes. Por ejemplo, en un ejercicio con hombres, uno de ellos se dio cuenta repentinamente de que cuando era niño había visto a su padre abusar de su madre, y él había repetido esa conducta. Vinculó lo que él vivió y lo que estaba haciendo. Y para nosotros parece muy obvio, pero para él, no. Y cuando se dio cuenta no podía manejar la idea de que sus hijos ahora lo estaban viendo igual. Y ahí hizo un gran cambio en su vida. Lo increíble es que había hecho mucha terapia pero nunca se había dado cuenta. Y muchos dicen lo mismo, que es una forma más directa de acceso. Lo importante de esto son los talleres de teatro porque todos tienen tiempos distintos y con ellos les damos el tiempo necesario. Respeta más al individuo, su proceso, no tiene nada que ver con ir a un taller para hombres violentos, por ejemplo, como si las historias y las respuestas fueran todas las mismas.

-¿Cómo llegaste a trabajar con víctimas de la tortura en Paraguay?

-Al estar trabajando como consejera ofrecí mi ayuda. Tuve la idea de investigar algunas cosas en Paraguay que son muy distintas, hay un silencio increíble sobre la dictadura. Y yo estaba muy interesada en investigar eso para ayudar a la gente a tener una voz, a que puedan hablar de sus experiencias. Esto es algo que creció mucho. Comenzamos con un proyecto muy chico y después terminamos haciendo lo mismo en Argentina y en Chile. Condenamos el acto de las personas pero no a las personas mismas. Por eso el proyecto toca a un grupo de víctimas de la tortura y a otro con sus torturadores, porque no buscamos juzgar; aunque los actos sean malos, buscamos entenderlos. Si van a cambiar las cosas necesitamos entenderlas y escucharlas de ambos lados.

-¿Y cómo se percibe por parte de las víctimas?

-Ellos entienden bien. Los proyectos son de Teatro Aplicado, desde la psicología, y a veces lo combinamos con una obra, hecha de verdad, con la historia de la propia gente con la que trabajamos. En el primer año (2005), por ejemplo, hicimos un trabajo sobre una de las víctimas de tortura. Estrenamos en Paraguay y luego nos fuimos a Europa por tres meses, con la víctima actuando en la obra. Pero al año siguiente hicimos una obra sobre los torturadores.

-¿Con alguno de ellos presente en escena?

-No, ahí sería más un espectáculo por razones equivocadas. Es que la obra sólo cuenta una historia, aquello que ellos contaron. El público puede escuchar y ver lo que piensan. Cuando hicimos la obra sobre los torturadores muchas personas se molestaron, y fueron las propias víctimas que la defendieron diciendo que era necesario escucharlo, ya que dentro de todos nosotros están la víctima y el victimario. Tenemos que verlo y aceptarlo para entender las acciones de los otros. Cuando comencé a trabajar con los torturadores fue muy difícil. Al ser difícil, un día le pregunté a uno de ellos que me contara por qué hizo lo que hizo para poder entenderlo. Me contó que en medio de la noche los militares fueron a su casa, se llevaron a su esposa y sus hijos. Le dijeron “o trabajas con nosotros o los matamos”. Y ahí me preguntó: “Jennifer, si eso te pasara a vos, ¿qué hubieras hecho?”. Y ahí me sentí muy mal porque me di cuenta de que no hay una elección buena. Yo conocí a gente que decidió trabajar para los militares y a otra que dijo “no” y su familia fue asesinada. Aprendí que las cosas no son blancas o negras, tenemos que buscar formas de escuchar toda la historia. No significa que no vamos a tomar una decisión o una reacción, pero tenemos que intentar escuchar todo. Por supuesto que algunos me dijeron “tenemos talento para la tortura y eso hicimos”, lo que obviamente es otra manera de pensar.

-¿Cómo se da la supuesta conciliación?

-En los proyectos no estamos buscando juzgar a la gente, sino que buscamos entender conductas. No es mi lugar de decisión, no puedo decir “él es malo o bueno”, sino coleccionar las historias y buscar formas de usar esas historias para educar a otros o para informar a los demás y que puedan conocerlo. En la obra que haremos acá -Hasta que la muerte nos separe- nosotros trabajamos con víctimas de la violencia doméstica y a la vez con grupos de hombres presos que mataron a sus parejas en Gran Bretaña. La idea, de nuevo, es entender las conductas. Claro que son malas, pero tenemos que buscar las formas de entender cómo eso pasó. Juzgando a las personas no se va a tener ninguna salida. Como siempre les digo a ellos: “No estoy acá para juzgarlos a ustedes, que desde ya están juzgados, por eso están en la cárcel. Mi trabajo ahora es entender por qué ustedes hicieron lo que hicieron”.