Pintar las paredes de negro del tercer y cuarto piso del Museo Torres García resulta providencial -junto a una iluminación toda sugestión y contrastes (aunque, desde ciertos ángulos, las luces encandilen al transeúnte)- para resaltar las calidades volumétricas y elásticas de las obras de Eduardo Yepes que conforman esta amplia retrospectiva, donando al conjunto un aspecto hierático, muy acorde con la idea que nutre la obra de este escultor (así escribía Yepes en un plan de enseñanza: “La obra de arte es más absoluta cuando está hecha de tal manera que no permite ninguna clase de diálogo entre el espectador y ella. Es decir que debe tener tanta fuerza que el espectador quede mudo”). De hecho, conviene declararlo de entrada: la pujanza de sus esculturas es la solemnidad, aunque se trate, siempre, de una solemnidad problemática, no ajena al nerviosismo de las formas, a los huecos (reales y metafóricos) de una imponencia densa, pero a la vez manchada de incertidumbre, hija quizá de los orígenes de su oficio, la España revoltosa de fines de los 20 y principios de los 30 (tanto que, como recuerda Gabriel Peluffo en el catálogo, Rafael Benet hablando de la segunda fase ibérica, ya en plenos años 40, señalaba cómo Yepes “viene a desmentir […] que la polémica ultraísta esté clausurada”).

La cuestión geográfica, de todas formas, es en el caso de Yepes, si no problemática, por lo menos compleja: nacido en Madrid en 1910, dividió su vida entre su país natal y Uruguay (con una etapa de exilio francés, durante el franquismo), primero cuando se casó con la hija de Torres García, la exquisita dibujante Olimpia, en 1934 -un par de años de estadía en Montevideo-, y luego en 1948, cuando volvió para quedarse (y fallecer “uruguayo” en 1978, luego de haber sido profesor de un Taller Fundamental de Escultura en la Escuela Nacional de Bellas Artes, de 1961 a 1973, y ganado notoriedad y premios de todo tipo en el país). Más enredada todavía fue su relación con el suegro: no es el caso de desenmarañarla acá, pero luego del acercamiento en Madrid en 1930, donde había formado parte del grupo de artistas que, bajo el égida torresgarciana, constituían el Grupo de Arte Constructivo (junto, entre otros, a Alberto Sánchez -gran amigo de Barradas- y Maruja Mallo, que vivirá luego un largo período de su vida en Buenos Aires), empieza a complicarse. Para el joven y, en cierto sentido, rebelde Yepes no resultó cómodo acostumbrarse a las reglas de Torres García (sin contar las ulteriores complicaciones de formar parte de su familia), algo que lo llevará a un alejamiento del taller: lo que resulta evidente es que a nivel de influencias teóricas y/o prácticas quedan muy pocos rastros patentes de la doctrina del maestro uruguayo.

La exposición empieza con obras de los años de formación (vale decir, alrededor de 1930) que muestran una fibra descomunal, basada en la administración de huecos y curvas sinuosas, que consumen, domesticándola, la superficie: la presencia maciza y ligera a la vez de Génesis, especie de secreto monolito-cerradura (retomada años después y en diferentes materiales y concebida para ser instalada frente al mar), o el titánico Cráneo, cercano a formas fósiles milenarias, cuyos rasgos vagamente antropomorfos se esfuman en un grumo calcáreo ya irremediablemente metafísico. Frente a dichas formas indeterminadas y elementalmente “biológicas”, choca ver la resplandeciente cabeza de Olimpia, cronológicamente cercana a ellas, 1933, pero tan diferente desde el punto de vista formal. Ahí se vislumbra lo que será una de las características más contundentes de Yepes, el juego sutilísimo entre llenos y huecos, sobre todo en los bustos: aquellos ojos vacíos y cierta gracia general parecen la solidificación de los mejores retratos barradianos. En este sentido, cabe hacer un salto adelante para destacar la impresionante cabeza de José Battle y Ordoñez de 1955, más bien una máscara, en la que los atributos morfológicos del político se adensan casi convulsos, dejando en el medio de la cara un agujero, que demuele toda continuidad entre lo que es obra y espacio (y unos agujeros casi citológicos permiten encajes ágiles -por ejemplo, en Centauros con aro de 1955- muy cercanos a cierta escultura de Alberto Sánchez, los dos acomunados, como sugiere Peluffo, por ciertas frecuentaciones parasurrealistas).

Impresiona, dando vueltas por las salas, y observando obras sobre todo de las décadas del 50 y 60, la heterogeneidad del artista. Variedad de estilo: se mueve con extrema agilidad entre lo abstracto y lo figurativo (este último, sobre todo en la segunda época de su carrera), entre el “surrealismo telúrico” y los bustos expresionistas, pasando por temáticas religiosas (unas cuantas maternidades, un cristo) e incluso por posturas políticas directas, por ejemplo, en Lucha (acá en una versión de 1938, esculpida en plena guerra civil española: Yepes se enlistó en el Ejército Republicano). Variedad de materiales: bronce, barro, yeso, resina, cemento, etcétera (quizá la única falla de la muestra: los carteles no indican de qué material están hechas las obras). Esta extrema pluralidad se debe, paradójicamente, a una concepción tan abarcativa del quehacer escultórico, que al buscar consistencia, produce diversidad. Acá puede iluminar una carta en la que el artista declaraba, omnívoro, que “todo el arte es representativo. […] De ideas, sensaciones, de formas conocidas No tengo una posición de partido; […] quiero ser entero, entero en mi instinto de escultor”. Finalmente, subrayada la importancia del hueco en la concepción yepesiana de escultura, resulta pasmoso enfrentarse a piezas que ostentan masas monstruosas, casi agobiantes por su tamaño. Es el caso de una de sus cabezas más logradas, la de Artigas, comisionada en 1964 por la Agrupación Universitaria del Uruguay (ya en fase fermentativa de contestación): “absolutamente antioficialista”, como la denomina Peluffo, y que rehumaniza el ícono congelado históricamente, volviendo su expresión un mar frenético de olas agitadas. El mejor Yepes monumentaliza, eterniza lo huidizo. En efecto, luego de visitar Yepes. La emoción del espacio es difícil no estar de acuerdo con algunas de las palabras que el pintor y crítico Hans Platshek escribió en 1949, luego de ver una célebre exhibición del español en el Ateneo. Individuaba en algunas complicaciones de las materias, “subformas”, “ramificaciones misteriosas”, “huecos distribuidos como para azar”, “pliegues”, la intención de “impregnar ciertos símbolos con lo infinito”. Vale la pena concluir, entonces, citando sus conclusiones: “Parecen ser dictadas estas fragmentaciones no para variar la estatua sino para desvanecer los contornos, para sugerirnos que no es solamente el ritmo que la circunscribe lo que determina su realce, sino que este ritmo puede continuar ad infinitum dentro de la misma obra”.