Para muchos, el modelo del canal Netflix es el futuro de la televisión, aunque de hecho ya no es exactamente televisión; Netflix ofrece un catálogo de películas y series en formato streaming (es decir, que se ve directamente sin tener que bajar la película al disco duro de la computadora) al que se puede acceder vía internet a cambio del pago de una suscripción. Un formato tan exitoso que le permitió al canal jugársela y producir una serie propia, cuyos 12 capítulos puso a disposición simultáneamente hace un par de meses, y que pasó de inmediato a competir con la televisión de alto presupuesto (y nivel) propuesta por canales de cable como HBO y AMC.
La serie presentada por Netflix no es un producto cualquiera; se trata de una lujosa y flamante versión de una novela de Michael Dobbs que había sido llevada a la pantalla chica por la BBC en 1990. Esta versión estadounidense fue producida por el reconocido director David Fincher, quien además dirigió algunos capítulos, contando además con un elenco de figuras cinematográficas como Kevin Spacey y Robin Wright.
Presentada como un thriller político, House of Cards cuenta la historia de un whip de un gobierno ficticio, pero contemporáneo, de Estados Unidos. El whip (látigo) es una figura parlamentaria habitual en los países anglosajones pero que no existe entre nuestros legisladores (al menos oficialmente), aunque tiene algunas cosas en común con el jefe de bancada. Los whips son los encargados de asegurar el quórum en las votaciones, de convencer a los legisladores disidentes, organizar campañas, negociar con la oposición, hacer de nexo con el Poder Ejecutivo y calcular previamente si una propuesta va a ser o no aprobada (y obrar en consecuencia), es decir: un rol importantísimo pero que, por su propia dinámica de idas y vueltas, es un poder interno, sin demasiada visibilidad hacia el público ni contacto con la prensa. Es justamente por su rol de negociador y contacto entre los poderes que los whips son -en teoría- parlamentarios confiables, discretos y sin intereses políticos directos en lo que están ayudando a legislar. Paradójicamente, aunque hacen uno de los trabajos más turbios del gobierno, suelen ser personas confiables para sus colegas y, aunque en la práctica tengan mayor poder que algunos ministros, suelen ser más bien desconocidos para los votantes comunes.
House of Cards (literalmente “casa de cartas”, pero una traducción más adecuada sería “castillo de naipes”) es, justamente, la historia de Francis Underwood, un whip en rebeldía (Kevin Spacey), que -luego de ser traicionado por un presidente/primer ministro- comienza a operar estrictamente en función de sus intereses y generalmente en contra de sus compañeros de partido, tejiendo un entramado de intrigas, pequeñas traiciones y operaciones políticas que lo convierten en una suerte de villano carismático. Se ha hecho más que frecuente en la televisión actual el apoyarse en personajes moralmente grises y difíciles de catalogar como “buenos” o “malos” (pensemos en Tony Soprano, en el Matarreyes de Juego de tronos, en el Dan Draper de Mad Men), pero Francis Underwood lleva esta ambigüedad moral un paso más adelante, convirtiéndose en una figura que no se mueve por convicciones morales sino por el simple objetivo de acumular poder. No está solo en este objetivo, sino que de una forma u otra todos los personajes (periodistas, amantes y otras figuras del ámbito político) se mueven por motivaciones similares, con ocasionales destellos idealistas que rara vez terminan bien.
No es que todos los personajes sean estrictamente negativos o a lo sumo ambiguos (no hay nada reprochable), tampoco se puede encontrar un auténtico villano en esta historia. Tal vez lo más próximo sea el personaje de la mujer de Underwood, Claire (Robin Wright), capaz de moverse en aras de sus intenciones con una brutalidad aún más extrema que la de los personajes masculinos, y a pesar de que sus acciones son generalmente motivadas por causas en apariencia más nobles.
Pero en este ejercicio de ambivalencia, cada vez que uno quiere descartar a Underwood como un personaje moralmente insalvable o que, por lo contrario, está dispuesto a aceptar que se trata de un pragmático capaz de ensuciarse las manos en aras de un bien mayor (o simplemente de evitar un mal mayor), la serie da un nuevo giro que descoloca al espectador en relación a todo lo que cree saber sobre el personaje. Antes que nada, Underwood es un gatopardo, un soldado de su propia autoconservación y de su poder, pero a la vez también es un reformista, alguien que cree que ese poder no sólo es beneficioso para sí mismo, sino también para hacer las cosas mejor que el círculo de pusilánimes, fanáticos o imbéciles que lo rodean. La primera temporada de House of Cards gira alrededor de tres temas: la aprobación de una diluida reforma educacional, la campaña para gobernador de Peter Russo y la aprobación de un plan de saneamiento ecológico, ampliando así la mucho más breve versión británica, que se centraba en el simple plan de venganza de otro Francis, similar, pero con diferencias significativas.
En el vientre de la bestia
La presencia de Fincher detrás de cámaras determina desde el primer capítulo una estética nocturna y húmeda que a muchos les recordará a su película Zodíaco, al igual que Martin Scorsese con Boardwalk Empire, Fincher sólo dirigió algunos episodios, pero dejó sus parámetros estéticos tan delineados que es casi imposible distinguirlos de los dirigidos por otros colegas (entre los que se cuentan Joel Schumacher y Carl Franklin).
Mientras que en muchas series se suele jugar a no definir a qué partido pertenecen los personajes políticos (en lo que puede considerarse una asunción tácita de la falta de diferenciación entre los dos partidos tradicionales en EEUU), en House of Cards el dato demora hasta el tercer episodio en revelarse claramente, pero luego se hace explícito que Underwood es un congresal del Partido Demócrata durante una administración demócrata de la Casa Blanca. Esto tal vez sea el rasgo más radical de la serie, ya que esos personajes retorcidos, manipuladores, traicioneros y sirvientes de los lobbys de las multinacionales, son a la vez el ala más progresista de la política estadounidense. En un trabajo de elipsis que algún desprevenido podría considerar hasta un apoyo del G.O.P o Partido Republicano, los republicanos están casi completamente ausentes de la serie. Todas las grandes batallas de intrigas que se pelean en House of Cards son estrictamente endogámicas, siendo los republicanos y la derecha apenas el mar de fondo con el que los personajes ni siquiera consideran la menor posibilidad de relacionamiento. Pero este concentrado valor argumental no siempre está en correspondencia con los aspectos más obvios de la serie.
Si bien el cuidado visual y argumental de House of Cards es evidente, así como sus intenciones de superar en todos los aspectos la versión original británica, no se puede decir que los resultados estén siempre a la altura de esas intenciones. Por lo pronto, esta House of Cards reproduce una de las decisiones estructurales más jugadas de la versión inglesa: la cualidad de Francis de romper la cuarta pared y comentar/explicar las situaciones dirigiéndose directamente al espectador. En la House of Cards original este recurso funcionaba (aunque no siempre) por el tono de farsa general, que hacía de Francis un personaje picaresco, rodeado de figuras cuyo rol era, más que nada, satírico. Pero la House of Cards de Netflix, más extensa y oscura, es un proyecto mucho más dramático, en el que los personajes tienen -o pretenden tener- una dimensión psicológica mucho más profunda y relieves humanos más complejos. Entonces estas intervenciones de Francis, en lugar de iluminar otros ribetes sobre su personalidad, terminan volviéndola más plana, funcionando como una voz racional que explica e interpreta motivaciones que de quedarse en la reserva harían del personaje algo mucho más complejo y atractivo. Las alocuciones hacia el espectador al principio llaman mucho la atención, luego uno se habitúa a ellas, pero para el quinto o sexto episodio ni siquiera se sabe por qué están ahí y se convierten en algo molesto, que suena desafinado en el clima general.
También, y tratando de no revelar elementos esenciales de la trama, en algún momento se decidió dar un giro extremo en uno de los capítulos finales, que no sólo fulmina la ambivalencia moral del personaje, sino que también fulmina su credibilidad. Va a ser más bien difícil remontar la serie en una próxima temporada a partir de esta decisión más que dudosa.
Pero quedan en el haber, además de algunas virtudes antes apuntadas, algunos momentos -tal vez no casualmente aquellos en los que el argumento se desvía más de su modelo original- de la novela y la versión británica. El octavo capítulo, por ejemplo, abandona todas las intrigas para dedicarse a seguir a Underwood en un reencuentro con sus amigos de la universidad, presentando aristas inesperadas (pero compatibles) para un personaje que se había presentado en forma algo esquemática. Ahí uno ve señales de la gran serie que posiblemente Netflix se había planteado en un principio, y que por ahora parecen simplemente un grupo de excelentes intenciones fallidas. Pero por alguna parte se empieza.