“Llevé mi guitarra a una tienda de heavy metal / y les hablé sobre la regla de oro / ellos se rieron en mi cara / y me dijeron que yo era un caso espacial / el último de la raza humana / el último de la raza humana / Voy a rockear este pueblo esta noche”. (Daniel Johnston “Rock this Town”)

En 1985, en los lejanos días en los que MTV se interesaba por los artistas emergentes, el programa The Cutting Edge del canal musical cubrió la febril escena de Austin (Texas), dándole un espacio en particular a un joven y excéntrico compositor local que se había hecho conocer vendiendo casetes de sus canciones en el McDonald’s en el que trabajaba. Dichos casetes, cuyas portadas
-realizadas por él mismo - consistían en dibujos aniñados de personajes de cómics como Casper (para nosotros “Gasparín, el fantasma amistoso”) y diversas criaturas imaginarias, contenían una infinidad de temas registrados primitivamente en un radiograbador (en tiempos en que aún el rock independiente no manejaba el concepto de lo-fi) e interpretados en forma más bien tosca por un cantante de voz aguda. El cantante, compositor y dibujante era, por supuesto, Daniel Johnston, un chico de una cierta inestabilidad psíquica que, sin embargo, era capaz de producir canciones melódicamente perfectas y con unas llamativas letras que combinaban sus particulares obsesiones culturales (el ya mencionado Casper, The Beatles) con sus obsesiones emotivas, especialmente su amor no correspondido hacia una chica llamada Laurie. La calidad de las canciones, las peculiaridades de su sonido y la personalidad de Johnston llamaron la atención sobre todo en el ambiente musical, donde músicos reconocidos y orientados al experimentalismo empezaron a interesarse por la obra del compositor y su figura. Así, los melómanos de Yo La Tengo grabaron en su disco de covers acústicos Fakebook (1990) una versión de la extraordinaria “Speeding Motorcycle” y simultáneamente 
Johnston viajó a Nueva York para grabar un disco (en un estudio propiamente dicho) en colaboración con figuras de la vanguardia neoyorquina como Sonic Youth y Kramer (Bongwater). Pero las circunstancias de la grabación de este primer disco “profesional” fueron demasiado para la frágil estabilidad mental de Johnston, que tuvo una severa crisis mental y no pudo finalizar las sesiones, que igual serían editadas -junto a algunos temas en vivo- en el inquietante 1990 (una de sus obras más oscuras pero a la vez más notables).

Luego de varias internaciones y un accidente en la avioneta de su padre (provocado por el propio músico), Johnston se convirtió en una leyenda -en parte admiración musical, en parte morbo por sus enfermedades psíquicas (ha sido diagnosticado con trastorno bipolar y esquizofrenia)-, popularizado por una remera que solía utilizar Kurt Cobain y codiciado por los grandes sellos discográficos (eventualmente grabaría para Geffen, en aquel entonces el sello de Nirvana y Sonic Youth).

Luego de una prolongada internación, Johnston comenzó a producir discos nuevamente bajo la producción de músicos del calibre de Paul Leary (But-
thole Surfers) o Mark Linkous (Sparklehorse) y su carrera se ha mantenido razonablemente estable hasta estos días, editando grabaciones de nivel irregular pero en las cuales siempre se puede encontrar, como mínimo, una joya descarnada. En 2004 se editó un disco homenaje (no es el único que se le ha hecho) llamado The Late Great Daniel Johnston, que reunió para interpretar sus canciones a una formidable escudería de fans, entre los que se contaban Flaming Lips, Mercury Rev, Beck, TV on the Radio, Eels y Tom Waits. Actualmente se encuentra embarcado en su primera gira latinoamericana, en la que toca acompañado por músicos locales y que lo trae hoy, a los 52 años, a La Trastienda.

Desnudo

El crítico de arte Roger Cardinal definió -intentando traducir el concepto de art brut, concebido a su vez por el francés Jean Debuf-
fet para definir el arte realizado por fuera de las restricciones sociales- una categoría que denominaría outsider art (el término outsider es casi intraducible, pero una aproximación inexacta sería “marginado” o “de afuera”), y que muy frecuentemente se utiliza para referirse al arte realizado por creadores que, a causa de algún trastorno psíquico o cultural, realizan su obra desde un lugar estético-conceptual que no sólo no puede relacionarse con los valores sociales sino que tampoco es compatible con las reglas estéticas más o menos establecidas (incluso en las comunidades artísticas de vanguardia), a las que parecen ignorar por completo, ya sea por incomprensión de éstas o por pura genialidad. Entre los músicos outsider suele nombrarse a la cantante lírica Florence Foster Jenkins -tan mala que los teatros se llenaban de gente que no podía creer que se cantara tan mal-, al para siempre alucinado Syd Barrett (pos-Pink Floyd), al extrañísimo Harry Partch -que inventó su propio sistema de escalas basado en los microtonos-, a las Shaggs (un grupo de hermanas muy voluntariosas que decidieron grabar un disco de canciones pop de su autoría sin tener la menor idea formal de cómo tocar sus instrumentos), al psíquicamente dañado ex integrante de Moby Grape Skip Spence, y un largo etcétera, que ha tenido como resultado estudios psiquiátricos serios que relacionan los trastornos bipolares y los brotes esquizofrénicos con la creatividad.

Pero considerar a Johnston un artista outsider -salvo tal vez en su aspecto de instrumentista, que suele ignorar las nociones más básicas de tempo y cuyo aporreo de la guitarra hace recordar al de un niño no particularmente aventajado- es posiblemente un error, más allá de sus evidentes desajustes emotivos o psíquicos. Johnston compone lo que indudablemente son canciones pop bastante tradicionales y dentro de estructuras convencionales de tiempo y afinación. El mayor atractivo de estas canciones no es la situación personal de su autor, sino la brillantez de éstas y su capacidad de expresar emociones en la forma más directa, intensa y carente de especulación que se haya escuchado en la música pop.

Johnston parece incapaz de hablar sobre sus intereses directos y es dueño de una poesía distintiva por una desnudez emocional casi chocante, como en la estremecedora “Man Obssessed” en la que canta: “Él es un hombre obsesionado / Ella está estrictamente restringida / Ella es solamente negocios / y su negocio es la muerte / Él es un hombre obsesionado / Él es una plaga / La única forma en que podrías hacer que ella te mirara es morirte / ¿Por qué no te morís?”. Su complicada relación con el mundo musical también está presente continuamente como en la breve balada “Held the Hand”, que resume todos sus dolores en tres versos: “Oh, mi Señor / estoy tan aburrido / tomé de la mano al Diablo / Oh, Laura / ¿Qué se ha hecho de ti / tomé de la mano a Satán / Yo estaba en MTV / todo el mundo me estaba mirando / tomé de la mano al Diablo”, o definiendo todo el pathos del rock como si fuera un koan (la brevísima “I Picture Myself With a Guitar” se limita a decir “Veo tu cara / Me imagino a mí mismo con una guitarra”).

Profundamente autoconsciente de su inestabilidad psíquica, ésta -y el combate con sus demonios personales- también suele estar presente en sus canciones, ya sea en forma explícita (“Mind Contorted”) o extrañamente metafórica: “Sé que está bien / aprendí a pelear / maté al monstruo / Que se diga / cuando yo muera / que maté al monstruo / Él me tiró / durante tantos rounds / pero encontré algo bueno / Justo al final / yo fui mi amigo / maté al monstruo / Casi perdí / pagué el costo / maté al monstruo / Los ángeles bajaron / hasta el piso / maté al monstruo / Sangre en el piso / no había ningún sonido / Yo era el ganador / Me tiraron / durante tantos rounds / pero encontré algo bueno / Maté al monstruo” (“I Killed the Monster”).

Las canciones de Johnston son tan brutalmente emotivas que uno suele sentirse muy conmovido por sus temas más tristes y desolados (“You Hurt Me”, “I’ll Never Marry”) y llegar a considerarlo un artista insoportablemente depresivo, olvidando que su honestidad desnuda abarca todo el espectro emocional, y que muchas de sus canciones son como rayos de una esperanza tan luminosa y humana que no parece de este mundo (“Speeding Motorcycle”, “True Love Will Find You in the End”, “My Life is Starting Over Again”). Pero también demuestra en ocasiones un enorme sentido del humor que suele aflorar incluso en sus canciones más sentimentales, como en la bellísima “Go”, en la que, luego de alentar a alguien para que se case en unos versos hermosos y llenos de amor a la vida, Johnston reflexiona: “La vida es como un tazón de cerezas / podés comer todas las que quieras / y alguien dijo que la vida era como una vaca / pero no sé cómo eso se aplica a esto”.

¿Cuánto hay de morbo en el culto de Johnston y cuánto de auténtica apreciación artística? Es difícil decirlo, porque hay gente que está aun más enferma que él y que posiblemente se acerca a su obra como a ver a un freak en un circo. Claro está que un show de Daniel Johnston es algo que uno recomienda pero con ciertos recaudos (tuve la oportunidad de verlo en Nueva York y, nervioso porque había perdido su “cuadernito verde” con las letras, sólo pudo interpretar dos canciones antes de abandonar el escenario). Johnston es un intérprete muy limitado como cantante y limitadísimo como guitarrista, pero en una buena fecha es capaz de evocar sentimientos en una forma tan intensa que lo diferencia de cualquier otro artista de la actualidad. Un concierto de Daniel Johnston no es exactamente un conjunto de interpretaciones musicales y representaciones escénicas, sino un contacto directo con un espíritu inquieto, atormentado y lleno de la necesidad de dar y recibir amor.

Esta noche en La Trastienda se presentará acompañado por Los Problems, la banda liderada por Ernesto Tabárez y una de las formaciones de rock más sólidas de Montevideo, que ha ensayado sus canciones desde hace meses. De cualquier manera, las perspectivas son inciertas, pero las posibilidades de vivir una experiencia única sin dudas están ahí.